JAN-WERNER MÜLLER
Profesor de Ciencias Políticas, Princeton University. Autor de Democracy Rules (Farrar, Straus and Giroux, 2021)
En relación con el populismo en Europa, hay dos sensaciones comunes que parecen estar en relativa tensión entre ellas. De un lado, la opinión que promulga que, desde hace una década aproximadamente, Europa está siendo azotada por una ola populista; del otro lado, la afirmación tranquilizadora de que, si bien el populismo puede tener una dimensión transnacional, por definición, no podría existir en términos prácticos una suerte de «Internacional Nacionalista» ‒se presupone aquí, por supuesto, que el populismo de derechas y el nacionalismo son más o menos equivalentes‒. En mi opinión, ambas suposiciones son erróneas. Esta ola, a la que todos los días hacen referencia comentaristas, políticos e incluso politólogos, no existe. En cambio, y contradiciendo a quienes tratan de tranquilizarnos ante el espectro populista que acecha Europa, creo que es perfectamente posible que se constituya una Internacional de nacionalistas, aunque esto no quiera decir que esta alianza vaya necesariamente a materializarse.
Pero, ¿qué es el populismo? En contra de lo que establece el pensamiento habitual, no todos los que critican a las élites o están de alguna manera enojados con el establishment deben etiquetarse como populistas, y, por ende, deben ser considerados sujetos peligrosos para la democracia. De hecho, ser vigilante con el poder puede ser signo de una conducta genuinamente cívica. Lo que distingue a los políticos populistas es su pretensión de ser los únicos que representan a lo que ellos llaman «el pueblo real» o «la mayoría silenciosa». Y dado que ellos detentan supuestamente el monopolio de la representación del pueblo, el resto de candidatos al poder son considerados como fundamentalmente ilegítimos, porque se les acusa de estar, de alguna manera, corrompidos. Algo menos obvio es que los populistas también afirman que todos los ciudadanos que no encajan en su construcción simbólica del pueblo, así como aquellos ciudadanos que critican esta pretensión de representación, no pertenecen realmente al pueblo.
El elemento clave del populismo no es, por consiguiente, su antielitismo, sino más bien su antipluralismo, pues el otro siempre es considerado ilegítimo y no perteneciente al colectivo. Esto resulta obvio en la política de partidos, pero es menos obvio –aunque más pernicioso aún– a nivel de la propia ciudadanía pues, por regla general, siempre hay minorías impopulares que resultan expulsadas del supuesto «pueblo real».
Es importante entender que esta postura no coincide con el nacionalismo. Cada populista debe ciertamente dar cuenta de quién es el pueblo, y los populistas de derechas recurrirán por lo general a la idea de nación ‒entreverada con elementos étnicos y nativistas‒. Pero el populismo de izquierdas no tiene por qué emerger como un nacionalismo. Por lo tanto, podríamos decir que hay una afinidad electiva entre populismo de derechas y nacionalismo (según la terminología de Max Weber), pero ambos términos no son idénticos.
Tampoco encontramos en el populismo un posicionamiento político concreto como tal, pero sí hay una conexión entre el populismo de derechas ‒y, en particular, de extrema derecha‒ y el recurso concreto a las emociones en la política. Los políticos de extrema derecha en particular avivan la ira y el temor cuando advierten a los ciudadanos de que están siendo desposeídos de su país, y que están siendo reemplazados por otra población que definen como peligrosa.
Las estrategias y tácticas de movilización populista se pueden copiar fácilmente de un país a otro a través de las fronteras. La teoría conspirativa de «El Gran Reemplazo», según la cual fuerzas perversas están reemplazando a los «verdaderos europeos» con peligrosos otros ‒musulmanes, en particular‒, ha estado circulando libremente por Europa. Pero tales efectos transnacionales no equivalen a una ola, y mucho menos a un tsunami, como afirmó en cierta ocasión Nigel Farage. La metáfora de la ola nos empujaría a hablar de un proceso casi natural y, efectivamente, imparable.
Sin embargo, como ha demostrado el politólogo estadounidense Larry Bartels, hay muy poca evidencia de una dinámica similar a una ola en Europa, algo que ha sido confirmado por estudios estadísticos de empresas como Ipsos. Mediante un análisis detallado de las encuestas de opinión pública, Bartels concluye que no hay evidencia de cambios drásticos en los temas de mayor relevancia para la mayor parte de las movilizaciones populistas de extrema derecha, por lo que no estaría justificado hablar de ola. Incluso en los países en los que los partidos populistas de extrema derecha han llegado al poder ‒Hungría desde 2010 y Polonia entre 2015 y 2023‒ no se puede argumentar que hubiera, de alguna manera, una mayor demanda de políticas iliberales antes del triunfo de estas formaciones. De haber cambios notables estos se deben, con toda probabilidad, a la propaganda estatal, pero no pueden entenderse como la causa fundamental de su éxito electoral.
¿Significa esto que nada ha cambiado? Después de todo, parece que a los partidos populistas de extrema derecha les va cada vez mejor en muchos países europeos. Valga el ejemplo de algunos recién llegados como VOX en España, el del Reagrupamiento Nacional (RN) en Francia –donde muchos expertos predicen una victoria para Le Pen en las presidenciales de 2027–, o del partido alemán Alternativa para Alemania (AfD), al que las encuestas asignan en torno a un 20% de la intención de voto.
Bartels no niega que haya cambios significativos. La cuestión es que la imagen de una ola no refleja correctamente estos cambios. La metáfora del embalse, también relacionada con el agua, explica mejor la situación. Es decir, los partidos populistas de extrema derecha han mejorado su capacidad de movilizar a los ciudadanos que tienen, en términos generales, inclinaciones de extrema derecha; ciudadanos que antes no votaban en absoluto. Obviamente, se trata de una tendencia preocupante, pero no significa que los ciudadanos estén cambiando de opinión y acercándose a posicionamientos políticos populistas de extrema derecha.
El elemento clave del populismo no es su antielitismo, sino más bien su antipluralismo, pues el otro siempre es considerado ilegítimo
Sí hay algo, no obstante, que ha cambiado. Las fuerzas de centroderecha y conservadoras están cada vez más dispuestas a coaligarse con la extrema derecha populista o, lo que puede ser aún más peligroso, copiar su retórica. Valga el ejemplo de Valérie Pécresse, quien en 2022 fue la candidata a la presidencia de los gaullistas, la tendencia más convencional en el marco de la V República francesa, que sugiere que algo de verdad puede haber finalmente en la teoría del «Gran Reemplazo». Una vez que se han hecho tales afirmaciones, resulta muy difícil convencer a votantes que se ubican claramente en posiciones convencionales de que votar a la extrema derecha populista ‒que es la que adoptó originalmente tales teorías‒ es ir más allá de lo admisible. Y de nuevo viene al caso otra metáfora relacionada con el agua: cuando la presa se rompe, el agua fluye desbocada.
La omnipresencia de la metáfora de la ola alimenta el oportunismo del centroderecha, pues los políticos ubicados en esta posición del espectro político, al convencerse de que la tendencia al populismo de extrema derecha es imparable, tienden a fluir con ella o terminan por pensar que pueden moderar a la extrema derecha colaborando con ella.
Los partidos populistas de extrema derecha han mejorado su capacidad de movilizar a los ciudadanos con inclinaciones de extrema derecha y que antes no votaban
¿Y si los populistas de extrema derecha llegaran al poder en otros países, aparte de Hungría? Un pensamiento reconfortante ha sido que los nacionalistas no pueden realmente cooperar entre sí. Se afirma que, por definición, no puede haber una Internacional de nacionalistas, como se ha apuntado antes. Esto es evidentemente erróneo y, de hecho, pueden citarse numerosos ejemplos históricos. En el siglo XIX, nacionalistas liberales como el italiano Giuseppe Mazzini cooperaron a través de las fronteras europeas como respuesta al imperativo compartido de luchar contra los imperios multinacionales. También en la actualidad los populistas de extrema derecha pueden luchar contra enemigos comunes. Solo en el hipotético caso de que todos ellos tuvieran que sentarse en una mesa de negociación en Bruselas, resultaría difícil sostener que pudieran tener éxito en priorizar cada uno a su respectivo país.
Eso no significa que una cooperación de este tipo ocurra necesariamente. Hay diferencias importantes ‒por ejemplo, sobre la guerra de Rusia contra Ucrania‒ que dividen a los populistas de extrema derecha de Europa. Y los que intentan mostrar una creciente moderación tienen razones para distanciarse de los más extremos ‒por ejemplo, Le Pen plantea dudas sobre una eventual asociación con la AfD de Alemania‒. Pero, filosóficamente hablando, no hay obstáculo alguno para que no se dé una «Internacional Nacionalista».