Salvador Martí i Puig
Profesor de la Universidad de Girona e investigador asociado, CIDOB
Los derroteros que ha seguido la política nicaragüense a lo largo de la historia son únicos. En poco más de un siglo, Nicaragua ha experimentado una ocupación estadounidense, un régimen liberal oligárquico, una represiva dictadura familiar, un régimen revolucionario de corte socialista, una democracia liberal y, des de 2007 (con la vuelta de Daniel Ortega al poder) un régimen híbrido que combina instituciones formalmente democráticas con elecciones autoritarias.
Muchos pensaban que el retorno de Ortega, del brazo de su mujer Rosario Murillo (ahora vicepresidenta), con consignas esotéricas, gigantes árboles metálicos y estandartes color rosa chicle tenía visos de farsa. Sin embargo, desde mediados de abril del 2018, el país se desliza hacia la tiranía y la tragedia asoma de nuevo.
El día 19 de abril del 2018 estallaron protestas impulsadas por miles de estudiantes que se manifestaban a causa de una multitud de agravios acumulados. Las demandas iniciales se centraban en el rechazo de una reforma en las cotizaciones del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS) y en la pésima gestión del gobierno ante un incendio que asoló parte de la reserva ecológica Indio Maíz. Sin embargo, rápidamente las movilizaciones se transformaron en un rechazo a la forma autoritaria, patrimonial y plutocrática de gobernar por parte de la pareja presidencial.
Estas protestas sorprendieron a todo el mundo ya que Daniel Ortega había gobernado plácidamente durante una década (2007-2017) debido al control absoluto que consiguió tener sobre el FSLN y cada uno de los poderes del Estado, incluyendo la administración electoral; y también gracias a los recursos que le llegaron del ALBA y a la amplia red de alianzas que tejió con las élites tradicionales (incluida la Iglesia católica), y con los Estados Unidos.
Con todo ello, la crisis también era —en cierta forma— pre-visible debido a que el control absoluto de los aparatos del poder y la construcción de un “régimen electoral autoritario” supuso la incapacidad del sistema político nicaragüense de canalizar el disenso. En este contexto, al no permitir una oposición organizada y con voz en las instituciones, cuando el descontento acumulado estalló de forma multitudinaria en abril del 2018 la única respuesta del régimen fue una feroz represión, que se ha cobrado más de 300 muertos y unos 700 presos políticos a día de hoy (febrero del 2019).
Esta represión ha puesto en cuestión la supervivencia misma del régimen de Ortega, pues es muy difícil sostener a medio y largo plazo un gobierno solo con amenazas, exilio y prisión; y más en un contexto internacional tan adverso como el actual. La crisis venezolana, la vocación de injerencia de la Administración Trump y el sesgo derechista de los gobiernos en la región dan cuenta de la relativa soledad internacional del régimen —que sólo cuenta en la OEA con los votos favorables de Venezuela, Bolivia, Barbados, Belice, Haití, Granada, Surinam y Trinidad y Tobago.
Nicaragua está en una coyuntura crítica con consecuencias a largo plazo
Pero más allá de las movilizaciones realizadas en contra de Ortega y de su rechazo internacional, la oposición tiene el reto de elaborar un proyecto amplio y definido. Hasta el mes de agosto del 2018 los llamados de la oposición daban cuenta de una gran pluralidad de sensibilidades ideológicas y políticas, y era difícil pensar en su capacidad para construir una plataforma política unitaria. Posteriormente, cuando disminuyeron las protestas y el gobierno desplegó una represión sostenida y sistemática, muchos opositores (generalmente jóvenes) se refugiaron en Costa Rica y México. Este exilio tiene el reto de organizarse y buscar un programa común para democratizar el país, aunque su capacidad y fortuna dependerá también de desenlaces geopolíticos ajenos a sus quehaceres, como es el caso de la crisis venezolana.
Es necesario señalar que la regeneración de la vida política nicaragüense no pasa solo por organizar unas nuevas elecciones, sino que es preciso recorrer un largo camino. El proceso de des-democratización llevado a cabo a lo largo de la última década no solo ha desbaratado la administración electoral, sino que ha descompuesto y viciado toda la vida partidaria. No será fácil ni rápido para los nicaragüenses recuperar la confianza en la institucionalidad ni en las formaciones políticas. En cualquier caso Nicaragua se encuentra en una coyuntura crítica cuyo desenlace va a tener consecuencias sociales, políticas y económicas durante las próximas décadas.