Luk van Langenhove
Vrije Universiteit Brussel, Institute of European Studies
En el mundo que siguió al Tratado de Westfalia de 1648, los Estados devinieron el núcleo de gobierno de las sociedades europeas. Aún hoy, todos creemos que los Estados son los únicos actores soberanos, lo que significa que, en su territorio, son la única autoridad que tiene poder sobre sus ciudadanos. También son vistos como los proveedores de bienes públicos. La misma noción westfaliana de la soberanía, entiende que por encima del mismo Estado no existe otro poder que no sea el que el propio Estado concede, en base a un acuerdo intergubernamental. Este es el orden mundial que se da por sentado en el mundo en que vivimos.
Pero diversos condicionantes lo están poniendo en cuestión. El primero es que, debido a la presión de la globalización, los estados se están comprometiendo cada vez más en todo tipo de acuerdos supranacionales, que si bien limitan su soberanía, también conforman un sistema de gobernanza global supranacional. Dicho sistema, formado básicamente por Naciones Unidas y las instituciones de Bretton Woods, surgió en el período subsiguiente a la Segunda Guerra Mundial, y aspira a ser un foro planetario para el diálogo y la cooperación entre estados. Pese a todos sus defectos y limitaciones, esto tiene un impacto enorme en el funcionamiento de dichos estados. Pensemos en las reglas comerciales, la ayuda al desarrollo, los derechos humanos y el imperio de la ley, pero también las políticas globales relativas al cambio climático, a los estándares sobre lo que es un trabajo decente, etcétera. Por supuesto, muchas de estas cosas tienen un carácter voluntario, y los estados pueden desentenderse de ellas si consideran que su “interés nacional” está en peligro. De todos modos, el sistema de Naciones Unidas tiene un impacto enorme en la provisión y regulación de bienes públicos.
Un segundo condicionante es la proliferación de planes de cooperación, por los que muchos estados vecinos ponen en común algunos de sus poderes soberanos. De lejos, el plan de integración regional más avanzado es el de la UE, pero hay otros muchos. Es interesante constatar que algunas de estas organizaciones regionales participan crecientemente además en el sistema de Naciones Unidas. La UE, por ejemplo, es miembro de la Asamblea General, un foro en el que tradicionalmente solo tenían escaño los estados.
Muchos estados se enfrentan a presiones descentralizadoras, que hacen que las entidades subnacionales se apropien de competencias propias del Estado
En tercer lugar, muchos estados se enfrentan a presiones descentralizadoras, que hacen que las entidades subnacionales se apropien de competencias propias del Estado central. Incluso algunas grandes ciudades están desarrollando sus propias políticas de gobernanza, incluidas competencias de política exterior.
Estos avances están cambiando espectacularmente el orden mundial westfaliano, porque limitan la soberanía de los estados, y porque difuminan los de gobernanza. Ni las entidades de gobernanza supranacionales ni las subnacionales son estados, pero exhiben una serie de propiedades ”casi estatales”. A menudo pueden actuar como si fuesen estados, y en algunos casos pueden incluso aspirar a convertirse en uno de ellos.
En síntesis, estamos asistiendo a una gobernanza de los bienes públicos cada vez más compleja, en virtud de la cual están en activo no solo los estados, sino también las entidades paraestatales. Esto plantea dos grandes problemas; el primero es cómo han de interactuar las diferentes entidades de gobernanza. Los principios de subsidiaridad o federalismo tienen que ser reinventados y adaptados a la actual realidad. El segundo problema es cómo reconciliar la complejidad de la gobernanza con la democracia y la legitimidad. Sucesos recientes, como el Brexit, el auge de movimientos contrarios al libre comercio y las nuevas facetas del nacionalismo ponen de manifiesto una creciente desconfianza de la opinión pública hacia la gobernanza global y regional, o incluso hacia la política en general. De ahí que es preciso reflexionar sobre el futuro de la gobernanza en un mundo globalizado. Constreñirse a la soberanía del orden mundial westfaliano no es una opción. Sin embargo, la cristalización de un orden mundial postwestfaliano que garantice la prosperidad y la seguridad para todos, tampoco resulta evidente.