Pere Vilanova
Catedrático de Ciencia Política (UB) e Investigador sénior asociado de CIDOB
La crisis de los colonialismos europeos clásicos, es decir los imperios coloniales de Francia, Reino Unido, Bélgica, Portugal, y de modo más limitado Holanda, marcó decisivamente la segunda mitad del siglo XX. Es más, la disgregación de estos imperios fue, entre 1945 y 1975 la principal causa de proliferación de nuevos estados en la sociedad internacional. No olvidemos que en 1945 solo 51 estados fundaron Naciones Unidas, y para 1976 la cifra se había triplicado. ¿En qué medida se resignaron estos imperios a perder su influencia? Les costó mucho y se dio en desigual medida. Por supuesto, los estados recién independizados descubrieron bien pronto que el acceso a la soberanía internacionalmente reconocida no iba a resolver de inmediato los problemas de tipo económico, social, cultural, religioso y otros. En el caso de Francia y el Reino Unido, y en paralelo a la búsqueda de otras formas de intervención o “neodependencia”, se descubrió muy pronto un factor de influencia nada desdeñable. En el caso de España y la mayor parte de América Latina, el instrumento de influencia fue lingüístico-cultural: la lengua castellana, que hoy hablan casi seiscientos millones de habitantes del planeta. Y sería mucho mayor la influencia si España hubiese desarrollado durante casi dos siglos los instrumentos apropiados (las excolonias latinoamericanas, la primera descolonización, data de principios del siglo XIX).
Reino Unido desarrolló la Commonwealth, y Francia la Francophonie, la Francofonía. Para centrarnos en esta última, Francia cerró su descolonización en la segunda parte del siglo XX, pero tuvo muy presente desde el primer día que era crucial mantener canales de influencia en todo su vasto eximperio colonial. En África, en el Sudeste asiático, en partes del Caribe, hablan francés, o creole de derivación francesa, más de mil millones de personas, más de ochenta estados, de los que veinte seis son observadores permanentes y cuatro asociados. El lema, no es extraño; “libertad, fraternidad, complementariedad” (no muy lejano del francés “Libertad, Igualdad, Fraternidad”), y el criterio de vinculación es cuanto menos flexible. No hace falta que la lengua oficial o co-oficial de un país sea el francés, puede tratarse de un uso “social” o “educativo”, por lo que se pueden incluir en la lista de adscritos a países europeos escasamente “afrancesados” como Rumania o Moldova. En este sentido, es significativo que en un país tan alejado de Francia como Afganistán se haya educado una élite entre 1960 y 1975 en el Liceo Francés “Istiqlal” y en l’Allaince Française, con presencia de líderes religiosos, culturales, tribales o de la insurgencia contra la invasión soviética de los años ochenta. Por ejemplo, el famoso comandante Massud se educó en el Istiqlal. Por otra parte, la influencia francesa se extiende al ámbito educativo, institucional y administrativo en países como Argelia, Marruecos o Túnez o Senegal.
Un caso aparte es el de la isla Mauricio, en inglés Mauritius, en francés Ile Maurice. Fue colonia francesa, pero con la caída de Napoleón, si bien Francia retuvo la isla de Reunión, Inglaterra se hizo con la isla Mauricio hasta su independencia en 1969, cuando entró en la Commonwealth. Entonces, ¿qué lengua hablan los mauricianos? Es muy interesante, porque en la Constitución de la isla no se menciona ninguna lengua oficial; la razón es que el 80% de sus habitantes hablan francés y creole (de matriz francesa), el 70% inglés, y pequeñas minorías hablan lenguas nativas. Las leyes se redactan en inglés, pero la Administración despacha en francés e inglés. E Isla Mauricio pertenece a la Commonwealth y a la Francofonía.
Los eximperios coloniales han procurado construir instrumentos de influencia que no parezcan resucitar el viejo colonialismo
Otra influencia reseñable es que en el Caribe, los departamentos y territorios de “ultramar”, Guadalupe, Martinica, etc., son un espejo en el que se miran —con envidia— casi todos los países de la zona.
Como se puede ver, los eximperios coloniales han procurado construir instrumentos de influencia que no parezcan resucitar el viejo colonialismo, pero que permiten (tanto a Francia como al Reino Unido) seguir influyendo en la formación de las élites de estos jóvenes estados. Y las academias militares de St. Cyr (Francia) o Sandhurst (Inglaterra) son un ejemplo significativo de esta estrategia formativa.