
Rafael Grasa
Profesor de Relaciones Internacionales de la UAB, primer presidente del ICIP (2008-2016)
Desde Aristóteles se viene repitiendo, con matices: “más importante que ganar una guerra o acordar un fin de hostilidades es organizar y construir la paz posterior”. Esa paz no se refiere a la armonía perfecta o a la ausencia de conflictos, inexistente en nuestro mundo, sino a aprovechar el proceso de hacer las paces e implementar lo acordado para abrir una ventana de oportunidad. Es decir, poner en marcha una transición y cambios que permitan a un país y una sociedad gestionar los conflictos sociales, de manera que se interioricen tanto que se garantice la no repetición de un pasado violento y un nivel bajo de violencia cuando menudeen y reaparezcan, como suele ocurrir, nuevos conflictos. De ahí que, en comparación, todos los actores directos del largo proceso (de 10 a 20 años) que va de hacer las paces a construir una paz duradera transiten por diferentes estados de ánimo.
En Colombia, en el caso de la comunidad internacional, en sentido lato (con actores privados y públicos interesados en el proceso), ese estado de ánimo ya ha oscilado: del seguimiento con optimismo y el apoyo constante que han facilitado las negociaciones, a la preocupación prudente que se manifiesta desde principios de octubre (tras la victoria del No en el plebiscito). Eso ha pasado en los pocos meses que van desde el desaliento o “plebitusa”, a cuando se concedió el Premio Nobel de la Paz al presidente Juan Manuel Santos para impulsar una segunda negociación, hasta el momento en que escribo, cuando la vía rápida está en funcionamiento y se acaba de aprobar en trámite legislativo la jurisdicción especial de paz.
Las razones para el optimismo son claras: Colombia es la única buena noticia de la comunidad internacional en los últimos años. El optimismo ha sido compartido por muchos actores y ha tenido manifestaciones diversas. Baste señalar el compromiso con la financiación internacional a la implementación, pese a que Colombia es un país de renta media-alta, y el inusitado y reiterado apoyo unánime del Consejo de Seguridad a la verificación y seguimiento del proceso.
Más incipiente es la preocupación prudente, heterogénea, por los motivos que la alimentan y por su expresión diferenciada en cada actor. Es prudente en un doble sentido: porque todavía no empaña la sensación de optimismo; y porque no se atreve aún a manifestarse con claridad. Cuatro son al menos las razones que la nutren. Primero, comprobar que, acabado el subidón de adrenalina del éxito (en dos fases), la realidad se impone: el acuerdo es ambicioso, complejo técnica y políticamente y exige muchas negociaciones (aunque se llamen seguimiento) para poner en marcha más de 550 compromisos. Todo ello lastrado por la falta de recursos financieros (cuasi absoluta en 2017, algo mejor en 2018), por la maraña burocrática, la (insuficiente aún) dirección institucional unificada en el Ejecutivo y por la apatía y desconfianza de la población (más del 60% de la ciudadanía no confía en que se cumpla lo acordado). Segundo, por la polarización constante entre detractores y partidarios del acuerdo, que imposibilita un bloque político y social amplio y plural que impulse la transición y el cambio, un fenómeno que agudiza la cercanía de las elecciones presidenciales de 2018. Tercero, la lentitud y problemas de implementación de los primeros pasos acordados, evidente en el proceso de creación de las zonas veredales de concentración y en el inicio del desarme. El resultado; erosión de la confianza y quejas de las partes y desencuentro entre ellas, incluyendo la parte internacional del mecanismo de verificación, y en el Gobierno sobre la necesidad de revisar el compromiso de 180 días para su implementación. Objetivamente, salvo aceleraciones imprevistas, hoy parece inasumible. Cuarto, las dificultades de gestión de la violencia directa: con mesas formalizadas de negociación con el ELN, existe cierto pesimismo sobre el posible incremento de efectivos de las FARC-EP que no entren en la desmovilización, o acaben reincidiendo. Y, en suma, por el difícil control de la violencia en muchas zonas del país, como muestra el asesinato constante de líderes sociales o las luchas por el control de zonas de Chocó con alto protagonismo de fuerzas paramilitares.
Existe un riesgo de que la enorme ventana de oportunidad se sustituya por una transición lampedusiana
Para concluir, todo ello aconseja ser muy respetuoso y solidario, pero menos prudente en la enunciación pública de los problemas. Como académico, lo tengo claro: existe un riesgo de que la enorme ventana de oportunidad se sustituya por una transición lampedusiana: que todo cambie para que nada sustantivo cambie realmente. Aún hay tiempo y espacio para impedirlo.