Fernando Vallespín
Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid
Se nos acaban ya los relatos sobre la tan traída y llevada crisis de la socialdemocracia (Sd). Hay dos de ellos que siguen pareciendo los más convincentes. El primero es el que se fija, paradójicamente, en su éxito histórico, en el haber conseguido realizar sus fines. Después del “pacto socialdemocrático” de posguerra, la Sd pierde ya gran parte de su sentido al haber conseguido trasladar sus aspiraciones a otros grandes partidos europeos, como la democracia cristiana. Gracias a este inmenso logro, la Sd se recubrió de prestigio y consiguió además fortalecerse en las primeras décadas de posguerra.
El otro enfoque, seguramente más certero, es el que imputa a la Sd el haberse olvidado de sus principios anteriores al no haber plantado cara al neoliberalismo insuflado por Reagan y Thatcher y haberse dejarse llevar por el “enamoramiento” de la globalización y de las nuevas estrategias comunicativas de la democracia mediática. Tony Blair y el Centro Radical de Schröder son aquí el mejor ejemplo, aunque a corto plazo consiguieron romper la hegemonía conservadora y conducir a la Sd a nuevos y casi inéditos triunfos. Bien visto, sin embargo, fue ese giro precisamente el que contribuyó a garantizarles el éxito después de vagar durante lustros en la oposición, como atestigua el caso británico.
Lo cierto es que a partir de ese momento la Sd comenzó a perder gran parte del protagonismo del que había disfrutado en épocas anteriores, y la ya entonces vieja formulación de “la crisis de la socialdemocracia” acabó convirtiéndose en una profecía autocumplida.
El “giro neoliberal” propiciado por el New Labour y los que le siguieron pareció quedarse sin armas teóricas para ofrecer una respuesta cuando las cosas comenzaron a ponerse difíciles. Se intentó con la recuperación del discurso de los derechos civiles, como en el caso de la primera legislatura de Zapatero, pero la crisis no hizo sino poner el dedo en la llaga: la Sd carecía de discurso para hacer frente a las crecientes acusaciones de “partido sistémico”, más interesado en el mantenimiento de políticas tecnocráticas que en ofrecer una alternativa a la austeridad y a las desigualdades crecientes resultado de esta nueva fase de la globalización. Y carecieron de respuestas claras frente a otras reclamaciones sociales, siempre incómodas para la izquierda, como la inseguridad frente a la inmigración y la creciente diversidad cultural de nuestras sociedades, el tema principal de los nuevos populismos.
¿Qué debería diferenciar a la socialdemocracia de otras fuerzas políticas?
Por otro lado, el fraccionamiento casi generalizado de todos los sistemas políticos europeos, que parecen haber finiquitado a los partidos de masas, le obligaron a entrar en coaliciones con otros grupos, dando así la impresión de priorizar la “gobernabilidad” sobre la justicia social, al sistema frente a sus ideales tradicionales; lo acabamos de ver en Alemania. Pero el cuerpo ciudadano también se ha fracturado: ya no hay, como en el periodo de posguerra, un sector social plenamente objetivable que sea el destinatario lógico de sus políticas. Y los más necesitados están comenzando a dejarse engatusar por los populismos más que por su antiguo partido de referencia. Por eso, para salir de esta situación de impasse, la pregunta prioritaria debería ser: ¿qué debería diferenciar a la socialdemocracia de otras fuerzas políticas? Volver a recuperar señas de identidad propia, proceder a hacer limpieza de algunos tópicos, definir qué merece ser conservado de su legado y qué es preciso reinventar. En suma, renunciar a lamerse sus heridas por un pasado ya perdido y abordar los retos del futuro. Aunque sea sin ninguna garantía de recuperar el poder a corto plazo. Y esa apuesta quizá se pueda reducir a una sola palabra: Europa.