Héctor Sánchez Margalef
Investigador, CIDOB
En el año 2017 la nueva izquierda europea vio cómo se empezaba a cerrar la ventana de oportunidad abierta tras las elecciones al Parlamento Europeo de 2014. Tras los comicios, en la mayoría de países del sur donde estas fuerzas podían tener mejores resultados, el margen de maniobra a corto plazo ha sido limitado. En este escenario, hay tres motivos que explican cómo hemos llegado hasta aquí, dos retos a los que hacer frente para reconducir la situación y un espejo donde mirarse.
El primero de esos tres motivos fue la orfandad de liderazgo en la nueva izquierda europea, causada por la capitulación de Syriza y de Tsipras en Grecia— junto con la defenestración del ala en la que se encontraba Varoufakis— y los resultados de Podemos, en España, más tarde. El exministro de Finanzas griego trató de auparse como líder, pero la histórica división en el seno de las fuerzas de izquierdas (sin importar tiempo ni lugar), sumada a su poca capacidad de influir en la agenda, han frustrado ese paso, aunque su movimiento para democratizar Europa sigue en marcha (DiEM25). A esto hay que sumarle la falta de homogeneidad entre la nueva izquierda y la falta de consenso sobre una agenda europea en la que se solapan iniciativas. De ahí nace el segundo motivo: la mayoría —sino todas— de las fuerzas políticas de la nueva izquierda han prestado más atención a la política doméstica, donde se sienten más cómodas y obtienen una mayor proyección, que a la política exterior, donde, por otra parte, resulta más difícil influir y conseguir rédito electoral. Además, y ahí radica el tercer y último motivo, cuando se ha puesto el foco de atención en la política internacional por parte de estas fuerzas, ha sido, en la mayoría de ocasiones, para equipararlas con los partidos de extrema derecha o para asociarlas con el euroescepticismo. Es evidente que la votación conjunta de ambos polos en temas como el TTIP o el CETA en el Parlamento Europeo, si bien por razones totalmente distintas, no ayuda a marcar distancias; mientras que oponerse radicalmente a las posturas de la extrema derecha en temas como la inmigración no es suficiente para ser considerados eurocríticos en lugar de euroescépticos.
La nueva izquierda debe construir alianzas a nivel nacional para hacer valer su propia agenda en Europa
En lo que respecta a los dos retos mencionados, el primero consiste en que si Tsipras consigue hacer valer la tímida mejora y recuperación que apuntan los números es probable que haga coincidir las elecciones griegas con las del Parlamento Europeo en mayo de 2019. Fue en los comicios europeos de 2014 donde Tsipras anticipó su victoria en las legislativas de enero; fue también en esas mismas elecciones donde Podemos se dio a conocer. Si la nueva izquierda pudiera mantener el mismo número de diputados en el Parlamento Europeo sería simbólico además de útil porque, y aquí un segundo desafío, para ser capaces de influir en las reformas que la UE pendientes, la nueva izquierda necesita presencia en el Parlamento Europeo y abordar la definición de una agenda concreta y compartida. La posibilidad de desarrollar puntos en común con otros grupos progresistas de la cámara es factible en tanto que existe el foro informal Progressive Caucus, que agrupa diputados socialdemócratas, verdes y de la izquierda unitaria.
Mantener la presencia de sus eurodiputados en el Parlamento Europeo es esencial, pero construir alianzas a nivel nacional es el paso fundamental e indispensable para hacer valer su propia agenda. Para ello, el espejo donde mirarse a nivel nacional y actuar en consecuencia debería ser el caso de Portugal. Es probable que las realidades nacionales de cada estado miembro impidan clonar exactamente la alianza portuguesa, pero lo que sí podría ser duplicable es la voluntad de entendimiento entre partidos en la izquierda del arco político para poner en vigor una agenda social que todas las fuerzas progresistas dicen defender.