Blanca Garcés Mascareñas
Investigadora de CIDOB
Los rohingyas son una de las minorías más perseguidas del mundo. Hasta hace poco tiempo, era también una de las más olvidadas. El último episodio de genocidio, con más de 6.500 muertes y alrededor de 750.000 desplazados, ha puesto a los rohingyas de manera inusual sobre el mapa. Todo empezó el 25 de agosto de 2017, cuando el Ejército de Salvación Rohingya de Arakán (ARSA, por sus siglas en inglés) supuestamente lanzó un ataque contra las fuerzas de seguridad birmanas. Como en otras ocasiones, militares y budistas extremistas respondieron con “operaciones de limpieza” contra la población rohingya. Las Naciones Unidas no han dudado en calificarlo de limpieza étnica; Human Rights Watch ha hablado de “crimen contra la humanidad”.
Los rohingyas son una minoría étnica, mayoritariamente musulmana, en un país predominantemente budista. Se calcula que son más de un millón de personas. Aunque su presencia en lo que es la actual Myanmar está documentada desde el siglo VIII, no cuentan con el reconocimiento de grupo étnico constitutivo de la nación. Al no poder documentar oficialmente su residencia a lo largo de generaciones, son apátridas dentro de su propio país. El gobierno de Myanmar, incluyendo el partido de Suu Kyi, les considera inmigrantes bengalíes, es decir, de Bangladesh, lo que en la práctica les priva de acceso a la sanidad y la educación. Tras los últimos brotes de violencia, especialmente el de 2012, los rohingyas fueron quedando confinados en campos semicerrados.
La animadversión hacia los rohingyas es patente entre la población birmana. Este conflicto étnico-religioso se ha traducido en episodios de conflicto abierto, en parte alentados por determinados líderes religiosos budistas y el ejército birmano. Centenares de miles de rohingyas tuvieron que huir en 1978, 1991, 2012, 2014 y 2017. Mientras que el foco internacional se ha centrado en la tensión étnico-religiosa, no podemos olvidar tampoco el conflicto por la tierra. Tal como recuerda Saskia Sassen, desde que los primeros inversores extranjeros entraron en Myanmar, no han cesado las apropiaciones de tierra por parte del ejército birmano. Entre 2010 y 2013, más de 1 millón de hectáreas habitadas por los rohingya fueron concedidas a proyectos agroindustriales en manos de capitales internacionales, muchos de ellos de origen chino.
Si los éxodos de los rohingyas han sido una constante en la reciente historia de Myanmar, las repatriaciones también. En 1978 la presión internacional forzó al ejército de Myanmar a aceptar su retorno. En 1991 fue el gobierno de Bangladesh quien forzó el retorno de una parte de los rohingyas. Meses después, el gobierno birmano aceptó que ACNUR gestionara el retorno de los que quedaban. Así son las historias individuales de muchos de los rohingyas que se encuentran ahora en Bangladesh, con repetidas idas y vueltas a un lado y otro de la frontera. ¿Qué pasará ahora? ¿Hasta qué punto estamos delante de un nuevo episodio de ida y vuelta?
En Bangladesh está claro que no los quieren. Aunque las Naciones Unidas han alabado su “extraordinario espíritu de generosidad”, el gobierno bangladeshí nunca les ha dado asilo permanente y, tras unos primeros meses, la reducción drástica de la ayuda humanitaria ha acabado forzando su retorno. En Myanmar la cosa todavía es peor. Dice el gobierno birmano que están “listos para aceptarlos en cualquier momento”. Más allá de las condiciones que pone el gobierno birmano, que hacen de la repatriación un retorno selectivo e imposible para la mayoría, la pregunta es volver adónde. Además de la persecución y la exclusión sistemática por parte del Estado, la mayoría de pueblos rohingyas han sido calcinados, cualquier huella de su presencia eliminada. “Tierra quemada se convierte en tierra gestionada por el gobierno”, así lo justificaba un ministro de Myanmar.
Pero los rohingyas tampoco son bienvenidos en otros países. Malasia e Indonesia no solo no se plantean programas de reasentamiento sino que no reconocen como refugiados, ni tan solo como residentes, a aquellos que pudieron llegar por sus medios, a menudo víctimas de redes de traficantes sin escrúpulos. Aquellos países que tradicionalmente sí tenían programas de reasentamiento específico para los rohingyas (Estados Unidos, Australia, Canadá) los han reducido drásticamente: ahora la prioridad es Próximo Oriente y el discurso oficial insiste en que la acogida debe darse en la propia región de origen. Parece pues que nadie está dispuesto más que a la ayuda humanitaria. Sin embargo, la historia muestra que la ayuda humanitaria es siempre insuficiente y corta. Sabemos que hay una relación directa entre la atención mediática y la ayuda humanitaria. Y sabemos también que la atención mediática pasa, aunque sigan ahí.