FRANCESC FABREGUES
Coordinador del Anuario CIDOB
ORIOL FARRÉS
Coordinador del Anuario CIDOB
El año 2015 inició su andadura con una tímida esperanza: la llegada a la presidencia de Túnez del veterano exministro Beyi Caid Essebsi, nombrado el 31 de diciembre de 2014. Su elección suponía un paso adelante para los tambaleantes procesos democráticos surgidos de las “primaveras árabes”, en uno de los pocos países –por no decir el único– en el que la semilla del cambio había logrado germinar y que vertía algo de luz sobre la sombría situación del Mediterráneo.
Este atisbo de optimismo se daba en un panorama en general convulso, dolido por los recientes y trágicos sucesos de Sídney a mediados de diciembre, en los que un islamista radical admirador de la organización Estado Islámico, tomó por la fuerza una cafetería y retuvo a sus ocupantes; la acción culminó con el asalto al local por parte de las fuerzas de seguridad y causó la muerte de 3 personas, entre ellas el propio secuestrador.
Desafortunadamente, en tan solo una semana, el 2015 indicó que el año estaría más marcado por la segunda dinámica –la más pesimista– que por la primera, la más esperanzadora. El 7 de enero tuvo lugar el ataque a las oficinas del semanario satírico Charlie Hebdo en París, en el que murieron 12 personas y que abrió multitud de debates en la opinión pública mundial. Parte del impacto que el atentado tuvo sobre la ciudadanía europea fue la sensación de que, como ya ocurrió durante el 11-S, los televidentes asistían a un modus operandi nuevo, el primer eslabón de una cadena que iba a reproducirse y transformar la consciencia de la relativamente segura sociedad europea. En esta ocasión los asaltantes se identificaron como pertenecientes a Al-Qaeda en la Península Arábiga (la rama de Al Qaeda en Yemen) pero, en la línea de lo que ya apuntó la crisis de Sídney, ambos asaltos evidenciaron una estrategia de “descontextualización” geográfica de los conflictos, trasladando el fenómeno de las “víctimas colaterales” a las sociedades hasta entonces percibidas como seguras.
Por fortuna, la actualidad internacional fue mucho más amplia que la que dibuja el fenómeno terrorista. En su vertiente más positiva, 2015 nos trajo también el Acuerdo ambiental en París, o la promesa de normalización de las relaciones internacionales de Irán y de Cuba, que pudieron y supieron aprovechar la ventana de oportunidad abierta por la Administración Obama antes de que el presidente abandone la Casa Blanca en 2016. Sin embargo, en esta introducción hemos optado por hablar del terrorismo en primer lugar, entendiéndolo no como el fruto de una expresión retrógrada, anclada en el pasado y confrontada a la modernidad, sino como su misma sublimación, es decir, como el fenómeno en el que más ampliamente confluyen las grandes transformaciones del orden internacional actual. Dichos cambios son los que exponemos brevemente en este texto introductorio y los que se desprenden de y articulan la mayoría de contenidos de este Anuario, así como los impactos sobre la población de todas las sociedades del mundo, cada vez más plurales, interconectadas y permeables. Este sería una selección de las grandes tendencias que se intensificaron en 2015.
Las principales tendencias del año 2015 han de verse a través de estas dos lentes: el mundo de los estados y el mundo de las redes; el tablero de ajedrez y la Red.
Hacia un orden internacional más complejo
La multiplicación de canales y conexiones que nos brinda la mundialización, a través de la revolución del transporte y las comunicaciones, ha reducido las distancias –virtuales y físicas– subvirtiendo al tiempo muchos de los filtros y las barreras impuestos por las actores internacionales tradicionales –hasta entonces principales intérpretes de la esfera internacional– y multiplicando al mismo tiempo su número. En su artículo para la presente edición del Anuario, Anne-Marie Slaughter nos habla precisamente de dicha multiplicación de actores y canales, marcada por la coexistencia de, por lo menos, dos grandes ópticas de interpretación de la esfera internacional: por un lado, la del mundo de los estados, aun relativamente convencional en las formas y el fondo, y basada en el mindset del sistema westfaliano de estados-nación. Para retratarla, Slaughter emplea la imagen del “tablero de ajedrez” escenario metafórico donde, por cierto, en 2015 se registraron logros notables como en el caso de Ucrania, la negociación del programa nuclear iraní, la apertura hacia Cuba o las negociaciones de la COP21 en París.
También fue en ese tablero donde se jugó, entre otras, la partida entre gobiernos centrales y algunos regionales –como los de Escocia, Flandes o Cataluña– que aspiran al autogobierno y que compitieron en dicho escenario por el reconocimiento o no de las interlocuciones internacionales y por reflejarlo en la política doméstica. A este respecto, y como nos recuerda Slaughter, el año 2015 evidenció que, con independencia del desenlace, dichas demandas no desaparecerán de la agenda en el corto plazo.
Sin embargo, la mayor parte de la complejidad creciente a la que hacemos referencia responde a una segunda dinámica, encarnada en un tejido de redes –o relaciones– cada vez más denso entre multitud de actores no estatales, que por dicha conexión devienen internacionales y que, entre otros muchos efectos, complican más si cabe la gestión de conflictos –nacionales e internacionales– que tienden a explotar cualquier resquicio para añadir una dimensión trasnacional y que pueden propagarse simultáneamente a más de un estado. Es precisamente en volandas de estos nuevos actores –como por ejemplo, las mafias o los grupos terroristas– que los conflictos se interconectan y contaminan entre ellos. Así nos lo recuerda Jordi Armadans en su “píldora”, cuando afirma que “gracias a las armas enviadas a Siria e Irak, Estado Islámico (EI) cuenta a su disposición con un arsenal que puede durarle años, y que procede de más de 25 países. Para ahondar en el absurdo, son precisamente algunos de estos países los que deben exponer sus tropas al punto de mira de su propio armamento, al combatir a EI.”
Es en los temas en los que friccionan los mundos del tablero y la red, donde vemos los fracasos más sonados de gestión de conflictos, como por ejemplo en la crisis global de los refugiados, que ha agrietado severamente uno de los pilares aparentemente más sólidos de la UE, la libre circulación de personas, y que tensa las ya frágiles costuras de la Unión. En 2015, las instituciones comunitarias tuvieron que conjugar los desarrollos políticos nacionales –marcados por auge del populismo y la extrema derecha–, y el circunspecto proceso de toma de decisiones, que rebeló además poca capacidad de transmisión a los gobiernos estatales. Todo ello desembocó en unas controvertidas negociaciones con Turquía, que sin muchos ambages buscaron liberar presión política y mantener fuera del suelo europeo al mayor número posible de refugiados.
Un mundo genuinamente multipolar y menos eurocéntrico
En cuanto a los actores internacionales, Slaughter nos recuerda que “Estamos retornando a un mundo genuinamente multipolar, no solo debido al ascenso y al regreso al tablero de algunas potencias sino también debido a las nuevas formas en las que estas interactúan unas con otras, en base a unos intereses simultáneamente compartidos y, a veces, en conflicto”. Por un lado, esto apela al surgimiento de nuevas potencias, las bautizadas como “emergentes” y hoy en buena medida ya emergidas, como China, India o Rusia, y que en 2015 siguieron buscando su encaje favorable en el orden internacional. Según afirma Shashi Tharor en su píldora de opinión, estos países “se sienten excluidos del actual sistema y pueden acabar persiguiendo un orden alternativo”, que por naturaleza sería menos eurocéntrico y más crítico con el pasado colonialista europeo. Algo parecido nos recuerda otro autor, Bertrand Badie, cuando afirma que “nuestro mundo ha cambiado mientras nosotros, los europeos, seguimos apegados al modelo que nos permitió acceder a la modernidad y que considerábamos, de una manera más o menos consciente, un modelo eterno.”
En esta coyuntura de reflexión necesaria del encaje de Europa en el mundo (y del mundo en Europa), es preciso escuchar las voces de los no-europeos y asimilar sus percepciones y críticas, sin perder ninguno de los matices ni caer en maniqueísmos simplificadores. En este sentido, Cemil Aydin nos recuerda en su texto que “es preciso diferenciar claramente los discursos musulmanes del siglo XX acerca del orden internacional injusto y la modernidad capitalista, del reciente auge de una ideología radical que resuena en discursos estatales o en grupos marginales como Al Qaeda o el EI.” Así, vemos como buena parte de las críticas a “Occidente” no aluden tanto a sus ideales o a sus valores, sino más bien, al eurocentrismo, teñido en no pocas ocasiones de supremacismo, que alude a la raza, clase o la superioridad cultural-moral y que en virtud de ello ha sido excluyente y exclusivista.
Cabe decir, para romper cierto tipo de ensimismamiento que caracteriza Europa, que resulta por lo menos paradójico que, como nos recuerda Aydin en su texto, “la principal víctima de los grupos que se autodefinen como antioccidentales y antimodernistas sean en su mayoría, otros musulmanes, no Occidente”. Asimismo, es preciso incorporar matices a los debates centrales, como el de la identidad de Europa, que en lugar de ser vista como una (re)creación constante, se considera un “tesoro” a preservar. Es esta visión, cerrada e irreal, la que legitima que pueblos enteros vaguen en tierra de nadie, por un lado empujadas a huir y por el otro privadas de refugio.
Un mundo más interconectado en sus diversos niveles
La revolución tecnológica y la sociedad de la información han hecho que cualquier sujeto, casi en cualquier lugar y armado con un teléfono móvil pueda alterar los estados de ánimo y la opinión de miles de ciudadanos con los que seguramente nunca cruzará una palabra. Una simple denuncia, una filtración, una imagen o un argumento pueden despertar la solidaridad y el apoyo global. En su “píldora” de opinión, Ismael Peña lo ejemplifica en la definición de la tecnopolítica que “aparece como el motor común de los movimientos sociales nacidos tras la emergencia de la Web 2.0 y las redes sociales” y, de nuevo, se muestra como una alternativa a la jerarquía del poder tradicional. En este sentido se expresa Joan Subirats en su “píldora” de opinión, cuando manifiesta que “los ciudadanos reclaman más protagonismo en los temas que les afectan, buscan proximidad y control, y reclaman mayor articulación entre los procedimientos y las reglas de juego democráticas y la sustancia y los valores de justicia e igualdad, que siempre han acompañado el sentido profundo de la palabra democracia. Ese es hoy uno de los principales retos en Europa y en el mundo.”
Saskia Sassen añade a este entramado otro factor de enorme importancia, el de la expansión de las ciudades globales como grandes espacios de intermediación de las economías. También a este respecto A.M. Slaughter vaticina en su artículo que “Dentro de cien años veremos grandes aglomeraciones regionales de estados con un sistema de toma de decisiones tosco pero en definitiva eficaz, compuestas por muchos estados más pequeños, o de regiones mucho más autónomas dentro de los estados”. Es también mediante las nuevas geometrías de interdependencia que el terrorismo islámico radical se propaga rápidamente cuando “los objetivos (…) están lo bastante conectados como para recibir la señal a través de las mezquitas o de las redes sociales, pero no lo suficiente como para que esta señal se disuelva en un ruido más amplio, general, o sea anulada por otro tipo de relato.”
Si bien es cierto que las encuestas mundiales de valores reflejan una convergencia global hacia un cierto mainstream entre las sociedades humanas, vemos como al mismo tiempo aumenta la desigualdad entre y dentro de las sociedades.
Un mundo que es menos desemejante pero más desigual
Si bien es cierto que las encuestas mundiales de valores reflejan una convergencia global hacia un cierto mainstream entre las sociedades humanas, vemos como al mismo tiempo aumenta la desigualdad entre y dentro de las sociedades.
En referencia a ello, A.M. Slaughter advierte que: “Los vientos políticos de 2015 serán recordados como el preludio de una tempestad. La cuestión, lo mismo que hace un siglo, es si las élites serán capaces de reformar la distribución de la riqueza y el poder lo suficiente para evitar una revolución.”
Lo mismo genera, en palabras de Bertrand Badie, un cambio radical de la agenda internacional, que antaño estuvo “constituida por factores esencialmente geopolíticos y geoestratégicos, y que ahora está dominada, sin que seamos siempre conscientes de ello, por cuestiones en el ámbito social.” Y apostilla: “Dicho de otro modo, las desigualdades sociales y económicas controlan actualmente la esencia de la conflictividad mundial y son fuente de formas inéditas de violencia internacional.”
Este es uno de los factores que más influyen en la proliferación de nuevos muros, que 25 años después de la caída del de Berlín triplican hoy su extensión en el mundo y que en 2015 volvieron a construirse en Europa. Se trata de muros crecientemente tecnificados –supuestamente inteligentes– y que responden a diversos objetivos –anti-tráfico, seguridad o control de los flujos migratorios– pero que en todos los casos encierran a los habitantes de ambos lados y cronifican la incomunicación y la desigualdad entre vecinos. Además de ser enormemente costosos de mantener, dichas barreras se muestran poco eficaces en su cometido principal (frenar el tráfico) y en cambio, tienen un efecto indeseable al añadir mayor dosis de peligro a los tránsitos humanos, que de un modo u otro prosiguen mientras persisten los factores que los causan. Tal y como nos recuerda Eduard Soler en su balance del año del Mediterráneo y Oriente Próximo: “en la medida que la violencia no va a cesar y va a ser demasiado pronto para hablar de reconstrucción y reconciliación, seguirá habiendo una grave crisis de refugiados y desplazados internos”.
Aún dolidos por la crisis financiera global que estalló en 2008 en las economías más desarrolladas –que por cierto, aplicaron remedios más paliativos que preventivos–, los actores económicos parecen vislumbrar soluciones algo más estratégicas, conscientes de que un cortafuego a escala local-nacional es cada vez menos efectivo.
Una economía global en tránsito
En su visión acerca de la economía global, Gabriel Fierbermayer nos habla de un débil crecimiento que responde, en parte, al fin del boom de las materias primas y a la moderación de muchos mercados emergentes –principalmente el chino– que avanzan hacia una “transición”, plagada de incertidumbres y agitada por la volatilidad de los mercados de capitales y divisas.
Aún dolidos por la crisis financiera global que estalló en 2008 en las economías más desarrolladas –que por cierto, aplicaron remedios más paliativos que preventivos–, los actores económicos parecen vislumbrar soluciones algo más estratégicas, conscientes de que un cortafuego a escala local-nacional es cada vez menos efectivo.
Por ello, se alimentan iniciativas de agregación de intereses –y de valores–, como el promovido por China con la creación del Asian Infrastructure and Investment Bank (AIIB), que tuvo lugar en 2015 y que debido a la incorporación de diversos países europeos, socios tradicionales de EEUU en la esfera internacional, fue interpretado como una victoria diplomática de Beijing sobre Washington, que había presionado para evitarlo.
Por su parte, también en 2015 EEUU reforzó su posición económica con la firma del Acuerdo Trans-Pacífico (TPP), un nuevo paso hacia el libre comercio en la región que, más por geopolítica que por razones económicas, excluyó deliberadamente a China. Esta maniobra responde a la pugna entre ambas potencias por alcanzar –y mantener, en el caso de Washington– la preeminencia sobre la economía mundial, lo que da lugar a geometrías paralelas que sin embargo no deben ser el último, sino un primer paso. hacia un gran Acuerdo de Libre Comercio de Asia-Pacífico (FTAAP). Este, según Fierbermayer, “sería mucho mejor para el mundo que el TPP; debido a su gigantesco tamaño, podría incrementar los ingresos mundiales casi un 4%.”
La emergencia de nuevos espacios geográficos
La alteración de los factores ambientales y la innovación tecnológica –por ejemplo en la explotación de recursos energéticos– contribuyen al surgimiento de nuevas áreas de interés para las relaciones internacionales, como el Ártico, que tal y como nos recuerda Alyson Bayles “es y debería seguir siendo un área de buena voluntad política y diálogo en tiempos difíciles, algo que indudablemente todo el mundo necesita y que debería respaldar” pero que debido al más que posible impacto del cambio climático, puede ofrecer nuevas rutas de transporte y abundantes recursos cuya exploración y explotación resulta hoy todavía demasiado cara y compleja. Estados Unidos, Rusia y los países nórdicos entre otros, mantienen litigios de soberanía en la zona y como en otros rincones del mundo, la territorialización de la paz entre estados puede dar paso a una maritimización del conflicto.
También en 2015, China lanzó un proyecto inspirado en dicha red comercial, la Nueva Ruta de la Seda, que pretende transformar el espacio euroasiático y, por consiguiente, convertirse en el centro de gravedad del comercio internacional ganando alternativas al tupido entramado de alianzas militares que constriñen sus accesos al crucial nexo Indo-Pacífico, la arteria más gruesa del flujo comercial mundial. La nueva red, que combina comunicaciones terrestres con rutas marítimas, es sin duda un ambicioso plan que abarca unos 60 países, el 75% de las reservas mundiales de energía y que busca conectar al 70% de la humanidad.
Viejos actores que vuelven a escena
La recta final del mandato de Barack Obama al frente de la Casa Blanca ha supuesto una cierta relajación de su margen de maniobra de la política partidista de cara a la reelección, generando la ambición de un legado propio, con la que el presidente se ha mostrado profundamente comprometido y que ha abierto la puerta a gestos históricos hacia estados parias para Washington, como Irán, Cuba o Birmania. Otro de los legados de la Administración Obama, que rompe tendencias y que nos recuerda Ellen Laipson en su contribución al Anuario, es “un mayor realismo y modestia en la capacidad de EEUU para transformar otras culturas”. En la presente edición, Irán cobra una importancia especial al ser el país analizado en profundidad en el perfil de país anual, que analiza el contexto de su reintegración a la comunidad internacional, sin duda alguna, una de las grandes noticias de 2015. A este respecto, el embajador Roberto Toscano remarca el “entusiasmo de los iraníes” por la posibilidad de que su país pueda ser reconocido, por fin, como un Estado “normal”. El gran interrogante es, como nos recuerda Trita Parsi, si EEUU será fiel al acuerdo nuclear alcanzado tras el relevo del presidente Obama. Parsi se atreve a pronosticar que si el acuerdo se consolida, ni siquiera un presidente republicano en la Casa Blanca se atrevería a liquidarlo y, paradójicamente, aislar a los EEUU.
Por su parte, África siguió su lento pero firme progreso, que ha encontrado alternativas de crecimiento en las nuevas inversiones exteriores, sobre todo provenientes de China y que más allá del apetito por los recursos naturales empiezan a alimentar un sustrato de emprendedores deseosos de tener su oportunidad. África va a beneficiarse también del fenómeno de ser lo que los ingleses denominan “the next big thing”.
Un futuro en que la tecnología es la gran esperanza, pero también una severa amenaza
A las puertas de la cuarta revolución industrial, es pertinente preguntarse hacia dónde y con qué fuerza los ciudadanos seremos de capaces de encaminarla en materia de valores, derechos y objetivos. Edificándose sobre la base de la aún reciente tercera revolución industrial, la de las tecnologías de la información y la comunicación, nos encontramos en las puertas de la cuarta, llegado el punto en el que la tecnología nos permitirá, por ejemplo, procesar con significado el enorme volumen de datos que generamos –casi la mitad de todos datos generados por la humanidad se han producido en los últimos dos años–, y que permitirán un registro inaudito de la actividad global, también por supuesto, la humana.
A pesar de las grandes expectativas depositadas en el llamado Big Data, –calificado “nuevo petróleo”– lo cierto es que sin las herramientas de explotación adecuadas, la masiva cantidad de información es poco más que un gran murmullo ininteligible. Sin embargo, con solo pequeños fragmentos que logramos decodificar hoy –por ejemplo, mediante los metadatos– ya tenemos indicios de su tremendo potencial para la “gestión” de lo social, incluyendo aquí la implementación de políticas más efectivas, pero también, y por su doble filo para el control y la represión, de potenciales opositores, por ejemplo. Al debate sobre la privacidad, pronto lo seguirán otros muchos, a medida que las nuevas tecnologías transformen nuestro modo de vida y cuestionen nuestros derechos y libertades en temas cruciales como el trabajo o la salud. El avance de un fenómeno que se debatirá entre ser panacea o némesis, sino es que deviene ambas cosas.
Y con obstáculos verdaderamente globales que deberemos esquivar
Quizá el reto global más serio que deberemos afrontar en los años próximos será el de la mitigación del cambio climático. Si bien veníamos de un acuerdo de mínimos –y casi in extremis– en la Cumbre de Lima, el año 2015 sí supuso un salto cualitativo en la agenda medioambiental, con la celebración de la COP21 en Paris. En ella, 195 países sellaron un pacto sobre el clima que entrará en vigor el 2020. Según Luigi Carafa, el Acuerdo de París es relevante por ser inclusivo, por ser un régimen global basado en acciones nacionales voluntarias y por ser flexible y duradero.
Sin embargo, la mitigación verdadera del cambio climático dependerá de cambios mucho más profundos, que sin duda afectarán el modo en que medimos la prosperidad y la riqueza de las naciones: qué consideramos y qué no, qué costes tenemos en cuenta, y cómo medimos factores relativamente inmateriales, como el bienestar o la felicidad de las personas. En este sentido, cada vez son más las voces que critican el uso generalizado del Producto Interior Bruto (PIB) como única vara de medir la prosperidad y el progreso de las naciones y, por extensión, –erróneamente– de sus ciudadanos. Con el parámetro del PIB, la construcción de una infraestructura añadiría crecimiento al PIB de España, mientras que una reducción de jornada para cuidar a un familiar es vista como una pérdida, ya que en ningún caso el PIB refleja la economía informal ni, por ejemplo, el coste ambiental del crecimiento o el deterioro de la salud. Ciertamente, el PIB es poderoso en el sentido que no refleja la realidad, sino que la crea: un país que crece, goza por ejemplo de la confianza de los mercados. A este respecto, uno de los principales portavoces de esta lucha por buscar una interpretación más fidedigna del progreso, Lorenzo Fioramonti, afirma en su “píldora” para el Anuario que “abandonar el factor PIB para promover una nueva idea de progreso, puede perfectamente ser el primer paso hacia un mundo mejor para todos en el siglo XXI”.