ANDREA PAGANINI
Analista en prácticas, Centro Común de Investigación, Comisión Europea
A pesar del optimismo latente en la Agenda 2030 de la ONU, cuyos objetivos deberían alcanzarse en esta década, el mundo se ha visto golpeado por inusitados elementos de desestabilización. Como refleja el Dossier 2020 de Deutsche Bank Research, la época actual ha sido descrita como la «era del desorden», un nuevo gran ciclo estructural que combina una complejidad mal gestionada, vulnerabilidades sistémicas y crisis interconectadas en todas las dimensiones. Aunque, ciertamente, a lo largo de la historia de la humanidad siempre ha existido el desorden ‒hasta el punto que podríamos referirnos a varias «eras de desorden»‒, el desorden actual marca un nítido punto de inflexión en relación con el pasado, ya que en esta década podríamos haber entrado colectivamente, y sin haberlo previsto ni pretendido, en una zona gris que podría calificarse de era de la inseguridad.
Una policrisis globalizada
Este escenario lesivo responde a la peculiar naturaleza del desorden global pues, aunque el desorden siempre ha sido un componente fisiológico de los ciclos de ascenso y colapso de las civilizaciones, por vez primera plantea una amenaza existencial para la civilización humana en su conjunto ‒como apunta la hipótesis de la «bisagra de la historia» planteada por Derek Parfit en 2011‒. Más concretamente, existe una plétora heterogénea de factores de estrés (medioambientales, económicos, sociales, políticos, jurídicos, tecnológicos y éticos) que se están sincronizando a un ritmo cada vez más rápido. Esta dinámica amplifica de modo no lineal la magnitud de las crisis, que se desarrollan ejerciendo una presión insoportable sobre los individuos y las instituciones sociales.
La síntesis es que, en la era de la inseguridad, los efectos del desorden mundial han producido en el sistema global una policrisis, en la que la interconexión causal entre las crisis desencadenadas en varios (sub)sistemas mundiales está afectando gravemente la evolutividad de la especie humana, a un nivel tal que el Stockholm Resilience Centre habla de las «trampas del antropoceno». La noción de policrisis global sugiere que, a medida que aumenta el número total de crisis que ocurren simultáneamente a escala planetaria, estas se ven obligadas a resolverse de manera más interdependiente, y no de forma aislada. Al interactuar entre sí y reforzarse mutuamente, aumenta la probabilidad de que ocurran crisis posteriores, al mismo tiempo que se exacerban mutuamente sus efectos generales. Las crisis se entrelazan causalmente y se vinculan en un patrón único, cohesivo y «orgánico» en todos los subsistemas mundiales.
Aunque tratamos de abordar y gestionar de la mejor manera posible los impactos de las crisis contingentes, la mayor parte de las vulnerabilidades sistémicas siguen sin tratarse y, por lo tanto, las causas profundas permanecen latentes. De hecho, el Informe sobre los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2022 del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas ‒el único instrumento de seguimiento de la agenda mundial de las Naciones Unidas‒ afirma de forma dramática que estas crisis progresivas e interrelacionadas ponen en grave peligro la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, así como la propia supervivencia de la humanidad (véase el Informe de los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2022, de Naciones Unidas, 2022). Además, el Informe sobre Desarrollo Humano 2021-22 del PNUD afirma que el índice de desarrollo humano (IDH) ha disminuido en el planeta por segundo año consecutivo. Es la primera vez que esto ocurre hacen los 32 años de existencia de este cálculo, y la cifra actualizada supone un deterioro de las condiciones de vida en el 90% de los países del mundo.
Para transitar hacia un mundo menos inseguro, es fundamental que se haga un esfuerzo significativo en el proceso de formulación de políticas para combatir la pobreza
La pobreza mundial como palanca para el cambio sistémico
Ante esta funesta coyuntura, el aspecto más importante para mitigar el riesgo y prevenir las catástrofes es diseñar un sistema menos vulnerable, es decir, prevenir el impacto en su conjunto en lugar de buscar la resistencia a un impacto determinado. Entender el mal diseño y la mala gestión, así como la interconexión e interdependencia de nuestro mundo globalizado, es de vital importancia para identificar puntos que merecen una profunda transformación. En Thinking In Systems, Donella Meadows describe estos puntos como «lugares del sistema en los que un pequeño cambio podría dar lugar a un gran cambio de comportamiento» (véase Donella Meadows, Thinking in Systems. A Primer, Earthscan, 2008). El sistema global, siendo complejo, no puede ser controlado de manera determinista, pero puede ser administrado o reformado mediante un rediseño sin fin, y ese es el propósito final de manipular un punto de transformación que provoque el efecto deseado.
Al arremeter conjuntamente la era de la inseguridad y la policrisis mundial, queda claro que el punto de transformación más relevante sobre el que intervenir es la pobreza mundial, ya que presenta tres características identificables: es persistente, es masiva, y es sistémica. Por persistente me refiero a que, con independencia del tejido social mundial al que esta se adhiera, queda profundamente inserta en él y no puede obviarse como si fuera un estado volátil de falta de bienestar. Por masiva, me refiero al hecho de que la pobreza mundial tiene un amplio alcance (es decir, que sus ramificaciones se encuentran en una multitud de dimensiones y sectores diferentes) y que es una carga relevante (es decir, es extremadamente perniciosa e impactante para determinar las vidas de las personas, al igual que las trayectorias de los países). Por último, por sistémica sugiero que, con independencia de las especificidades de determinadas evaluaciones situacionales, la pobreza mundial es un hecho social directamente atribuible al funcionamiento del sistema, y no a dinámicas contingentes, locales o transitorias.
De hecho, la pobreza mundial se ha convertido más que nunca en un término genérico que abarca las injusticias y el sufrimiento. Al carecer de una causa lineal e inequívoca, la pobreza se concibe en la actualidad como un problema multidimensional, con consecuencias en cadena y de larga duración. A pesar de ser la máxima prioridad de los ODS de las Naciones Unidas, el estado mundial de la policrisis es tal que la tasa mundial de pobreza extrema pronto puede alcanzar el 7%, lo que frustra aún más el objetivo del Banco Mundial de restringirla a menos del 3% de la población. Es por ello por lo que la pobreza mundial emerge claramente como una gran vulnerabilidad del sistema global en sí mismo: hace que los subsistemas sean más propensos a sufrir fallos encadenados, que alimentan a su vez el estado de policrisis y el desorden mundial, acrecentando la probabilidad de intersecciones entre las diferentes crisis al reducir la resiliencia general. Esto es cierto en todos los niveles, tanto el sistémico como el individual: los individuos se ven sujetos a los mismos patrones en cascada y se vuelven incapaces de constituirse como agentes de resiliencia, convirtiéndose ellos mismos en vulnerables con sus acciones y elecciones.
Conclusiones
Hasta ahora, la pobreza mundial nunca ha estado en el centro de atención cuando se habla de los desafíos globales más urgentes, al quedar oculta tras problemas aparentemente más notables. Esta desafortunada manera de entenderla viene del propio marco institucional global. Incluso si la pobreza mundial está cada vez más relacionada con la justicia y la equidad (gracias al enfoque de las capacidades propuesto por Amartya Sen), sigue de hecho relegada a la dimensión de ayuda o caridad. No se considera per se desde una posición de gestión de crisis o dinámica del sistema.
De ello se deduce que, para transitar hacia un mundo menos inseguro, es fundamental que se haga un esfuerzo significativo en el proceso de formulación de políticas para combatir la pobreza. Quizás la propuesta menos convencional sea la Renta Básica Universal (RBI), es decir, la transferencia de un efectivo incondicional a todos los miembros de la sociedad independientemente de cualquier parámetro (como la riqueza o el empleo). Aunque esta medida eliminaría efectivamente la trampa del bienestar a nivel de diseño, no queda claro si los beneficios superarían los costes, ya que su financiación implicaría el desmantelamiento del bienestar estatal por completo. No obstante, dado que la dimensión ética proporciona una base justificativa de cómo puede y debe abordarse la pobreza mundial, es de esperar que el debate sobre la justicia distributiva planetaria se convierta en un tema cada vez más relevante, como lo demuestra la política mundial de redistribución a través de los tipos impositivos progresivos propuestos por el World Inequality Report 2022.