Camino Montera-Martínez
Investigadora en el Centre for European Reform
A lo largo de la historia, gobiernos, estados y partidos políticos han usado propaganda, extendido falsos rumores o, directamente, mentido, para ganar elecciones, guerras o territorio. La desinformación y las fake news podrán sonarnos a fenómenos nuevos y sofisticados, pero no lo son. Hitler era un maestro de la desinformación. La propaganda jugó un papel fundamental en el genocidio de Rwanda. Y la Guerra Fría se libró, muchas veces, a base de mentiras y medias verdades.
La novedad no es el fenómeno en sí, sino la rapidez y la facilidad con la que cualquiera que tenga acceso a un ordenador puede crear, distribuir y amplificar hechos dudosos o que contribuyan a una narrativa determinada. Internet ha cambiado las reglas del juego democrático: las noticias, fotos y enlaces que se comparten en Facebook, Twitter o Whatsapp contribuyen a moldear las opiniones de muchos usuarios mucho más que, por ejemplo, las noticias de televisión o los escritos de los periódicos. A diferencia de los medios de comunicación tradicionales, los nuevos canales de información no requieren contrastar contenido, lo que hace que este nos llegue casi al instante, muchas veces antes de que las radios, televisiones o periódicos se hayan hecho eco del mismo; la información nos llega, además, casi siempre a través de familiares, amigos o conocidos, con lo cual tendemos a darle más credibilidad y, de paso, a reforzar nuestras propias creencias y las de nuestro círculo de opinión (casi todos nosotros somos “culpables” de privilegiar a aquellos que piensan como nosotros en nuestras redes sociales, y los algoritmos que deciden qué vemos y cuándo sólo refuerzan esas “cajas de resonancia”).
Luchar contra la desinformación y las noticias falsas no es fácil para ningún gobierno. Lo es todavía menos para la Unión Europea que, para tomar cualquier decisión, tiene que poner de acuerdo a 27 estados miembros con experiencias y opiniones muy diversas acerca de, entre otras cosas, Rusia, la necesidad de regular internet, o la relación entre el estado y la libertad de información. La delgada línea entre combatir la desinformación y la censura es, desafortunadamente, muy fácil de traspasar. Por eso, de momento, la Unión Europea prefiere confiar en la experiencia y los recursos de las propias plataformas sociales en lugar de lanzarse al pantano de la regulación y las leyes.
En septiembre del 2018, Facebook, Twitter, Google y otras compañías tecnológicas firmaron un código voluntario de buenas prácticas para combatir la desinformación y proteger los procesos electorales en la Unión Europea. La Comisión europea lleva a cabo revisiones periódicas del código y ha dicho que, en el caso de que este no funcione, se planteará aprobar leyes para gestionar la desinformación, como ya ha hecho, por ejemplo, Francia. De momento, la Comisión no parece muy contenta con el trabajo que las compañías tecnológicas están llevando a cabo al amparo del código y ya les ha mandado varias advertencias oficiales.
La UE también ha creado tres grupos de acción específicos para combatir la desinformación originada en Rusia, los Balcanes o el norte de África y tiene su propia cuenta de Twitter (@EUvsDisinfo) para desmontar mitos sobre la Unión Europea.
El fenómeno de la desinformación es complejo, difícil de atribuir y muchas veces no permite distinguir entre acciones voluntarias (lanzar un rumor falso sobre la política migratoria de la UE, por ejemplo) e involuntarias (contribuir a ese rumor compartiéndolo en redes sociales). Nadie está totalmente a salvo de convertirse en difusor de noticias falsas. Por eso, el enfoque de la UE debería ser dual y centrarse en la fuente del problema, más que en el contenido: por un lado, desmontar las estructuras que financian las campañas de desinformación; por el otro, trabajar en las razones que hacen que los europeos sean tan vulnerables a la propaganda. Porque, al final, el valor de una mentira está en cuánta gente se la crea. Y eso no se va a solucionar cambiando algoritmos.