Jordi Armadans
Politólogo y periodista, Director de FundiPau (Fundació per la Pau) y miembro de Control Arms Campaign
Los conflictos no se producen, únicamente, por la presencia de armas. No obstante, es evidente que el fácil acceso a ellas incrementa la dimensión de estos conflictos, refuerza la cultura de la violencia y dispara sus numerosos costes en términos de vidas humanas, sociales y económicas.
Estados y organismos internacionales hablan, por lo menos formalmente, de la necesidad de pacificar el mundo. Sin embargo, la realidad es que el comercio de armas –fuel imprescindible de muchas situaciones de inestabilidad regional– goza de muy buena salud (76.000 millones de dólares en 2013, según las más recientes estimaciones del SIPRI (Stockholm International Peace Research Institute). Y son las principales potencias del mundo las que, precisamente, más participan del negocio. De hecho, cinco de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, a los que deberíamos exigir un mayor grado de responsabilidad global, se encuentran entre los seis mayores exportadores de armas de los últimos años.
Los datos del SIPRI, que recogen las transferencias de armas convencionales (exceptuando las pequeñas y ligeras) no dejan lugar a dudas: en relación a su volumen en el periodo 2005-2009, el comercio de armas creció un 16% entre 2010-2014. Se trata además de un comercio especialmente concentrado: los Estados Unidos y Federación Rusa generan la mitad de todas las armas que se venden en el mundo. Llama también la atención la dinámica de China y de los países emergentes (como la India, Brasil o Turquía), que si bien cuentan aún con porciones inferiores del comercio de armas, escalan rápidamente posiciones en esa clasificación.
La consideración de que el descontrol de las trasferencias de armas contribuye a una mayor inestabilidad, y genera inseguridad, ha devenido certeza en los últimos años: el ciclo de la “primavera árabe” nos recordó que eran precisamente, armas enviadas por los países europeos a los dictadores de la región las que estaba aplastando las exigencias de libertad y justicia de la sociedad civil. En 2015 el conflicto en Ucrania, el deterioro progresivo de la situación en Siria y los brutales atentados de Estado Islámico, entre otros, han incrementado la preocupación acerca del control de las exportaciones de armas.
Cinco de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, a los que deberíamos exigir un mayor grado de responsabilidad global, se encuentran entre los seis mayores exportadores de armas de los últimos años
En un reciente informe, Amnistía Internacional pone de relieve que, gracias a las armas enviadas a Siria e Irak, el Estado Islámico cuenta a su disposición con un arsenal que puede durarle años, y que procede de más de 25 países. Para ahondar en el absurdo, son precisamente algunos de estos países los que deben exponer sus tropas al punto de mira de su propio armamento, al combatir al Estado Islámico.
No es pues extraño que el mismo Parlamento Europeo a finales de 2015 haya reclamado a los estados miembros de la UE que, a la hora de evaluar y aprobar las transferencias de armamento, sean más rigurosos y lo hagan acorde a la legislación comunitaria relativa al comercio de armas.
En este contexto, contamos también con buenas noticias, que de hecho hubieran parecido impensables hace tan solo una década: la adopción de un Tratado mundial sobre el Comercio de Armas (TCA), que entró en vigor en diciembre de 2014 y que el pasado agosto celebró la primera conferencia de estados signatarios, 130 en total, de los cuales 79 ya lo han ratificado.
En su primer artículo, el TCA manifiesta que uno sus principales objetivos es “reducir el sufrimiento humano”. Efectivamente, el comercio de armas, genera sufrimiento. Y es por ello un deber y una responsabilidad de los estados trabajar para erradicarlo.