Rafa Martínez
Profesor de Ciencia Política en la Universidad de Barcelona e investigador sénior asociado, CIDOB
No es ninguna novedad afirmar que el sistema político mundial está en transformación radical desde la caída del Muro en 1989 y que entre sus muchos impactos está la más que sutil modificación del contenido de las estrategias de seguridad nacional. No en vano, las amenazas entre estados que, de tensionarse, podían transformarse en un conflicto bélico, hoy son casi residuales. La seguridad entendida como un juego de suma cero ha pasado a mejor vida.
Hoy, las amenazas nos refieren al terrorismo, a los ciberataques, a las fake news, a la desinformación, al crimen organizado, a epidemias y pandemias, al cambio climático. De ahí, que cuando hablamos de seguridad nacional ya ha perdido sentido referirnos a la supuesta máxima de Julio César: Si vis pacem para bellum. En su lugar cobran vigencia nociones como multilateralismo, interoperabilidad, resiliencia, proacción, aproximación integral, coordinación entre administraciones, potenciadores del riesgo, desarrollo y diplomacia. Incluso el concepto de guerra, entendida como enfrentamiento entre ejércitos estatales, también está en entredicho. Hoy uno de los contendientes puede no ser un Estado y hablamos de guerras asimétricas, híbridas, tecnológicas, de zona gris, de cuarta generación, de espectador deportivo. Por todo ello, a nadie se le ocurriría sostener que las Fuerzas Armadas son la única herramienta responsable de la seguridad. Es más, en ocasiones pueden ni ser ya el instrumento más adecuado con el que proveer la seguridad. Hoy en día, ni el ejército es el poder del gobernante, como diría Maquiavelo ni, al estilo de Clausewitz, la guerra es la continuación de la política con otros medios.
¿Qué hacemos entonces con los ejércitos? Una alternativa, que por inocente se deslegitima, es entender que ante la inutilidad de la guerra y la obsolescencia de la misma y de los ejércitos, lo mejor es prescindir de ellos. Otra opción, la que yo sostendré, podemos llamarla la “lógica de las tres r”: implica redefinir sus funciones, redimensionar su volumen y, fruto de ello, reconvertir una parte de sus efectivos.
Cada vez más las Fuerzas Armadas son una herramienta de política internacional de los estados y no ya un mero instrumento defensivo
En el entorno europeo nadie duda que los ejércitos del futuro hayan de ser pequeños, muy flexibles, interoperables con los de sus aliados, fácilmente desplazables, bien equipados y compuestos únicamente por profesionales. Así, a la tradicional misión de protección territorial, se le añade la responsabilidad proteger al Estado y a sus aliados de amenazas externas, contribuir al logro de la estabilidad internacional y participar en operaciones de paz. Cada vez más, las tropas son una herramienta de política internacional de los estados y no ya un mero instrumento defensivo. Ese esfuerzo de redefinición supone, como ya he apuntado, reducir sus activos. Ello implicará menor traumatismo si los estados reconvierten –y lógicamente forman– una parte de la milicia en activos no militares que afronten otras problemáticas, por ejemplo también vinculadas a la seguridad (terrorismo o catástrofes y calamidades).
Tengamos presente que uno de los riesgos de la redefinición es atribuirles funciones de otros cuerpos estatales. Como principio, la expansión de los militares a áreas que no les son naturales es un mal camino; militarizar la seguridad interior o la agenda social es un despropósito. La respuesta de muchas Fuerzas Armadas en América Latina con el fin de no perder ni efectivos, ni financiación, es ofrecerse a realizar cualquier actividad; lo que les descuida de la defensa. Además, pueden estar obteniendo privilegios por acometerlas, lo que implica riesgos nada desdeñables a la gobernabilidad democrática. Por otro lado, no son pocos los gobiernos de la región que por pragmatismo, y alegando emergencia y excepcionalidad, emplean a los militares para casi cualquier cosa. Según mi parecer, ello requeriría la emergencia y la carencia de expertos civiles que puedan afrontarla. Solo así cabría la excepcional actuación militar, hasta que el gobierno prepare recursos que puedan asumirla.
Se debe vigilar que las Fuerzas Armadas no terminen desempeñando alguno de los roles que refuerza la convicción de su innecesariedad: ascensoristas, faroleros o veterinarios. El primero es desempeñar tareas en las que da apariencia de seguridad; pero en realidad, si se materializa un riesgo su participación es inútil. El segundo nos remite a mantener intactas funciones obsoletas. El tercer rol nos remite al veterinario integrado en un hospital para paliar la carencia de médicos. Como medida extraordinaria es comprensible; cuando se mantiene en el tiempo es un dislate.