Enric Juliana
Director adjunto de La Vanguardia
España vivió en 2016 uno de los episodios más singulares de su historia política contemporánea. Diez meses de Gobierno interino, dos partidos nuevos en escena con cien diputados entre ambos, dos elecciones legislativas en seis meses y, al final, la continuidad de la fuerza gobernante. El Partido Popular (PP) sigue siendo el Partido Alfa de las clases medias tradicionales, un bloque electoral que no baja de los siete millones de electores, formado principalmente por personas mayores de 55 años, repartidas de manera bastante uniforme por el territorio español (con la significativa excepción de Cataluña y el País Vasco), con especial protagonismo político en los pueblos, las ciudades medias y las capitales de provincia. La España conservadora y algo más: la que quiere tranquilidad ante la fenomenal aglomeración de incertidumbres. Una discreta paz española mientras el mundo cruje y en Cataluña ondea la bandera independentista. El mal menor. Esa es, muy en síntesis, la oferta de Mariano Rajoy. Esa es la propuesta que ha acabado ganando, porque la amplia corriente de protesta no ha encontrado un partido capaz de aglutinarla y sintetizarla.
El PP se confirma como el Partido Alfa a la espera de acontecimientos y la izquierda queda partida en dos mitades casi iguales. Este es el destilado final de los diez meses de interinidad. Si ese esquema se consolida, el Partido Popular puede asegurarse un largo periodo de gobernación en España, actuando como “Partido Nacional” garante de una estabilidad básica y de una correcta interlocución con los centros de poder europeos. “Partido Nacional” como lo fue durante más de cuarenta años la Democracia Cristiana italiana; como lo fue el gaullismo francés en un periodo de tiempo algo inferior, o la CDU alemana hasta el Bad Godesberg del Partido Socialdemócrata. El partido de orden capaz de congregar a los españoles que no quieren que el país se rompa y que recelan de las dos izquierdas: la moderada –en la que no ven líderes fiables–, y la nueva, que perciben como un peligro radical. “Veinticinco años de paz”, bromeaba un joven dirigente del Partido Popular el pasado mes de enero, al constatar la fortaleza relativa de Rajoy frente a sus adversarios después de un año nunca visto.
En la crisis, cada país europeo parece remitirse a sus mitos fundacionales. España siempre ha sido una desordenada suma de resistencias
Esos diez meses de interinidad han vuelto a poner de manifiesto el más genuino de los pensamientos políticos españoles. El lema del doctor Juan Negrín, el más tenaz de los dirigentes republicanos: “Resistir es vencer”. El aforismo de Camilo José Cela, que conocía bien el país: “En España, el que resiste gana”. La pasmosa capacidad de aguante de Franco, ese autoritarismo frío que supo aliarse con el paso del tiempo. Aguantar, aguantar, aguantar. Toda una mitología nacional que nos transporta a los dramas de Sagunto y Numancia, a las resistencias heroicas durante la Guerra de la Independencia y a algunos de los más trágicos episodios de la Guerra Civil: la resistencia de los oficiales franquistas asediados en el Alcázar de Toledo y la resistencia de los mineros asturianos fieles a la República en las montañas que rodean el puerto de Pajares. En los actuales momentos de crisis, cada país europeo parece remitirse a sus mitos fundacionales. España siempre ha sido una desordenada suma de resistencias.
La partición de la izquierda en dos mitades casi iguales puede ir para largo. El PSOE, demasiado desgastado, no ha podido ofrecer una alternativa tranquilizadora a la gente dispuesta a cambiar de gobierno –ese voto ha sido interceptado en buena medida por Ciudadanos–, mientras que Podemos apostó por el sorpasso (el “adelanto” a los socialistas) y no le salió bien, porque ese partido es todavía percibido como una aventura. Los grandes bloques electorales siguen casi intactos, pero repartidos de manera distinta. El centroderecha se ha fraccionado menos que la izquierda. Han jugado a favor del Partido Popular la inercia del poder, el evidente apoyo de Bruselas, los buenos datos estadísticos de la economía (que no repercuten a la práctica en la vida de mucha gente), la endiablada cuestión de Cataluña y la radicalidad de Podemos.
De la interinidad del 2016 surge una hegemonía funcional de la derecha española, a la espera de acontecimientos.