RICARDO MARTINEZ
Investigador sénior, Programa Ciudades Globales, CIDOB
La recurrencia a la idea de «la era de la inseguridad» en ámbitos tan diversos de nuestras vidas nos recuerda que, en el solapamiento de crisis que parece ser la tónica de nuestros tiempos, las seguridades dadas por hecho en amplios sectores de las economías más avanzadas se resquebrajan progresivamente, abocándonos a un futuro que aparenta ser marcadamente más incierto que nuestro presente. Al ser una mirada hacia una realidad tan compleja, dos perspectivas convergentes pueden ayudarnos a acotar su comprensión. Apuntan, además, a dos fuerzas estructurales que han moldeado nuestro mundo en los últimos cien años.
Por un lado, a pesar de las agendas políticas que se le oponen y de las distintas velocidades que la configuran, vivimos en un mundo globalizado. Entre muchos ejemplos, el impacto de dinámicas transnacionales como el cambio climático y las migraciones nos recuerdan en nuestro día a día como la escala global también tiene una dimensión local intrínseca. A ello se suma el ritmo acelerado de crecimiento de la población urbana, que en 1950 representaba el 30% de la población mundial, y que en 2050 se prevé que alcance el 68%. Nuestro mundo globalizado es también, cada vez más urbano.
Son múltiples las instancias que señalan cómo la era de la inseguridad tiene un cariz eminentemente urbano. Por ejemplo, son las ciudades los principales magnetos de atracción para migrantes y refugiados. Las áreas urbanas, principales productoras de gases de efecto invernadero del mundo, son también las que más deben desarrollar su capacidad de adaptación para proteger a sus poblaciones, infraestructuras y ecosistemas de los efectos del cambio climático. O lo vimos también en relación a la pandemia de COVID-19, cuando la densidad poblacional de las ciudades fue señalada como el factor crítico central de propagación. Por último, es sin lugar a duda su densidad en vidas humanas, bienes e infraestructuras lo que hace que las urbes sean el blanco prioritario de las guerras que asolan el mundo.
La creciente relevancia de las inseguridades en un mundo globalizado hace que cobre cada vez más protagonismo la noción de la resiliencia urbana. Objeto de múltiples definiciones, de forma sucinta se entiende por resiliencia urbana la capacidad de una ciudad en su conjunto de anticipar, absorber y recuperarse de impactos. La tendencia a sufrir de manera progresiva los efectos del calentamiento global hace que la acepción más común de resiliencia urbana haga hincapié en la adaptación a los crecientes impactos del cambio climático.
Es en la comprensión de las dinámicas de nuestro mundo urbano globalizado que podemos apreciar las oportunidades, pero sobre todo las dificultades que entraña la idea de la resiliencia. La actual segunda ola de urbanización es principalmente un fenómeno del Sur Global. Se estima que entre 2018 y 2050 la población urbana mundial crecerá en 2.500 millones de habitantes y que el 90% de este incremento tendrá lugar en las ciudades localizadas en África y Asia. De la reducción de las desigualdades y la prestación universal de servicios básicos a la construcción de economías bajas en carbono, las dinámicas de aglomeración subyacentes a los procesos de urbanización pueden aumentar significativamente la contribución de las ciudades del Sur Global al desarrollo sostenible. Un desarrollo, claro está, que debe ser resiliente al clima. Tal y como describe el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por su sigla en inglés) en su Sexto Informe de Avaluación («Cambio Climático 2022: Impactos, adaptación y vulnerabilidad»), el desarrollo resiliente al clima busca conjugar las urgentes medidas de mitigación y adaptación al cambio climático con las necesidades de desarrollo sostenible.
Es solamente desde la solidaridad y desde una visión de política pública ambiciosa y centrada en el bien común que se podrán abordar las inseguridades de nuestra era
Sin embargo, la materialización de la resiliencia climática urbana está lejos de ser realidad. Los obstáculos en su camino apuntan a la multiplicidad de inseguridades que atraviesan nuestros tiempos. Estas inseguridades emanan de la distancia que media entre el reto al que nos enfrentamos y la correlación de fuerzas actual.
Por ejemplo, si tomamos entre los impactos del cambio climático, la subida del nivel del mar, 896 millones de personas, es decir casi el 11% de la población mundial, vive en zonas costeras bajas expuestas a múltiples riesgos. Es muy probable que, sin medidas de adaptación, los riesgos para el suelo y la población en ciudades costeras derivados de las inundaciones pluviales y costeras aumenten considerablemente para 2100. La responsabilidad de proteger a sus comunidades y bienes supone un imperativo inalcanzable para muchas ciudades del Sur Global. Sus mermados presupuestos se hallan ante la tarea imposible de invertir ingentes recursos para adaptarse a los impactos creciente del cambio climático y simultáneamente solucionar el déficit de infraestructuras y servicios presente y futuro.
La mirada a la resiliencia climática urbana del Sur Global arroja aún más luz sobre las inseguridades de nuestros tiempos si analizamos la realidad de los asentamientos informales. Al estar fuera de la regulación en materia de tenencia de tierras, uso del suelo y edificación, los asentamientos informales son habitualmente considerados ilegales por los gobiernos. Eso dificulta significativamente la disponibilidad de voluntad política, financiación, mecanismos institucionales y datos para hacer frente a sus graves déficits en infraestructuras y servicios clave para la resiliencia, como por ejemplo drenajes pluviales, saneamiento y asistencia sanitaria. Es en los asentamientos informales donde se escenifica la más alta concentración de riesgos y vulnerabilidades. Por un lado, para desalentar las posibilidades de desalojo, estos asentamientos suelen desarrollarse en terrenos poco atractivos para inversores inmobiliarios, bajo riesgos de inundación o derrumbe. Por otro lado, de la construcción de viviendas de baja calidad a la debilidad de las redes de seguridad social, estos riesgos son amplificados por la vulnerabilidad que produce la marginalización socioeconómica de los habitantes de estos asentamientos. El contexto de inseguridades, que deriva de la intersección de riesgos y vulnerabilidades, está destinado a aumentar por la intensificación de los impactos del cambio climático, así como por el futuro incremento de la población en los asentamientos informales del Sur Global. Se calcula que más de 1.000 millones de personas viven hoy en asentamientos informales, con África Subsahariana alojando más de la mitad de su población urbana en este tipo de asentamiento.
Ante el reto al que nos enfrentamos son muchas las transformaciones necesarias para materializar la resiliencia climática urbana. De estas la más llamativa en términos de distancia entre las necesidades y la realidad es, sin lugar a duda, la financiación. En un contexto donde cada incremento de la temperatura media (más aún por encima de los 1,5 ºC de calentamiento global) limita las opciones de desarrollo resiliente al clima, la necesidad de financiación es enorme y urgente. El estado actual de los recursos financieros para la acción climática es un claro indicio para tener una idea del aún menor monto con el que cuentan las ciudades en este ámbito.
La creciente relevancia de las inseguridades en un mundo globalizado hace que cobre cada vez más protagonismo la noción de la resiliencia urbana
Según el estudio de la Iniciativa de Política Climática (CPI, por su sigla en inglés), la financiación climática anual entre 2021 y 2022 alcanzó los casi 1,3 billones de dólares, con previsiones que estiman en más de 10 billones de dólares la financiación climática necesaria anualmente a partir de la próxima década. A este escenario ya de por sí adverso se añaden dos consideraciones de peso adicionales que emergen del estudio de los flujos rastreados. Por un lado, las acciones de mitigación acaparan el 91% de la suma total, dejando un déficit de financiación aún mayor para la adaptación, que depende casi integralmente de los fondos movilizados por el sector público. Por otro lado, el 84% de la financiación climática ha sido recaudada e invertida a nivel doméstico, dejando por consiguiente al grupo de los Países Menos Desarrollados (LDC, por su sigla en inglés), profundamente necesitados de ayuda internacional, con solamente el 3% del conjunto de flujos financieros. Para paliar parcialmente esta situación, los países más desarrollados se comprometieron en la COP26 de 2021 a redoblar el nivel anual de financiación estipulado en 2019 para la adaptación de los países en vías de desarrollo para el año 2025, lo cual no parece que se conseguirá a tenor de la tendencia actual.
El déficit de servicios e infraestructuras de los asentamientos informales de las ciudades del Sur Global, destinado a aumentar considerablemente ante los impactos crecientes del cambio climático, y la dotación insuficiente de recursos para abordar este reto, tal y como demuestra el estado global de la financiación climática, perfilan un contexto marcado por las inseguridades en nuestro presente, y más aún de cara al futuro. Asimismo, la intensificación de los efectos del calentamiento global, el aumento de las desigualdades y el impacto de dinámicas transnacionales como los procesos migratorios, también en las ciudades de las regiones económicas más avanzadas, nos recuerda que el desarrollo resiliente al clima es un imperativo de escala global.
Del mayor peso de determinados países a las contribuciones históricas que han llevado al calentamiento global, al dominio de determinados actores económicos con un impacto tangible en nuestro día a día, como la industria de los combustibles fósiles o de las tecnologías punta, las inseguridades son generadas y distribuidas de forma desigual en nuestro mundo. De ahí también el carácter global que ha de tener la resiliencia. Consecuentemente, si la resiliencia ha de centrarse en la reducción de los procesos que aumentan las vulnerabilidades en nuestra sociedad, es solamente desde la solidaridad y desde una visión de política pública ambiciosa y centrada en el bien común que se podrán abordar las inseguridades de nuestra era.