INÉS ARCO ESCRICHE
Investigadora, CIDOB
La creciente popularización del término Sur Global también ha llegado a Beijing. En una realidad internacional adversa, marcada por la competición con Washington, unas relaciones a la baja con Europa y una animosidad al alza en su vecindad, China ha reconfigurado su política exterior hacia su «Sur». Si bien las cuestiones geopolíticas y domésticas son fundamentales para entender por qué China otorga la relevancia actual a estos países, sería un error descartar los vínculos históricos y afectivos comunes del pasado. Los lazos de Beijing con las naciones de África, Asia y América Latina –primero, bajo el apelativo revolucionario del Tercer Mundo, sustituido por el término economicista «países en desarrollo» y, actualmente, por el Sur Global– fueron construidas en paralelo a los procesos de independencia, desarrollo identitario y construcción nacional tanto de la República Popular de China (RPC) como de los estados poscoloniales. Entender las transformaciones históricas de estas relaciones es fundamental para identificar narrativas, precursores y transformaciones de la política exterior china contemporánea.
El maoísmo y el Tercer Mundo
En 1974, Mao Zedong expuso su teoría de los tres mundos en una conversación con el presidente de Zambia, Kenneth Kanuda: Estados Unidos y la Unión Soviética constituían el primer mundo; Asia, África y América Latina formaban parte del Tercer Mundo; y los países desarrollados, el segundo mundo. Esta conceptualización bebía de las corrientes geopolíticas de la Guerra Fría y del posicionamiento político chino durante las dos décadas anteriores. Por una parte, Beijing denunció el imperialismo estadounidense, especialmente debido al embargo tras la participación china en la Guerra de Corea. Por otra, la ruptura sino-soviética de 1960 bajo divergencias ideológicas y la coexistencia pacífica con el bloque capitalista convirtió a Moscú en un rival por el liderazgo del comunismo internacional y una amenaza en la frontera norte. La etiqueta compartida por Washington y Moscú respondía a un objetivo claro: esta división del mundo separaba a poderes imperialistas de antiimperialistas, opresores de oprimidos.
Sin embargo, la visión china del Tercer Mundo no era pasiva, sino de potencial transformador. Así también existía un genuino compromiso internacionalista y de apoyo a movimientos de liberación nacional desde la fundación del país en 1949. En la Conferencia de Bandung de 1955, las autoridades chinas consiguieron reunir apoyos para unas relaciones basadas en la no injerencia y la independencia –parte de los Cinco Principios de Coexistencia Pacífica– pero también en la resistencia antimperialista y anticolonial. Desde entonces, China empezó a enviar ayuda al desarrollo y no dudó en ofrecer su apoyo a causas anticoloniales tan lejanas como la de Argelia o la revolución cubana. Asimismo, China estableció múltiples organizaciones para intercambios culturales y diplomáticos no oficiales, junto con la organización de visitas al país con lideres, intelectuales de izquierdas y aliados ideológicos –como el Che Guevara, miembros de las Panteras Negras o Yasser Arafat–. En paralelo, el número de países que reconocía a la RPC también aumentó.
Para Mao y sus aliados avivar el fervor revolucionario en Asia, África y América Latina era crucial para la propia revolución china y su legitimidad doméstica. El reconocimiento de Beijing de movimientos insurgentes alrededor del mundo, no solo como un potencial aliado, sino también como modelo y guía ideológico, contribuyó a fortalecer la veneración de Mao dentro y fuera de China. En la década de 1960, Zhou Enlai visitó diez países africanos y, a su vez, centenares de insurgentes recibieron adiestramiento militar en China. Además, la producción propagandista en otros idiomas no descansó: entre 1966 y 1967, el Libro Rojo de Mao llegó a más de 100 países. Sin embargo, el apoyo indiscriminado a cualquier movimiento abanderado del maoísmo llegaría a convertirse en un descarado ejemplo de intervencionismo que llevó a estrepitosos fracasos diplomáticos, especialmente en los países poscoloniales de África y Asia.
No sería hasta 1971 cuando la RPC obtuvo el asiento de Naciones Unidas a expensas de la República de China, afincada en Taiwán. Este hito fue resultado del apoyo de países del Tercer Mundo a la candidatura de Beijing. La nueva etapa marcaría una normalización de las relaciones de China con decenas de países del mundo, incluido Estados Unidos, pero también sería el principio del fin de una política exterior altamente ideologizada.
En un momento de mayor ambición china, los países del Sur Global son más necesarios que nunca en la reforma del sistema internacional
De Deng a Hu: los países en desarrollo como base
Con la muerte de Mao, el liderazgo chino bajo Deng abandonó el énfasis en la «lucha y la revolución» para promover «la paz y el desarrollo» en su política exterior. Este cambio no fue solo propiciado por el ansia de modernización enmarcada en la política de reforma y apertura, sino también por la ola de normalización diplomática entre la RPC y los países occidentales y, más significativamente, la invasión soviética de Afganistán, que avivó en Beijing la percepción de Moscú como una amenaza.
Como resultado, Beijing priorizó mantener buenas relaciones con todos los países –especialmente con Occidente, de quien dependía la inversión, ayuda al desarrollo y transferencia de tecnologías– y apoyar una solución pacífica de los conflictos, aunque sin resistirse a tildar de imperialistas a las dos superpotencias. Irónicamente, las reformas económicas chinas dinamitaron sus relaciones con movimientos maoístas –como Sendero Luminoso en Perú o el Partido Comunista de Filipinas– que apenas unos años antes habían sido protegidos por Beijing.
Pero los países de Asia, África y América Latina volverían a ser esenciales para China en las próximas décadas. Primero, la represión violenta de las protestas de Tiananmen en 1989 y el subsecuente aislamiento internacional de China daría nuevo ímpetu a las relaciones con los países en desarrollo. Segundo, estos países se convertirían en los destinos prioritarios de la estrategia Going Out de finales de los años noventa que buscaba la internacionalización de empresas chinas, el acceso a nuevos mercados y la obtención de recursos naturales necesarios para el crecimiento económico. Muchos de estos países, olvidados por las potencias occidentales, se convirtieron en terrenos de experimentación de esta política y permitieron a Beijing reforzar relaciones políticas bajo la lógica de cooperación Sur-Sur. Para fortalecer estos vínculos, además, la RPC empezó a crear cumbres de diplomacia regional con el fin de garantizar una mayor coordinación, como el Foro de Cooperación China-África (2001) o el Foro CELAC-China (2015), con iniciativas similares con los países árabes o las islas del Pacífico.
Poco a poco, en el proceso de desideologización de la China posmaoísta el Tercer Mundo fue desapareciendo de los discursos oficiales. Según Teng Wei, profesora de la South China Normal University, la categoría del Tercer Mundo pasó de ser una fuente de orgullo identitario a una marca de infame subdesarrollo de la que deshacerse (véase Teng Wei, «Third World» en: Sorace, Christian; Franceschini, Ivan y Loubere, Nicholas (eds.). Afterlives of Chinese Communism. Australian National University, 2019). En ese ímpetu de modernización, el término «país en desarrollo» favorecía una visión economicista y desligada de ideología. Los países en desarrollo se convertirían entonces en «la base» de la política exterior china, en palabras del antiguo presidente Hu Jintao, mientras China construiría su nueva identidad como «el mayor país en desarrollo».
El Sur Global supone casi el 40% del comercio global chino y, desde 2020, representa tres cuartas partes de la inversión directa china
Xi y la «nueva era» del Sur Global
Este empeño ha dado sus frutos: actualmente, el Sur Global supone casi el 40% del comercio global chino y, desde 2020, representa tres cuartas partes de la inversión directa china (véase Arco Escriche, Inés y Burguete, Víctor (eds.) China y el Sur Global: viejos amigos, nuevas dinámicas. CIDOB Report 11, 2023). Si bien las lógicas de apoyo al desarrollo suponen una continuidad de las relaciones entre China y Asia, África y América Latina desde la década de 1950, la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por su sigla en inglés) lanzada en 2013, ha elevado la importancia de estos estados para la política exterior china. Sin olvidar que su objetivo inicial era conectar el gigante asiático con Europa, el BRI ejemplifica las nuevas dinámicas entre Beijing y los países del Sur Global, basadas en la promoción de la conectividad, el desarrollo de infraestructuras, una mayor relación comercial y de inversiones –en muchos casos, asimétrica– y de ayuda al desarrollo. Y, aunque no son pocas las críticas a este modelo, más allá de ser concebido únicamente como un mecanismo de expansión del poder chino también lleva en su genética la creencia histórica de apoyar a otros países a ser autosuficientes –es decir, independientes económicamente de Occidente–. En algunos casos, mediante nuevas dependencias con Beijing, pero en otros, ofreciendo una capacidad de diversificación que ha aumentado el margen de maniobra de estos países en el sistema internacional.
Y esta mayor autonomía es lo que explica este renovado interés de Beijing en el Sur Global. Las respuestas dispares de Europa y Washington a las guerras de Ucrania y Gaza han ahondado en la alienación entre Occidente y el Sur Global, creando resquicios de crítica al orden mundial, ahora cooptados por Beijing. En un momento de mayor ambición china, los países del Sur Global son más necesarios que nunca en la reforma del sistema internacional liberal –de ahí el énfasis en «un nuevo momento del Sur en la gobernanza global»–. El apoyo de estos estados para los nuevos marcos de gobernanza chinos –como la Iniciativa Global para el Desarrollo o la Iniciativa Global para la Seguridad– es esencial para su legitimidad, como lo fue también Bandung. En su propuesta para reformar la gobernanza global publicada en 2023, las élites de Beijing llamaban a «remediar las injusticias históricas» de la falta de representación y respuestas políticas que tuvieran en cuenta las necesidades de los países en desarrollo. Pero el liderazgo y el cambio político solo ocurre cuando es aceptado por todas las partes. ¿Conseguirá China movilizar a estos países mediante las narrativas de solidaridad, historia y vindicaciones comunes frente a un Sur Global más selectivo y autónomo, decidido a resistirse a formar parte de una nueva bipolaridad entre Washington y Beijing?