ASTRA TAYLOR
Cineasta, escritora y activista
Algo va mal en la economía global cuando un reducido grupo de diez hombres multimillonarios acumula seis veces la riqueza que poseen los tres mil millones de personas más pobres del planeta; esto nos habla de una desigualdad que es multinivel, ya que atraviesa contextos internacionales y nacionales, y crea y recrea disparidades entre individuos, comunidades y estados. Y en muchos lugares del mundo, en especial en los países más desarrollados, erosiona la clase media y reduce la movilidad intergeneracional. Estamos ante un fenómeno que, más allá de las cifras, se sabe que tiene un impacto directo sobre la salud y la felicidad de las personas, porque existe una correlación entre el aumento de la desigualdad y los índices de enfermedad física, depresión, ansiedad, abuso de drogas y adicciones.
Podemos afirmar que existe una consciencia creciente en la sociedad de que el aumento de la desigualdad agrava los desafíos sociales y políticos más urgentes. Sin embargo, en mi opinión, la crisis actual va mucho más allá de lo que los debates actuales y de lo que las estadísticas apuntan. Más allá de la desigualdad ‒que puede ser medida mediante distintos indicadores‒ mi tesis es que debemos prestar una mayor atención a la inseguridad, entendida como sentimiento, la vivencia de la desigualdad. Mientras que el énfasis en la desigualdad expone las disparidades materiales en un momento dado, la inseguridad describe lo que se experimenta al vivir en un mundo profundamente desigual. Desde mi punto de vista, las dimensiones emocionales de nuestra vida económica tienen profundas implicaciones sociales y políticas. Así, podemos afirmar que el problema no es siempre ‒ni exclusivamente‒ la pobreza en términos absolutos, sino más bien la inseguridad derivada de la inestabilidad, la amenaza de la movilidad descendente y la pérdida de estatus, amenazas que acechan a una parte cada vez mayor de la fuerza laboral. Sin ir más lejos, se conoce por diversos estudios que el miedo a la pérdida de empleo deteriora la salud y aumenta el riesgo de muerte.
La inseguridad es esencial para el funcionamiento del capitalismo. Y no solo eso, sino que los principales paliativos que tenemos a nuestro alcance (…) a menudo tienen un efecto perverso
La inseguridad es algo tan antiguo como nuestra propia consciencia. En tanto que criaturas vulnerables y mortales, las personas tenemos una inclinación natural hacia lo que se podría llamar «inseguridad existencial», que es inherente a la condición humana y que nos hace conscientes de nuestras fragilidades y de que dependemos de otras personas y estructuras para sobrevivir.
Sin embargo, no toda la inseguridad actual es natural, o ineludible; una gran parte de ella se produce deliberadamente. Me refiero en este caso a una «inseguridad manufacturada», que a mi modo de ver es un atributo fundamental de nuestro sistema económico competitivo y no un subproducto desafortunado. La inseguridad es esencial para el funcionamiento del capitalismo. Y no solo eso, sino que los principales paliativos que tenemos a nuestro alcance para ganar una cierta seguridad ‒como ganar dinero, comprar propiedades, obtener titulaciones o ahorrar para la jubilación‒, a menudo tienen un efecto perverso, ya que nos enmarañan en sistemas que rara vez dan la estabilidad que prometen y hacen a las personas más precarias, ya sea envenenando el planeta del que todos dependemos, haciéndolas incurrir en deudas monumentales o generando una carrera infinita y sin cuartel por las ganancias. Paradójicamente, y analizado en detalle, se observa que muchos de los mecanismos que hoy prometen la seguridad, en realidad y a largo plazo, la socavan.
Esta inseguridad manufacturada es, además, políticamente tóxica y constituye un caldo de cultivo para la extrema derecha. Nuestra historia más reciente está plagada de ejemplos de cómo en momentos de crisis, o cuando se anticipan tiempos difíciles ‒cuando se siente la inseguridad económica, con independencia de que esté o no justificada‒ se tiende a que aumenten el racismo, la xenofobia y el autoritarismo.
Hoy en día, los movimientos y partidos reaccionarios ganan terreno en todo el mundo; apelan directamente al miedo y a la ansiedad de personas que por diversos motivos están cada vez más atomizadas y aisladas, empujándolas hacia el falso consuelo de las jerarquías sociales de dominación, a la negación de la ciencia y a la creencia en las teorías conspirativas y al ensañamiento con determinados chivos expiatorios.
La buena noticia es que la historia también muestra que esta no es la única vía posible. La inseguridad también puede ser un incentivo para la conexión. La experiencia compartida de precariedad, opresión y de calamidad ecológica puede brindar a las personas la oportunidad de encontrar un terreno común y crear nuevos lazos de solidaridad. Pero antes de pensar en el futuro, hay que entender cómo se ha llegado a esta situación.
Historia de una apropiación
Los orígenes del capitalismo se remontan varios cientos de años atrás. Hace siglos, el sistema feudal de Inglaterra experimentó una transformación general que daría nacimiento al mundo moderno. Anteriormente, y durante innumerables generaciones, el campesinado había ejercido los derechos tradicionales de tenencia comunal de la tierra; no obstante, esto empezó a cambiar en el contexto de la conquista normanda (1066), cuando estos derechos tradicionales y, lo que es más importante, las formas de vida que sustentaban fueron atacados para dejar espacio al orden comercial emergente. El detonante fue un proceso de larga duración, conocido como enclosure o cercamiento de tierras, que se marcó como objetivo la privatización de los campos y bosques comunales (que fueron literalmente cercados), para ampliar las posesiones de la Corona. En el siglo XIII, bajo el gobierno del infame rey Juan I (1199-1216)[1] y los auspicios de la Forest Law (la Ley del Bosque), casi un tercio de Inglaterra fue consignado como «bosque», término legal que permitía acaparar los recursos naturales en beneficio de la Corona, dificultando la supervivencia de la gente común. La sed de poder de las monarquías, unida a la desesperación de los commoners (comuneros), que dependían de los terrenos comunales para su supervivencia, preparó el escenario para una rebelión de los barones contra el rey. Esta protesta de la élite dio lugar a la Carta Magna (1215) original, que estableció límites al poder del rey e inspiró futuras constituciones y legislaciones democráticas liberales, incluida la Bill of Rights (Carta de Derechos) de Estados Unidos.
La Carta Magna es muy conocida y ha sido cubierta de honores; no es ese el caso del documento que la complementaba, la Charter of the Forest (Carta Forestal, 1227), que abordaba explícitamente las quejas de los commoners y accedía a devolver una cantidad considerable de tierra a su uso tradicional. Esto devolvió a los campesinos un cierto grado de seguridad material, gracias a la protección de su derecho a desarrollar una agricultura de subsistencia y otras formas de supervivencia básica. Pero los derechos detallados en la Carta Forestal y la seguridad que prometía pronto estarían amenazados de nuevo.
Arno Senoner, «Mujer con chaqueta negra y pantalones negros acostada en escaleras de cemento gris», julio de 2020.
Al privatizar la tierra común, el movimiento de los cercamientos generó una nueva forma de inseguridad capitalista. Si bien aumentó la seguridad de una minoría ‒los terratenientes‒, la mayoría (los commoners) se convirtieron en intrusos y criminales. Mediante el uso de la fuerza, se les negó su forma de vida tradicional y, sin otra alternativa, se vieron obligados a recurrir al mercado para sobrevivir, donde solo podían rentar su fuerza de trabajo. Este proceso fue especialmente desolador para las mujeres, que habían jugado un papel esencial en la agricultura y habían mostrado una apasionada resistencia a los cercamientos. Todo ello condujo también a una migración forzada del campo a las incipientes ciudades y a la proliferación de los suburbios y de la miseria, con centros urbanos llenos de personas desesperadas por encontrar empleo. Con la expansión de esta dinámica al resto de estados europeos, aumentó exponencialmente el volumen de población en apuros y dispuesta a buscar fortuna en el extranjero. Con el tiempo y a caballo de un notable progreso técnico de las armas y los transportes, forjó la coalición de comerciantes y soldados que exportaría el proceso de apropiación y cercamiento de tierras al resto de continentes, expandiéndolo a escala global. Durante la colonización europea del planeta, las potencias emergentes interpretaron que la ausencia de cercas de los pueblos indígenas era signo de «incivilización» y, en base a ello, justificaron la incautación de recursos por la fuerza y la mercantilización de casi todo, incluidos los otros seres humanos.
Como ha señalado el teórico político británico Mark Neocleous[2], la palabra moderna «inseguridad» entró en el léxico inglés en el siglo XVII, en paralelo al surgimiento de la sociedad de mercado. De la mano de la revolución industrial, también avanzó la devastación deliberada y metódica de las antiguas formas de vida. En 1647, Thomas Rainsborough, por entonces líder de una facción política democrática llamada Levellers ‒un movimiento político protodemocrático que buscaba anivelar las disparidades y derribar las cercas erigidas por los terratenientes‒, calificó el proceso de cercamiento de tierras como «la mayor tiranía concebida en el mundo». Durante el final del proceso de cercamiento, a partir de 1760 y 1870, el Parlamento cambió la propiedad de aproximadamente siete millones de acres (algo más de 2,8 millones de hectáreas), una sexta parte del área de Inglaterra. Estas modificaciones se realizaron «para aumentar la mano de obra disponible para el trabajo, eliminando los medios para subsistir en la ociosidad», como profesaba en aquél entonces un destacado defensor del cercamiento[3]. Este principio queda mejor expresado en palabras del historiador Michael Denning, cuando afirma que «el capitalismo no comienza con la oferta de trabajo, sino con el imperativo de ganarse la vida»[4].
No obstante, no hay que idealizar a los commoners, por supuesto. Sus vidas eran duras y apenas eran libres según los estándares contemporáneos. Pero el tipo de existencia que les esperaba en la ciudad, trabajando en fábricas peligrosas y en condiciones insalubres, difícilmente podría verse como una mejora. Es más, la clase obrera tardó varios siglos en conquistar un mínimo de seguridad material; no fue hasta principios del siglo XX que las formas más estables de empleo se convirtieron en la norma, al menos para ciertos colectivos ‒en su mayoría, hombres blancos‒, y como resultado de décadas de militancia sindical, a menudo peligrosa. Los trabajadores vulnerables y explotados forjaron la solidaridad a partir de la inseguridad, reclamando mejores salarios y mejor trato por parte de los patrones, y protección y asistencia por parte del Gobierno. En 1935 el presidente de Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt afirmó que «la civilización de los últimos siglos, con sus deslumbrantes cambios industriales, ha tendido a hacer la vida cada vez más insegura», lo que le llevaría a invocar la búsqueda de la seguridad como justificación para el New Deal (1933-1938). Y otros países siguieron un camino similar al de Inglaterra y Estados Unidos, lo que llevó al alumbramiento del Estado del bienestar y de los sistemas de Seguridad Social en apoyo a la ciudadanía.
No obstante, la seguridad material que proporcionaban estas políticas fue vista muy pronto como una amenaza por las élites que se beneficiaban del statu quo generador de la inseguridad, motivo por el cual intentaron devolver a la sociedad a la lógica del laissez-faire. Como resultado, la red de políticas sociales surgidas en el siglo XX y orientadas a proveer de seguridad a los ciudadanos han sido atacadas desde entonces por las corporaciones y sus aliados políticos, que pretenden desmantelar los derechos y las garantías que los sindicatos ganaron después de la Gran Depresión y durante la Segunda Guerra Mundial. Este proceso nos recuerda a cómo los defensores del cercamiento de tierras se liberaron de los derechos consuetudinarios del campesinado sobre los bienes comunales, siglos atrás. En cierto sentido, podemos afirmar que el cercamiento nunca se ha detenido, sino que sencillamente, ha cambiado de nombre, primero encarnado en la destrucción creativa y, más recientemente, en la disrupción.
Inseguridad existencial vs. inseguridad producida
Hoy asistimos a una era de inseguridad que no deja a nadie indemne. Se cuentan por miles de millones las personas que viven en condiciones muy duras, expuestas a la violencia y a la falta de recursos básicos, a las deficiencias estatales y al calentamiento climático. Por fuerza, su vivencia de la inseguridad es distinta de la de aquellos de viven en sociedades más prósperas, estables e hiperconectadas. Y, sin embargo, también en las partes más prósperas del mundo, se experimenta la inseguridad de manera generalizada.
Reconocer nuestra inseguridad existencial compartida y comprender cómo se usa actualmente contra nosotros puede ser un primer paso para forjar la solidaridad que constituye, al fin y al cabo, una de las formas más importantes de seguridad que podemos poseer
Es esta una inseguridad que tiene que ver con el miedo a la movilidad social descendente, la pérdida de estatus social y del sentimiento comunitario, y la ansiedad general sobre lo que depara el futuro. Una encuesta reciente publicada por Gallup revelaba que un 22% de los trabajadores encuestados en EEUU estaban preocupados por la posibilidad de que los avances tecnológicos hagan que sus trabajos queden obsoletos en un futuro próximo, una cifra que refleja un incremento del 7% desde 2021[5]. Y no es trivial que este aumento corresponda sobre todo a trabajadores en activo y con educación universitaria, el 20% de los cuales expresaron «miedo a quedar obsoletos» (FOBO, por su sigla en inglés), frente al 8% registrado en anteriores sondeos. En paralelo, la preocupación de los trabajadores sin formación universitaria se mantuvo estable en el 24%. Cabe señalar también que en ninguno de estos casos, el factor género es diferencial, ya que las mismas preocupaciones son compartidas tanto por hombres como por mujeres.
Cultivar abiertamente esta inseguridad se ha convertido en parte de la lógica que opera la economía. En 1997, el entonces jefe de la Reserva Federal de Estados Unidos, Alan Greenspan, escribió un artículo para el New York Times en el que afirmaba que «los trabajadores han estado tan preocupados por mantener sus puestos de trabajo que no han tenido tiempo de exigir aumentos salariales, lo que en la práctica ha bastado para contener la inflación, sin que fuera necesaria la restricción adicional de aumentar los tipos de interés». Y en esta interpretación económica no ha estado solo. La actual secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen, manifestaba en una nota interna dirigida al propio Greenspan, en 1996, que «la inseguridad laboral produce cambios en el comportamiento de los trabajadores que mejoran la productividad, mitigando la necesidad de controles adicionales»[6]. En su opinión, este podría ser un factor lo suficientemente fuerte como para evitar la «reacción violenta de los trabajadores» ante el deterioro de las condiciones laborales. La inseguridad manufacturada, en otras palabras, ayuda a la causa de la patronal, que busca reducir los costes laborales y la movilidad de los trabajadores.
Y esto se demuestra también cuando se invierte la dinámica. En momentos en que el ambiente es menos represivo y perjudicial para los trabajadores, sus expectativas aumentan. Valga como ejemplo el aumento súbito de la ayuda federal estadounidense a la renta en respuesta a la pandemia de la COVID-19. Gracias a ella, millones de personas alcanzaron la suficiente seguridad material para abandonar puestos de trabajo en los que habían experimentado falta de respeto, maltrato, infelicidad, aburrimiento, mala remuneración o imposibilidad de progresar, lo que dio lugar a una tasa de renuncia histórica. Solo en Estados Unidos, donde se acuñó el término de la «Gran Renuncia», se estableció un récord histórico cuando 4,5 millones de trabajadores abandonaron su empleo en tan solo un mes, cantidad equivalente al 3% de los empleados del país. Por un breve lapso, la inseguridad que genera el miedo a perder el empleo disminuyó considerablemente y, como respuesta, algunos bancos centrales intervinieron y elevaron los tipos de interés, debilitando la capacidad de negociación de los trabajadores (aunque el pretexto era luchar contra la inflación). En paralelo, los políticos se movieron rápidamente para cerrar los programas de asistencia por la pandemia, una maniobra ampliamente elogiada por los empleadores.
Esta inseguridad manufacturada tiene como trasfondo una teoría cínica de la motivación humana, según la cual las personas trabajan solo bajo coacción y no desde un deseo intrínseco de crear, colaborar y cuidarse mutuamente. El «estresante problema de la inseguridad» ‒explicó hace décadas el economista John Kenneth Galbraith‒ es un componente fundamental del competitivo sistema económico actual, que adopta la forma de «desempleo temporal para el trabajador», por un lado, y de «insolvencia ocasional para el terrateniente o el empresario», por otro. «La zanahoria de la recompensa pecuniaria», escribió Galbraith, «debe ir acompañada por el palo del desastre económico personal»[7].
Este palo siempre azuza. Incluso cuando se alcanzan los rangos profesionales más altos y se acumula una riqueza sustancial, no es posible darse el lujo del descanso. Hoy en EEUU, incluso los relativamente afortunados temen caer en un estado de precariedad o de pobreza: el negocio puede venirse abajo de repente, el trabajo puede ser automatizado o deslocalizarse, la inversión en una cuenta de jubilación puede desvanecerse, puede desplomarse el valor de la vivienda o un miembro de la familia puede ser diagnosticado de enfermedad grave. Cualquiera de esas circunstancias aniquila la seguridad económica de un hogar estadounidense de clase media de la noche a la mañana. A ello se suman otros factores mucho más impredecibles, y con idéntico resultado, ya que se puede ser víctima de una catástrofe natural devastadora o de una nueva pandemia mortal. Como se observa en el siguiente apartado, hoy la inseguridad afecta a todos, incluso a los que están en la parte superior de la pirámide de ingresos.
Desigualdad fractal
En esta sociedad de extremos económicos y de desigualdades, incluso los más prósperos tienen miedo de perder rango y valor, tanto en términos de ingresos como de autoestima. Esto es lo que la escritora Barbara Ehrenreich, en su estudio de 1989 sobre la psicología de la clase media, describió como el «miedo a caer»[8], y que mantiene a todos intentando encaramarse hacia arriba.
La insatisfacción de sentir que no se posee lo suficiente ‒incluso cuando objetivamente se tiene mucho‒ no es solo una reacción espontánea al ver a otros con más; es más bien la consecuencia de vivir en un mundo inseguro y lleno de riesgos, en el que no hay límites superiores ni inferiores a la riqueza y a la pobreza. Sin control (o más bien, sin impuestos), la espiral del fractal nunca termina, como deja claro el elenco de multimillonarios de Silicon Valley que compiten incesantemente por la fama y el poder.
Los economistas llaman a esto «desigualdad fractal». Quien está endeudado mira a quien tiene cero dólares, que a su vez se fija en quien tiene 50.000 dólares, que a su vez mira al que ha alcanzado las seis cifras, y quien, a su vez, envidia al que tiene el doble de activos. Para todos los que están atrapados en la vertiginosa espiral del fractal, la sensación es de una inseguridad abrumadora.
El filósofo Jeremy Bentham escribió sobre el «miedo a perder» y cómo la propia riqueza se convierte en una fuente de preocupación. Al fin y al cabo, los activos deben protegerse y aumentarse para que las fortunas no disminuyan ni se pierdan: «Cuando la inseguridad llega a cierto punto, tenemos tanto miedo a perder lo que tenemos que somos incapaces de disfrutarlo. El empeño por conservar lo que se tiene nos condena a todo tipo de precauciones tristes y dolorosas que, aun con todo, pueden ser insuficientes»[9]. Bentham se refería al dinero y los objetos, que pueden ser pasto de los ladrones, pero podría haber hablado del mismo modo del estatus que, aunque imposible de robar, nunca está asegurado.
Bentham también escribió sobre la «disposición natural a mirar hacia adelante» del ser humano. Esta disposición, dijo, es la que permite que nuestra especie transforme momentos discretos de nuestras vidas en una narrativa coherente, que conecta el pasado, el presente y el futuro. «La sensibilidad del individuo se prolonga a través de todos los eslabones de esta cadena»[10]. Lo que él llamó el «principio de seguridad» ayuda a dar coherencia a nuestras experiencias y a que los acontecimientos sucesivos se ajusten a nuestras expectativas. En ausencia de seguridad, los hilos que conectan lo que ha sucedido con lo que sucederá, desaparecen. Esta es la razón por la que términos como «inseguridad alimentaria» o «inseguridad sanitaria» son más abarcadores que otros, aparentemente homónimos, como «hambre» o «enfermedad», puesto que incorporan el sentido del tiempo al ir más allá de las necesidades inmediatas. La seguridad requiere de una promesa de estabilidad futura y nos permite planificar con anticipación.
Otro rasgo insidioso de la inseguridad es que, a diferencia de la desigualdad, la inseguridad es subjetiva. Los sentimientos rara vez se ajustan racionalmente a las estadísticas; no hace falta tocar fondo para sentirse inseguro, ya que el miedo a la privación es casi tan efectivo como la privación en sí misma. A diferencia de la desigualdad, que ofrece una instantánea de la distribución de la riqueza en un momento determinado del tiempo, la inseguridad abarca el presente y el futuro, anticipando lo que puede venir después.
De la inseguridad a la solidaridad
Aceptémoslo, nunca seremos capaces de librarnos por completo de la inseguridad existencial. El sentimiento de vulnerabilidad es intrínseco a lo que significa estar vivos. Sin embargo, no es ese el caso de la inseguridad fabricada, que dista mucho de ser inevitable y que, a pesar de ello, aumenta significativamente en el mundo actual.
Los mismos acontecimientos que han impulsado la desigualdad en las últimas décadas ‒incluida la desregulación de las finanzas y las empresas y el declive del Estado del bienestar‒ han aumentado la inseguridad en todos los ámbitos. Mientras que los relativamente privilegiados buscan formas de protegerse del riesgo o de aprovechar, incluso, las crisis periódicas en su propio beneficio, lo cierto es que tampoco ellos están al margen de la angustia general, de la tiranía del clima y del aire contaminado que respiramos todos. Esto significa que todos tenemos mucho que ganar de una reformulación de las reglas y de una reflexión profunda acerca de posibles nuevas formas de alcanzar la seguridad.
Para esta reformulación, se requiere un esfuerzo concertado y colectivo. En lugar de volvernos unos contra otros, deberíamos tratar de canalizar la inseguridad de manera constructiva. La indignación ante este sistema que crea y explota nuestros miedos y ansiedades puede fortalecer los movimientos existentes y aglutinar otros nuevos, forjando coaliciones poderosas y en expansión que persigan formas colectivas de seguridad, basadas en el cuidado y la atención, en lugar de la desesperación y la angustia.
Más que como patología, mi propuesta es que veamos la inseguridad como una oportunidad. La inseguridad es una fuerza que puede empujar en dos sentidos: o bien a canalizar la empatía, la humildad y la pertenencia; o en sentido contrario, puede espolear las reacciones defensivas y destructivas. Se puede hallar solidaridad y resiliencia en lo colectivo, cultivando una «ética de la inseguridad», que acepte nuestra vulnerabilidad y busque una protección de carácter público frente a nuestros problemas. O por el contrario, retirarnos a la seguridad del búnker, protegiendo nuestras posesiones y a nosotros mismos detrás de muros y armas.
Todos necesitamos protección contra los peligros de la vida, ya sean naturales o provocados por el ser humano. La simple aceptación de nuestra vulnerabilidad mutua, de que todos necesitamos y merecemos atención a lo largo de la vida, tiene implicaciones potencialmente transformadoras. Remendar la red de seguridad social no solo contribuiría en gran medida a reducir el estrés y la tensión que aflige a muchos hoy en día, sino que, además, una línea de base de seguridad material podría permitirnos encarar la inseguridad existencial con compasión e incluso curiosidad.
Reconocer nuestra inseguridad existencial compartida y comprender cómo se usa actualmente contra nosotros puede ser un primer paso para forjar la solidaridad que constituye, al fin y al cabo, una de las formas más importantes de seguridad que podemos poseer: la de enfrentar juntos las dificultades compartidas como seres humanos en este planeta en crisis.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Clark, John. General View of The Agriculture of The County of Hereford: With Observations On The Means Of Its Improvement. Londres: Colin McRae, 1794.
Denning, Michael. «Wageless Life», en: Eckert, Andreas, Global Histories of Work: Berlin De Gruyter Oldenbourg, 2016.
Ehrenreich, Barbara. Fear of Falling. Nueva York: Pantheon Books, 1989.
Galbraith, John K. The Affluent Society. Boston: Houghton Mifflin Harcourt, 1998.
Neocleous, Mark. Critique of Security. Edimburgo: Endinburgh University Press, 2008.