Timothy Garton Ash
Profesor de Estudios Europeos de la Universidad de Oxford
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* Este texto es una adaptación del discurso de aceptación del Premio Carlomagno de 2017.
Nuestra actual diversidad europea está hecha de estados y de historias, culturas y lenguas en los que está inscrita. Estas diferencias de cultura, lengua y tradiciones filosóficas también inciden en la forma en la que pensamos acerca del Estado, la ley y la política, y por consiguiente, acerca del orden político que hemos de construir entre nuestros estados y nuestros pueblos.
Si nos fijamos en la historia europea reciente, durante tres generaciones después de 1945, el motor individual más importante de la integración europea han sido los recuerdos personales de la guerra, la ocupación y los extremos del nacionalismo, la discriminación y la pobreza. Ahora, por primera vez, tenemos a toda una generación de europeos la mayoría de los cuales han crecido desde 1989 sin ninguna de estas traumáticas y formativas experiencias. Han vivido en una Europa en paz, en gran parte unida y, sobre todo, libre; perciben todo ello como algo normal, incluso natural. Hoy, en tiempos de crisis existencial y de vulnerabilidades que los populistas nacionalistas explotan en todo el continente hemos de aprender a vernos unos a otros, a reconocernos mutuamente como europeos individuales, con el objetivo de profundizar nuestro sentimiento de comunidad como europeos.
Desde el Tratado de Roma de 1957, todas las instituciones europeas que hemos creado son medios para un fin más alto, no fines en sí mismos. En este momento debemos preguntarnos: “¿Estas instituciones, este ins- trumento, sigue siendo apropiado para el propósito que persigue, es el mejor que tenemos disponible?” No sirve de nada repetir: “¡Más Europa, más Europa!”. La Europa de los años sesenta, su percepción y su sentido de pertenencia son muy diferentes a la Europa de los años setenta, de los noventa, o de la actual, por lo que solo una organización capaz de redistribuir el poder tanto hacia arriba como hacia abajo, como requieren los cambios que se han producido, será vista por los ciudadanos como viva y receptiva, en la que es posible confiar. Por ejemplo: un Parlamento Europeo elegido directamente ejerce actualmente un control democrático considerable sobre las leyes y las políticas europeas, pero muchos europeos todavía no tienen la sensación de estar directamente representados y de que sus voces sean escuchadas en Bruselas. Y la Eurozona, cuyo objetivo era avanzar en la unidad europea, ha propiciado recientemente una serie de dolorosas divisiones entre la Europa del norte y la del sur. Todo ello en un momento en que muchas sociedades europeas tienen muchas dificultades para aceptar la escala y la velocidad de la inmigración, sobre todo la facilitada por el desmantelamiento de las fronteras interiores de Europa, sin garantizar adecuadamente además las fronteras exteriores del área Schengen. Europa necesita ser a la vez fuerte y flexible: fuerte porque es flexible, flexible porque es fuerte, y será más fuerte si logra acomodar toda su diversidad.
Con un nuevo presidente francés decididamente proeuropeo, Alemania y Francia tienen una vez más la oportunidad de avanzar juntas, como tantas veces han hecho en la historia de la integración europea. Un liderazgo sensato en Europa requiere una habilidad muy desarrollada para ver a Europa también a través de la mirada de otros europeos. Requiere también firmeza, confianza y coraje. El presidente alemán Frank-Walter Steinmeier hizo del “coraje” el concepto central de su discurso inaugural. Y esto tiene que incluir el “coraje de decir la verdad”, al que el presidente Emmanuel Macron se ha referido enérgicamente. Pero también incluye el coraje de asumir compromisos; el de vivir en la incerteza, en la incompletitud, incluso en la ambigüedad.
Europa también parece condenada a devenir sin llegar nunca a ser
En un libro sobre la historia de Berlín publicado hace más de cien años, Karl Scheffler escribió que Berlín “está destinado a devenir sin llegar nunca a ser”. Podríamos decir algo parecido de Europa; también parece condenada a devenir sin llegar nunca a ser. Pero esta necesidad no tiene por qué ser necesariamente una condena, puede ser incluso una bendición. Cuando uno llega a cierta edad se da cuenta de que los años del devenir son a menudo los mejores años de la vida. Así, nuestra vieja Europa tiene la posibilidad de permanecer siempre joven. Configurémosla juntos. El devenir interminable de Europa.