DANIELA FAZIO VARGAS

Filósofa e historiadora, Universidad de los Andes (Colombia), y estudiante doctoral en la Universidad de Manchester (Reino Unido)

En los últimos años hemos asistido a una proliferación de protestas a nivel global. Marchas en favor de la defensa de causas diversas, como el estatus de los grupos minoritarios, los derechos humanos, en contra de la corrupción de gobiernos, en defensa del clima o reclamando garantías de un futuro equitativo e inclusivo. A primera vista, podrían parecer protestas inconexas y dispares, aunque si hacemos caso a lo que sugiere Donatella di Cesare en Tiempo de la Revuelta, estamos ante una «constelación de estrellas que ilumina el cielo nocturno». Estrellas entrelazadas por la crítica hacia un modo de vida que nos «quita el aliento» y nos hostiga con la precarización y la intensificación de las desigualdades. Así pues, estamos ante una constelación de protestas que comparten el malestar ante un sistema que se sustenta en la violencia, y que no sólo niega la igualdad fundamental entre los ciudadanos, sino que, en muchos casos, también los despoja de su derecho político de existir.

Es preciso cuestionarse en cada momento qué es lo que entendemos como «político», ya que dicha noción evoluciona en paralelo a su contexto social, redibujando cuáles son sus límites y los ámbitos a los que se refiere. Podemos afirmar, por tanto, que a lo largo de las últimas décadas, y con un alcance global, las protestas han sido un motor fundamental de cambio político. No obstante, la historia nos demuestra que el cambio político no queda circunscrito al ámbito institucional, sino que éste se transfiere a la esfera privada, a lo cotidiano y a la forma en que los ciudadanos se relacionan consigo mismos, con los otros y con el mundo. Es por ello que el objetivo de este texto es abordar con mayor detalle este nexo entre la esfera pública y privada, en relación a las protestas y su carácter transformador de lo político. Para ello, me centraré brevemente en tres movimientos de protesta social que han tenido lugar en las últimas décadas: en primer lugar, el movimiento en contra de la reclusión psiquiátrica, que tuvo lugar en el contexto de posguerra en muchos lugares del mundo; en segundo lugar, los movimientos de liberación femenina de los años setenta y, por último, abordaré también el reciente estallido social latinoamericano.

En primer lugar, entre los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, una serie de movimientos antipsiquiátricos abogó por el cierre de los asilos -los también conocidos como manicomios- en diferentes partes del mundo. Exigiendo reformas en el sistema de salud mental, más basadas en la subjetividad de los pacientes y menos en prácticas represivas, los activistas defendían un cambio en la forma de tratar al otro: no eran pacientes necesitados de aislamiento, sino seres con dignidad humana por lo que, en vez de utilizar la coerción y la medicación, se proponía un trato más humano y de espíritu comunitario. Este movimiento, con figuras destacadas como David Cooper, Ronald D. Laing o Allen Frances, se acompañó de protestas que persisten aún hasta nuestros días. Parte de su valor fue señalar que, desde una mirada neoliberal, la psiquiatría cobraba un significado represor del malestar, que podría conducir a protestas, y que, por tanto, tenía un componente político.

Estos movimientos apostaban por reivindicar el derecho político a existir, exigiendo la inclusión de los otrora aislados, en «laboratorios de experiencia» en los que fuese posible materializar esos anhelos utópicos –como sugiere Nick Crossley en Working Utopias–. Ahora bien, la relevancia de estos movimientos no sólo radicó en que se alzaron en contra de un sistema de institucionalización que privaba a los sujetos de su dignidad humana, sino que vino a demostrar que el cambio político puede perdurar en el tiempo aun cuando el nivel de la protesta decrece. Al transformar las concepciones del otro, se reafirmó el derecho a existir de sujetos que, otrora, se consideraban incapaces de adentrarse en la política, reforzando así el principio de igualdad entre personas que, a pesar de su diferencia –como sugeriría Jacques Rancière– gozan del mismo derecho de ser escuchados.

Una segunda aportación importante vino de la mano del movimiento de liberación femenina, que durante los años setenta y a escala planetaria, puso en cuestión no sólo a los actores de cambio, sino la noción misma de lo que supone un cambio político. Cuestionando el rol que previamente les fue asignado, las mujeres afirmaron que sus demandas no eran anormales –en comparación con las de los hombres– o que debieran circunscribirse exclusivamente a la esfera privada. Así pues, en respuesta al argumento de que cuando las mujeres se reunían para discutir su malestar, lo que realmente necesitaban era asistir a terapia, la activista Carol Hanish respondió sarcásticamente que, de ser así, toda la sociedad necesitaría asistir a tratamiento. Similar a como ocurría con los pacientes psiquiátricos, la noción de terapia sugiere la necesidad de una cura cuando, en realidad, lo que hay que transformar son las condiciones objetivas. Cada vez resulta más claro que los problemas privados pertenecen también a la esfera de lo público, de aquí el famoso eslogan acuñado por Hanish: «the personal is political».

Lo que este movimiento reveló –y que se sigue reproduciendo en los años– es que el poder se ejerce tanto en ámbitos institucionales como en los más íntimos, de ahí que haya que poner en tela de juicio la división misma de las esferas –como menciona Gemma Edwards en Personal Life and Politics–. Así, movimientos similares han insistido en ampliar la noción de política más allá del ámbito electoral; ésta debe incluir todo tipo de relaciones que reproduzcan actitudes de dominación, pues los problemas privados son también asuntos públicos –como también sugiere Charles Wright Mills con su noción de imaginación sociológica–.

Este cuestionamiento de esferas, presente con el movimiento feminista desde los años setenta, se ha hecho más patente con el giro digital del siglo XXI. Si bien este último argumento se enfocará principalmente en el estallido latinoamericano, el uso de las nuevas tecnologías y del activismo digital es algo que se ha perpetuado en diferentes partes del globo como herramienta de convocatoria y, también, por el auge del #activismo. Ahora bien, cabe resaltar que la participación digital no se produce de manera aislada de aquella que ocurre en las calles o en las plazas. Como se mencionó al inicio, aunque pareciera tratarse de protestas fragmentadas o dispersas, todas ellas convergen alrededor de un punto focal: la crítica de un sistema que roba el aliento, que despoja a los sujetos de una vida digna y que asfixia a aquellos que debiera proteger.

Las manifestaciones y las protestas son un motor de cambio, que perdura en el tiempo y el espacio

En tercer lugar, de Cuba hasta Chile, una pléyade de actores sociales, de diversa naturaleza, se levantaron frente a un sistema heredado que, no sólo ha profundizado en las desigualdades despojando a los seres de su dignidad, sino que pretende acallar las voces disonantes. El reciente estallido latinoamericano es un buen ejemplo de ello: los manifestantes no sólo protestan en contra de las opresiones del modelo neoliberal, sino también en contra de la violencia de un sistema que responde con perdigones a los cacerolazos, negándoles el derecho a ser igualmente escuchados. De ahí que, estas protestas reclamaran un cambio político que no se limite en el plano gubernamental pues busca modificar la estética y, por tanto, la forma cómo los sujetos se posicionan en la realidad exigiendo un modo diferente de ser y estar en el mundo: de relacionarse y de posicionarse. Buscan modificar la estética al mostrar que, como menciona Rancière, la forma cómo se presenta la realidad es arbitraria y puede ser cuestionada visibilizando actores otrora invisibilizados y haciendo audibles sus demandas.

A través de este análisis pretendemos incidir en cómo las protestas, a partir de la reivindicación de lo público y de la dignificación del ser humano, pretenden modificar «lo político», un término que no debe ser visto como algo ajeno a la vida cotidiana, sino todo lo contrario, una vivencia intima de cuando lo privado se vuelve público. Es también un llamado a abrazar la igualdad, no como una negación o represión de la diferencia, sino desde su comprensión.

Bajo este prisma, las manifestaciones y las protestas son un motor de cambio, que perdura en el tiempo y el espacio más allá de su presencia física en las calles. Incluso cuando la protesta se desvanece o entra en latencia sin haber transformado significativamente la legislación o las instituciones, puede que haya generado cambios en la cotidianidad, en la esfera privada. De hecho, puede ser aún más transformador para la constelación del malestar, que desconfía de las instituciones, por lo que es importante encontrar lugares alternativos para hacer política, lo que exige transformar la estética.

La constelación del malestar modifica la estética cambiando los modos de relación y cuestionando el rol asfixiante hasta ahora sustentado por las instituciones. Así, reclama por ejemplo que las fuerzas del orden garanticen la seguridad, en vez de reprimir y coartar a los ciudadanos; que las instituciones de rehabilitación psiquiátrica reconozcan la dignidad de quienes deben cuidar, en vez de marginalizarlos y oprimirlos; también, que las mujeres puedan ser libres de las dominaciones presentes en todas las esferas de la vida cotidiana. No son pues, manifestaciones y demandas extraordinarias, sino todo lo contrario, reivindican el papel de lo ordinario, de lo común, del día a día. Es lo que, regresando a las palabras de Di Cesare, defiende el “derecho a respirar, el derecho político a existir”.