Gabriel Reyes
Director de desarrollo de proyectos en el CITpax e investigador Asociado del proyecto de investigación sobre políticas STAP-RP de CIDOB
El paso a la denominada década de transformación, constituye un hito en la historia reciente de Afganistán. Solo el tiempo dirá si las bases creadas en los últimos 14 años de intervención internacional son lo suficientemente sólidas para permitir al país salir de la espiral de conflicto y entrar en un círculo virtuoso de consolidación de la paz.
El Gobierno de Unidad Nacional del presidente Ghani se enfrenta a un número abrumador de retos; algunos propios de la nueva andadura que emprende casi en solitario tras la retirada de sus socios occidentales, otros tristemente antiguos y recurrentes. La corrupción, la capacidad limitada de generar ingresos propios para mantener una economía con tasas de crecimiento en caída libre y la inseguridad son posiblemente los más sobresalientes.
El último año ha estado marcado por un recrudecimiento de la insurgencia talibán, ejemplificada por el número récord de víctimas civiles y de las Fuerzas de Seguridad Nacional Afganas (en inglés, ANSF) y por la espectacular toma (temporal) de Kunduz. Pero no todo son victorias en el bando talibán. Tras el anuncio de la muerte del mullah Omar y la sucesión de Akhtar Muhammad Mansour como nuevo Amir ul-Momenin (“Príncipe de los Creyentes”), el movimiento muestra signos de profundas fracturas. El supuesto ataque a Mansour el 2 de diciembre por comandantes rivales, la escisión a mediados de año de un grupo liderado por Muhammad Rasoul, y la alianza de su lugarteniente Mansour Dadullah (fallecido en noviembre de 2015 a manos de hombres de Mansour) con combatientes del EI supuestamente bajo el paraguas de EI, apuntan a una fuerte crisis interna en el movimiento.
Afganistán ha demostrado una sorprendente capacidad de resistencia y se aferra al proyecto de un futuro mejor
Aunque ni el auge de EI, con apoyos y capacidad limitada en territorio afgano, ni las recientes divisiones, conllevarán previsiblemente la caída del movimiento, no hay duda de que afectarán al frágil proceso de negociación. Persisten las divisiones acerca de la vía dialogada y en particular acerca del papel de Pakistán en las negociaciones (ya sean las impulsadas por China, o las entabladas con el gobierno afgano en Murree, Pakistán, en 2015). Por todo ello es poco probable que se consolide un proceso creíble y viable de diálogo en 2016.
El próximo año se augura difícil a la par que crucial. En el plano político, la celebración de las elecciones parlamentarias (pospuestas sine die), la reforma de la constitución a través de la Loya Jirga para acomodar el nuevo modelo gobierno y la figura del CEO, las crecientes diferencias entre los bandos de Ghani y de Addullah, y el aumento de las tensiones étnicas, vaticinan un período turbulento para el proyecto democrático afgano.
En el plano económico, la generación de empleo –especialmente para los jóvenes–, la reducción de la dependencia de la ayuda externa –y la continuidad de esta–, y la consolidación de proyectos nacionales y regionales como el CASA-1000 serán claves para la viabilidad y la supervivencia del país.
Pero no hay duda de que la seguridad seguirá representando el reto inmediato más importante a la luz de la fortaleza de los talibanes y la capacidad todavía limitada de ANSF. La decisión de Obama de mantener una fuerza residual de 10.000 hombres hasta finales de 2016 posiblemente demuestre su valor durante la próxima ofensiva insurgente, que se augura especialmente virulenta.
Pese a todo, Afganistán ha demostrado una sorprendente capacidad de resistencia y se aferra al proyecto de un futuro mejor. Tan solo el apoyo continuado, pero no incondicional, de la comunidad internacional y de sus vecinos podrá consolidar las bases de un país estable. La década de transformación no puede ser la década del abandono y el olvido.