Irene Bloemraad
Directora de la Berkeley Interdisciplinary Migration Initiative, y profesora de Sociología en la Universidad de California en Berkeley
En su discurso de 2018 sobre el estado de la Unión, el presidente Trump pidió al Congreso la aprobación de una legislación bipartidista sobre inmigración. Su compromiso supuestamente “alejado de los extremos” incluía la legalización y una vía hacia la ciudadanía para más de un millón de inmigrantes indocumentados llegados durante la infancia a EEUU; el fin de la reunificación familiar, excepto para padres e hijos; el fin del programa de visados por diversidad para ampliar los países de procedencia, y el compromiso de gastar 25.000 millones de dólares para reforzar la seguridad fronteriza. Los demócratas criticaron la propuesta.
Meses antes, Trump ya había dado instrucciones para reducir los refugiados autorizados a entrar en el país a 45.000 al año, la mitad de la media anual entre 1980 y 2017, y había puesto fin a los programas que habían proporcionado a determinados inmigrantes derechos temporales de residencia (Estatuto de Protegido Temporal) y que concedían permiso de trabajo a jóvenes indocumentados (Acción Diferida para los Llegados en la Infancia). Además, una de sus primeras iniciativas fue un travel ban prohibiendo a los ciudadanos de una serie de países de mayoría musulmana entrar en EEUU, aún siendo turistas o estudiantes internacionales. Comparado con todas las administraciones anteriores desde los años sesenta del siglo XX, la serie de medidas que abarcan todos los aspectos del Régimen Legal de Inmigración norteamericano no tiene precedentes, como tampoco lo tiene el espíritu anti migratorio subyacente. ¿Ha empezado, pues, una nueva era en la política de inmigración en EEUU?
No del todo; los sentimientos anti extranjeros vienen de antiguo. Desde mediados de la década de 1920 hasta finales de la de 1960, EEUU trató de no dejar entrar a inmigrantes. Incluso en época contemporánea la promesa de Trump de construir un muro fronterizo evoca las peticiones de muchos políticos precedentes exigiendo más recursos para vigilar la frontera con México. Pero aunque sean políticamente muy estentóreas para algunos estadounidenses, tales propuestas no reconocen un hecho migratorio incontestable: a partir de 2009, la llegada de nuevos emigrantes desde Asia superó a la de los procedentes de América Latina. De todos los inmigrantes que llevan menos de cinco años en el país, 2,5 millones nacieron en Asia y 1,7 millones proceden de México, América Central y América del Sur.
La novedad ahora es el ataque sistemático a casi todos los aspectos del régimen migratorio estadounidense, desde la admisión de refugiados a la de turistas, y desde la condena de migrantes indocumentados y temporales hasta los ataques a los inmigrantes permanentes acogidos a la reunificación familiar. Fijémonos en el reasentamiento de refugiados. EEUU tiene una larga historia, ligada a su política exterior, aceptando refugiados —admisión de cubanos y vietnamitas aunque no de salvadoreños y haitianos, por ejemplo. Con el final de la guerra fría, aumenta el margen para que un presidente republicano dé la espalda a esta tradición bipartidista. Pero hasta la llegada de Trump ningún presidente lo había hecho, ni había vinculado tanto la aversión por los refugiados con los musulmanes y con la guerra contra el terrorismo.
Nunca hasta hoy la inmigración ha sido una cuestión tan partidista desde el final de la Segunda Guerra Mundial
La venenosa retórica del Ejecutivo también es nueva, al menos en los últimos tiempos. El lenguaje que el presidente ha utilizado para hablar de los inmigrantes, comparando noruegos (presumiblemente blancos) con unos migrantes (presumiblemente negros) procedentes de unos países “de mierda” de África es más propio de un mitin neonazi que de un despacho de la Casa Blanca. Para encontrar ese tipo de retórica tendríamos que retroceder más de un siglo, cuando EEUU estaba aplicando la Ley de Exclusión de los Chinos, y tratando de impedir la llegada a sus costas de inmigrantes de fe judía o católica mediante cuotas por nacionalidad.
Para los observadores de la política de inmigración y para los que se preocupan por los inmigrantes, inquieta el momento actual. Pero también es verdad que, a diferencia de hace un siglo, los inmigrantes asiáticos pueden obtener la nacionalidad, la gente de color no sufre tanta marginación según las encuestas, y muchos ciudadanos blancos están horrorizados por el ataque a los ideales americanos de la diversidad y de un país forjado como una nación de inmigrantes. La inmigración nunca ha sido una cuestión tan partidista desde después del final de la Segunda Guerra Mundial, pero los que dan la voz a los inmigrantes tampoco han estado nunca tan movilizados. Es muy posible que la política y la retórica públicas cambien de dirección en los próximos dos o cinco años.