Francisco Panizza
Profesor de Política Latinoamericana, London School of Economics
El Cambridge Dictionary eligió “populismo” como la palabra del año 2017. Seguramente la elección está relacionada con la asunción de Donald Trump de la presidencia de los EEUU a comienzos del año pasado y a la creciente visibilidad política, penetración electoral y victorias parciales de los populismos europeos en sus diversas manifestaciones, desde el Brexit en el Reino Unido a Alternativa por Alemania, sin olvidar a Víktor Orbán, el populista primer ministro de Hungría, solo por nombrar a unos pocos.
En contraste, en América Latina, una región históricamente fértil para el populismo en sus diversas encarnaciones, este aparece como una fuerza en retirada. En la región el populismo del siglo XXI ha sido asociado principalmente con los gobiernos de los Kirchner en Argentina, de Evo Morales en Bolivia, de Rafael Correa en Ecuador y de Hugo Chávez y su sucesor Nicolás Maduro en Venezuela. No tengo espacio aquí para entrar en la discusión sobre si están todos los que son y si son todos los que están, pero tomándolos como los referentes más visibles del populismo contemporáneo en la región, se puede argumentar que si bien las noticias de la muerte política del populismo en América Latina son prematuras (Maduro sigue aferrado a la presidencia y Morales va camino a disputar su tercera reelección) ciertamente el ciclo de gobiernos populistas ha pasado su punto álgido.
¿Qué explica el declive del populismo en América Latina en una coyuntura en que está en ascenso en el resto del mundo? El citado Diccionario de Cambridge define el populismo como “las ideas y actividades políticas dirigidas a ganar el apoyo de la gente común dándoles lo que quieren”. Si se da veracidad a esta definición, cuando se acaba el dinero para repartir se acaba el populismo. Una posible explicación plausible para la extinción populista es entonces que responde al fin de la bonanza de las materias primas que dio recursos a estos gobiernos para implantar programas asistenciales que beneficiaron a sus bases sociales.
No hay duda que la economía pesa en la generación de apoyos y oposiciones a los gobiernos de turno, sean estos populistas o no. Pero la coyuntura económica es solo parte de la explicación sobre la crisis del populismo en América Latina. La definición del diccionario referida es pues simplista y no se ajusta a las conceptualizaciones más aceptadas del populismo. Para la mayoría de los estudiosos del tema, el populismo es un fenómeno político más que económico, caracterizado por la división del espacio político entre el pueblo (“los de abajo”) y un enemigo común que lo traiciona, oprime o explota.
El populismo en el gobierno se vuelve vulnerable a su propia estrategia
Es fácil percibir que el populismo puede ser efectivo como estrategia de oposición antisistémica. Pero esa estrategia es más problemática cuando, como en el caso de América Latina, los populistas han estado en el gobierno por muchos años. En oposición, la frontera populista permite la agregación de descontentos mediante la identificación de un enemigo común responsable por el malestar social; si tan solo nos libramos de este enemigo (la partidocracia, la Unión Europea, el pantano de Washington) todas las demandas podrán ser satisfechas. Es fácil de percibir que en el gobierno el juego no es tan sencillo. Ni todas las demandas pueden ser satisfechas ni todas las culpas pueden ser cargadas al “enemigo”, sobre todo cuando se gobierna por mucho tiempo. En este contexto, la polarización política generada por el populismo juega en contra cuando los apoyos se desgajan y las oposiciones se unifican. Los populistas no están necesariamente destinados a fracasar en el gobierno pero el populismo en el gobierno se vuelve vulnerable a su propia estrategia. Que Donald Trump y los populistas europeos tomen nota.