Magdalena Grono
Directora del Programa para Europa y Asia Central del International Crisis Group (ICG) en Bruselas
El conflicto, que dura ya tres décadas, entre armenios y azeríes, es uno de los polvorines más peligrosos de Europa. La seguridad a lo largo de la frontera armenio-azerí y en la Línea de Contacto en torno a Nagorno-Karabakh y los territorios azeríes adyacentes controlados por los armenios ha sido precaria desde el alto el fuego de 1964. Apenas un puñado de observadores de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) supervisa la línea, una de las regiones más fuertemente militarizadas del mundo. La onerosa y desestabilizadora carrera armamentística agravada desde la primera década del siglo XXI por los beneficios excepcionales del gas y del petróleo azeríes ha sido facilitada sobre todo por Moscú, que vende armas tanto a Bakú como a Yereván. Al mismo tiempo, Rusia copreside, con Francia y EEUU, el Grupo de Minsk de la OSCE, que lidera el proceso de resolución del conflicto. La espiral violenta se ha vuelto cada vez más letal desde 2014, con el uso cada vez mayor de artillería pesada y con la reanudación de los combates en abril de 2016, que han provocado al menos 200 muertes.
Esto supuso una llamada de atención y una oportunidad para galvanizar el estancado proceso de paz. En mayo y junio de 2016, los presidentes Sargsyan de Armenia y Aliyev de Azerbaiyán acordaron adoptar Medidas de Fomento de la Confianza y la Seguridad (MFCS) —incrementar el número de observadores de la OSCE de los siete actuales a doce y crear un mecanismo para investigar incidentes— y avanzar hacia una ronda de conversaciones sustantivas. Pero las negociaciones fracasaron en septiembre de 2016 cuando estallaron nuevos incidentes en la divisoria del conflicto, que se prolongaron hasta los preparativos de una nueva cumbre iniciada en verano de 2017.
En la reunión entre Sargsyan y Aliyev celebrada en octubre de 2017 ambos volvieron a comprometerse a adoptar MFCS y a llevar a cabo una nueva ronda de conversaciones sustantivas. Cabe esperar que la diplomacia pueda impedir una nueva escalada que, en el peor de los casos, podría provocar una conflagración regional, teniendo en cuenta los acuerdos de de Armenia y Azerbaiyán con Rusia y Turquía, respectivamente. Pero también existe el riesgo de que estas reuniones, si resultan improductivas, generen nueva frustración con la diplomacia y tienten al uso de la fuerza para solventar el conflicto.
Para evitarlo, es preciso reanudar las discusiones políticas. Sin embargo, como pasa en muchos conflictos, la seguridad y la política son rehenes una de la otra. El lado armenio insiste en la necesidad de fomentar la confianza y la seguridad antes de discutir un futuro acuerdo. Los azeríes, por su parte, se muestran reticentes a comprometerse a unas MFCS que podrían representar el riesgo de cimentar el statu quo sin antes discutir el contexto de un futuro pacto.
Si no se producen progresos, las personas que viven cerca de la divisoria seguirán siendo vulnerables, y su situación se agravaría rápidamente en caso de una escalada. Unos 7.000 de los 150.000 habitantes de Nagorno- Karabakh viven a menos de 15 kilómetros de la frontera. Y centenares de miles de personas, muchas de ellas desplazadas por los combates de la década de 1990, viven a una distancia parecida del límite del lado azerí. A lo largo de la frontera internacional que separa Armenia de Azerbaiyán, el miedo es palpable. Los trabajadores de las agencias de ayuda humanitaria advierten que en caso de reanudarse los combates no se tendría una consideración excesiva por la vida de los civiles. Para prevenir esta contingencia, una discusión sobre la seguridad no es suficiente. Los aspectos políticos de un futuro acuerdo tendrán que encabalgarse en acuerdos internacionales de seguridad que los garanticen.
Se cumple ahora una década de la posible hoja de ruta para un acuerdo imparcial de Principios Básicos, que siguen siendo aceptados por ambos lados como esqueleto general para un acuerdo. En la práctica, son rechazados por aquellas personas de ambas sociedades cuyas vidas, durante el último cuarto de siglo, y cuyos discursos enconados se ven alimentados por los de sus propios líderes. En tanto que los dos líderes consideren un posible acuerdo solo desde sus propias posiciones, la seguridad y la política seguirán siendo rehenes la una de la otra. Y la seguridad de la región seguirá siendo frágil.