Francis Ghilès
Investigador senior asociado, CIDOB
La clase política de Túnez son los héroes caídos de los ocho años que han trascurrido desde que una revuelta popular derrocó al régimen de Ben Alí. Una parte significativa de los tunecinos —y menos que nadie los jóvenes que se enfrentaron a las milicias de Ben Alí en 2010-2011—, no sienten respeto alguno por el presidente y por su primer ministro, como tampoco por los líderes de otros partidos políticos. Apenas una tercera parte del electorado votó en las elecciones locales de mayo de 2018, en las que la juventud se abstuvo en masa.
Aunque la economía ha mejorado gracias al regreso masivo de los turistas, cuatro años después de los atentados terroristas en Sousse en 2015, y especialmente a raíz de las elevadas exportaciones de aceite de oliva, los sectores del fosfato y de los fertilizantes están aún muy lejos de los niveles de producción y exportación alcanzados en 2010, y el desempleo es de un 15-20% entre los jóvenes. El nivel de vida de la mayoría de las personas ha disminuido y la inflación sigue siendo muy alta, exacerbada por una deuda cada vez mayor y por la depreciación del dinar tunecino. Una vez descontados los salarios estatales, la deuda pública, el servicio de la deuda y las ayudas a la energía y a los productos alimenticios básicos, no queda casi dinero para inversiones. Por último, la fractura territorial que enfrenta el interior más pobre con la zona costera más rica sigue siendo la gran amenaza a la estabilidad a largo plazo que ha sido siempre.
Contrariamente a lo que sostiene el mito popular, no hubo revolución en 2011
La democracia tunecina tiene unas raíces poco profundas, sin embargo, no podemos negar las libertades de que gozan hoy los tunecinos: de expresión y de prensa, aunque muchos de los nuevos medios de comunicación están en manos privadas y no tienen un gran respeto por la verdad; libertad de no ser torturados; libertad para votar. Ello convive, sin embargo, con un sistema judicial corrupto que no ha sido reformado y que constituye un grave quebrantamiento de la democracia. La corrupción se ha extendido por toda la clase política y los tunecinos jóvenes sin conexiones sociales tienen muchas menos oportunidades de conseguir un trabajo o un crédito de los bancos para empezar un negocio, si no poseen previamente algún activo. Desde la revuelta del 2011, los activos siguen en las mismas manos, con la excepción de los entregados a los altos cuadros islamistas, que han entrado en el club de la gente importante. Contrariamente a lo que sostiene el mito popular, no hubo revolución en 2011.
El capitalismo clientelista crece en paralelo a la economía sumergida, que, según se estima, representa la mitad del PIB. En este frente, al menos el banco central, que ahora goza de una independencia mayor que antes de 2011 y que está dirigido por el muy competente Marouane El Abbasi, está tratando de mejorar las cosas y ha diseñado un amplio acuerdo con Libia que permitirá a Túnez comprar todo el petróleo que necesita en dinares tunecinos, ahorrando de este modo moneda extranjera, un acuerdo tácito entre los dos países que ya existía antes del 2011. Dicho acuerdo también contribuirá a que afloren en el ámbito de la economía oficial los muchos vínculos económicos y financieros existentes entre los dos países, y a incrementar la seguridad general en la frontera común.
La historia reciente ayuda a explicar por qué es tan difícil iniciar un debate sobre la necesidad de reestructurar las principales empresas estatales y de reformar un país que se jacta de tener 640.000 funcionarios para 12 millones de personas, una de las proporciones más elevadas del mundo. Por citar un solo ejemplo, nunca se ha producido un debate público bien fundamentado sobre por qué fracasaron en la década de 1990 las reformas que pretendían modernizar el sector del fosfato. Nadie ha cuestionado nunca el modelo autoritario de economía planificada de partido único instaurado por el primer presidente del país, Habib Burguiba, en 1955, y que mutó en un capitalismo clientelar bajo su sucesor Zine el Abidine Ben Alí.
El economista Hachemi Alaya sostiene de forma convincente en su libro Le Modèle tunisien: Refonder l’économie politique de la Tunisie pour consolider sa démocratie (Arabesques, Túnez, 2018) que, de no acometer dicho debate, ninguno de los líderes tunecinos —independientemente de su habilidad y su color político—, no será capaz de abordar la prolongada crisis económica y social que está alimentando la desesperación de muchos jóvenes tunecinos y empuja a la emigración a los mejor preparados. Profundizar en la democracia es un reto enorme al que los meses de escaramuzas políticas que tenemos por delante, con elecciones generales y presidenciales en otoño, contribuyen muy poco. La generación más joven debería estar construyendo democracia y una economía más sólida: algunos de sus miembros están haciendo todo lo que pueden, pero otros muchos, desencantados, se niegan a votar o votan “con los pies”, es decir, abandonando el país.