PASCAL BONIFACE
Director del Institut de Relations Internationales et Stratégiques
La instrumentalización de las competiciones deportivas al servicio del prestigio o de la propaganda de un país no es un fenómeno nuevo. ¿Acaso no utilizó la Alemania nazi los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936? ¿Acaso no lo hicieron los Estados Unidos y la URSS con sus medallas ganadas para demostrar la superioridad de su modelo? ¿O Nelson Mandela, que usó la Copa del Mundo de Rugby de 1995 para promover la unidad del país tras el apartheid?
Pero, hoy en día, el deporte ha asumido un rango sin parangón en el panorama público del siglo XXI, lo que naturalmente tiene consecuencias en su impacto geopolítico. La globalización, sumada a la importancia que los medios de comunicación conceden al deporte, lo han convertido en un elemento de poder. La televisión por satélite ha liberado al estadio virtual de cualquier límite de aforo. Actualmente, un gran campeón o un equipo de deporte colectivo contribuye más al prestigio nacional, a la influencia de un país y a su notoriedad positiva que los grandes escritores, cineastas o actores. En un mundo en el que la información está cada vez más extendida y menos monopolizada por los gobiernos, en el que, exceptuando a Corea del Norte, todas las poblaciones tienen la capacidad de informarse, la hazaña deportiva se ha convertido en la forma más eficaz de generar popularidad y atractivo. Se trata de una demostración de fuerza que se percibe como positiva, y que permite conquistar los corazones y las mentes, impresionar a la opinión pública mundial; la supremacía deportiva de un país no es objeto de rechazo, sino de admiración.
Las relaciones internacionales son, sobre todo, una relación de poder, entendido este como la capacidad de los actores para actuar en el escenario internacional. En las teorías clásicas, suele definirse como el medio para imponer la voluntad propia a otro actor. El Estado A, que es más poderoso que el Estado B, puede obligar a este último a hacer lo que no habría hecho voluntariamente.
A principios de los años noventa, Joseph Nye estableció una distinción que se ha convertido en un clásico entre el hard power y el soft power –poder duro y poder blando. El primero emplea medios económicos y militares por parte de un país para hacer que otros hagan lo que él quiere. El soft power consiste en conseguir el mismo resultado mediante un efecto de atracción, de influencia y de persuasión. Nye determinó que era más fácil y menos costoso para un país dirigir a otros cuando estos tenían la sensación de que querían lo mismo que él o tenían intereses compartidos. El soft power es el atractivo, la imagen positiva, la popularidad.
¿Y qué tiene que ver el deporte con esto? ¿Se trata de un nuevo criterio de poder? Es cierto que el deporte mantiene relaciones históricas con el poder militar; el barón Pierre de Coubertin creó los Juegos Olímpicos de la era moderna, en parte, para que los jóvenes franceses pudieran desarrollar su forma física y ser más aptos para el combate. Los atletas que participaban en los Juegos debían estar preparados física y mentalmente para defender al país; las aptitudes físicas de los prusianos se consideraron decisivas para su victoria en 1870. Más ejemplos: la prueba del pentatlón moderno exige saber utilizar un fusil y una espada, montar a caballo, correr y nadar, todas ellas funciones útiles para un combatiente. De hecho, el adjetivo “moderno” se añadió porque la prueba nunca existió en los Juegos antiguos y nació directamente de la imaginación de Coubertin. Las artes marciales son efectivamente deportes, pero su función de combate es innegable. Tras la Primera Guerra Mundial, el vuelo sin motor y la esgrima se prohibieron en Alemania, que optó por multiplicar las sociedades gimnásticas.
Más alto y más rápido, para ser más fuerte
Hoy en día, el vínculo entre deporte y poder ya no radica en la preparación para la supremacía militar, sino en la de la influencia de un país. Atrás quedó la época en la que el Ministerio de Asuntos Exteriores seleccionaba a los rivales de la selección nacional de fútbol, como en Francia en la década de 1920. Las élites políticas e intelectuales galas no son muy aficionadas al deporte, lo que es una pena, ya que contribuye en gran medida a la imagen de un país. La popularidad de los deportistas beneficia indirectamente a su país, de manera individual o colectiva. Laurent Fabius abrió, con razón, un nuevo camino al hablar de diplomacia deportiva en su discurso a los embajadores en agosto de 2013 y al crear, en otoño de ese mismo año, el cargo de embajador de la “influencia deportiva de Francia”.
Y es que la importancia creciente de la opinión constituye sin duda una importante evolución en el plano estratégico. Como escribió Brzezinski en 2008, “en la era de la globalización, toda la humanidad es políticamente activa1. Esto se debe al auge de la alfabetización, a la subida del nivel de vida y a los nuevos medios de comunicación, que permiten una comunicación horizontal. Se acabó el monopolio de la información vertical.
La consecuencia de esta evolución tecnológica, política y geoestratégica es que la imagen, la popularidad, el prestigio, el atractivo, etc., es decir, todo lo que gira en torno al soft power, se está convirtiendo en una parte esencial de la definición de poder. La fuerza a través del hard power es impotente si no va acompañada de una cierta dosis de soft power, como evidenció el fracaso estadounidense en Irak y Afganistán, a pesar de la abismal diferencia de poder económico y militar entre los contendientes. Incluso los países que oficialmente dicen oponerse a esta idea se han puesto a ello: organizando conferencias, multiplicando las actividades culturales, las campañas de comunicación, lanzando medios de comunicación dirigidos al público extranjero… Y, en el soft power, el deporte ocupa un lugar importante. ¿Qué puede hacer un país para llamar la atención de forma positiva e impresionar a la opinión pública mundial? En el pasado, una demostración de fuerza, en particular de fuerza militar, aunque no fuera popular, habría impresionado e infundido respeto. Hoy en día, una acción similar genera condena y provoca ira y rechazo.
El poder deportivo puede acompañar al poder estratégico o actuar como sustituto, pero, además, se ha convertido en un parámetro de este
La construcción de una nueva pirámide (¿o un nuevo Palacio de Versalles?) ya no se vería como la manifestación de un genio nacional merecedor de la admiración de las generaciones futuras, sino como una señal de hubris (aunque menos brutal que una invasión militar) y de un gasto social suntuoso e inútil (o incluso contraproducente). Y, además, el factor tiempo ya no es el mismo. El jefe de Estado que se embarque en un proyecto de este tipo difícilmente asistirá a su culminación y, por lo tanto, no obtendrá de ello réditos políticos… y parece que la vida política, al menos en las democracias, palpita al ritmo de la encuesta más reciente. Ante este panorama, ¿no es acaso el éxito deportivo, en definitiva, una relación eficiente calidad/precio en términos de prestigio y popularidad? La inversión no es tan importante y en cambio el impacto puede ser enorme.
Tomemos el ejemplo de Qatar, que ha invertido de manera masiva en Francia desde principios de la década de 2000. Hasta el verano de 2011, su notoriedad era muy baja. La compra del PSG por 70 millones de euros (una suma ínfima comparada con otras inversiones qataríes en Francia), seguida de otras inversiones más importantes en materia de fichajes, le ha proporcionado un escaparate incomparable: desde entonces todos los franceses saben dónde situar al país en el mapa. Qatar, al haber obtenido la celebración del Mundial de 2022, acrecentará su notoriedad. De nuevo, el deporte es un instrumento de poder, tanto por la organización de competiciones como por las victorias en estas. Es una forma de “continuar la guerra por otros medios”, parafraseando a Clausewitz, cuya frase “la guerra es la continuación de la política por otros medios” es bien conocida. El deporte permite brillar sin agresividad, posibilita dominar siendo popular y provoca admiración y reconocimiento. Todo lo contrario que la dominación estratégica y económica, que siempre provoca resentimiento y rechazo.
El poder deportivo puede acompañar al poder estratégico o actuar como sustituto, pero, además, se ha convertido en un parámetro de este. Algunos países han optado por hacerse un hueco en el deporte para reforzar su reconocimiento internacional (de forma voluntaria y organizada en el caso de Cuba, o cosechando beneficios inesperados en el caso de Jamaica, por ejemplo). Ser una gran potencia implica cada vez más contar con un escaparate deportivo, de lo contrario, la panoplia no está completa. Xi Jinping considera desde hace tiempo que la posición de China en la jerarquía futbolística mundial no es digna de su grandeza. Cree que es una contradicción humillante aspirar a ser la primera potencia mundial y, sin embargo, ocupar una posición subalterna en el deporte rey. China solo se ha clasificado una vez para el Mundial, en 2002, a pesar de que el fútbol es muy popular en el país. Las autoridades chinas se muestran dispuestas a encarar los males que afectan al deporte en el país –en particular la corrupción– para tener una selección nacional competitiva. Ya han logrado atraer a su liga nacional a jugadores estrella de otras ligas con salarios muy atractivos. También van a crear 25.000 escuelas de fútbol y probablemente tratarán de organizar el Mundial de Fútbol de 2030.
Aunque India parece no sufrir todavía por su precaria competitividad deportiva, la comparación con China puede despertar esa inquietud en el futuro en los dirigentes indios. Sin embargo, nos encontramos ante un reto real, no una moda ni un refinamiento intelectual. El deporte se ha convertido en un elemento clave del poder internacional, tal como hemos apuntado y, en resumen, he aquí algunas de las razones: la profunda modificación estructural de las relaciones de poder geopolíticas; la globalización y la relevancia de la opinión pública, incluida la internacional; la necesidad de existir en el mapa geopolítico (cada vez más saturado por la multiplicación de actores internacionales); los nuevos límites de la legalidad y la legitimidad que restringen o hacen que el uso de la fuerza sea contraproducente; y el imperativo de popularidad y de la creación de una corriente de simpatía para tener más capacidad de maniobra y ejercer el poder.
NOTAS
- Brzezinski, Zbigniew. “The global political awakening”. The New York Times, 16 de diciembre de 2008. Accesible en línea: https://www.nytimes.com/2008/12/16/opinion/16iht-YEbrzezinski.1.18730411.html