Susanne Gratius
Investigadora sénior asociada, CIDOB
El “año sándwich” entre el Mundial de Fútbol y la Olimpiada no fue demasiado bueno para Brasil, pero tampoco tan desastroso como lo quieren ver algunos. Contra todo pronóstico, el impopular Gobierno de Dilma Rousseff –apoyado sólo por un 16% de los ciudadanos– logró mantenerse en el poder pese al escándalo de corrupción de la empresa Petrobras, cuyo Consejo de Administración lideró la presidenta antes de ser elegida en su cargo.
Las investigaciones continúan y la crisis política correspondiente no se ha resuelto aún. El 2 de diciembre, el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, miembro del PMDB, el poderoso socio conservador del partido gobernante PT, aceptó la petición de iniciar un proceso de impeachment. En el caso de una moción de censura, la oposición necesita 342 de los 513 votos para destituir a la presidenta por “irregularidades fiscales”, un delito en el que incurrió el propio Eduardo Cunha.
En este contexto, el trámite judicial coincide con el descontento social. Al ser un partido minoritario en un Congreso fragmentado, el gobernante PT no puede satisfacer las demandas de los manifestantes de mejorar las prestaciones sociales de un Estado caro e ineficiente, y es de esperar que las movilizaciones populares se reanuden con más fuerza ante las puertas de la Olimpiada de 2016. Máxime cuando el desempleo llegó al 8,5% y la desigualdad social no se redujo a la misma velocidad que la extrema pobreza, que en quince años bajó a la mitad.
En el año 2015 entre el Mundial de Fútbol y la Olimpiada cierra un ciclo marcado por la percepción de Brasil como potencia global que resuelve sus problemas internos
El estancamiento social está ligado a la crisis económica. El año 2015 concluirá con una caída del PIB del -3% y una inflación del 10%, causados por la depresión mundial, la desaceleración de la economía china, la menor demanda de materia prima y la falta de visión de futuro para competir mejor en un mundo globalizado. Brasil no participa en los dos recientes acuerdos económicos internacionales –el transatlántico TTIP entre Estados Unidos y la UE y el transpacífico TPP, firmado en octubre–; por si fuera poco tampoco avanza la negociación sobre un Acuerdo de Asociación entre la UE y el Mercosur. Ninguna de las dos partes cumplió con la promesa de presentar, hasta finales del año, una oferta comercial completa. El triunfo de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales de Argentina puede facilitar un consenso en el Mercosur, pero también generar un conflicto con Brasil sobre la pertenencia de Venezuela al bloque por violar la cláusula democrática.
Dilma Rousseff sustituyó el triunfalismo del “Dios es brasileño” del presidente Lula da Silva (2003-2011) por una política exterior poco exitosa, de bajo perfil y menos comprometida con aliados como Irán, Venezuela, Cuba y las potencias China e India, con los que Brasil participa en el grupo BRICS. Este cambio indica, por ejemplo, que los derechos humanos ocupan un espacio mayor en la política brasileña, ya que la Comisión de la Verdad, creada por la presidenta, presentó en diciembre de 2014 su Informe sobre la investigación de los crímenes cometidos durante la dictadura. Por otra parte, la visita oficial de Rousseff a Estados Unidos, en julio de 2015, sirvió para restablecer la confianza mutua, aunque no se firmaron acuerdos importantes.
En síntesis, el “año cero” 2015 entre el Mundial de Fútbol y la Olimpiada cierra un ciclo marcado por la percepción de Brasil como potencia global que resuelve sus problemas internos. Ahora Dios ya no parece brasileño, y la doble crisis política y económica que sufre el país es un duro despertar después del largo sueño de ser finalmente ese “país del futuro” que se imaginó Stefan Zweig, un Brasil próspero, del primer mundo, con una política exterior global y a la par con los Estados Unidos.