CLARA ESTEVE PUENTE

Graduada en Derecho y Ciencias Políticas por la Universidad de Barcelona, especializada en derecho internacional público y derecho comunitario

La mala gestión política ante el cambio climático y la incapacidad a escala internacional de poner punto final a las emisiones y al calentamiento del planeta comportan también consecuencias humanitarias, entre las cuales los desplazamientos forzosos de personas. A pesar de que se trata de un fenómeno cada vez más central en la agenda política internacional, aún hoy los refugiados climáticos no están protegidos por ninguno de los principales instrumentos del marco normativo internacional relativos a los refugiados o al medio ambiente, ni tampoco por el Sistema Europeo Común de Asilo de la UE. Ello nos permite afirmar que existe un vacío legal respecto a la protección especial de sus derechos.

Si nos fijamos en la Convención de Ginebra de 1951, que especifica las condiciones necesarias para atribuir el estatus de refugiado y la protección internacional, podemos concluir que incluso con una interpretación extensiva del texto, esta no les da cobertura y, por lo tanto, jurídicamente no es viable reconocerles la protección por esta vía. Como requisito, la Convención pide que haya persecución por motivos de raza, género, religión o de pertenencia a un grupo. Bajo esta premisa, los refugiados climáticos no pueden ser considerados víctimas de persecución en el sentido que reclama la Convención, ya que requiere de una persecución directa o tolerada por parte de los estados y, en el caso de los refugiados climáticos, el agente que motiva su desplazamiento no es un Estado, sino al contrario, a pesar de verse forzados a desplazarse, en muchos casos tienen el amparo legal de un Estado. Podemos afirmar, por tanto, que aunque se ampliara el concepto de persecución por razones climáticas, esta no entraría dentro de los motivos establecidos en la Convención.

Por este motivo, la creación de un nuevo convenio internacional ad hoc constituiría un buen instrumento para orientar de manera holística los diferentes aspectos de esta problemática emergente (climática, humanitaria, de derechos humanos y de derecho migratorio), sin tener que depender de rígidos marcos conceptuales preexistentes y, al mismo tiempo, permitiría asignar obligaciones verticales y horizontales y atribuir un conjunto de derechos y garantías a los refugiados climáticos de manera objetiva y automática. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el hecho de que este nuevo convenio requiera cierta cesión de soberanía y adquisición de obligaciones políticas y económicas por parte de los estados puede ser también un obstáculo importante a la hora de conseguir el consenso y las ratificaciones necesarias para su entrada en vigor. Sin embargo, correría el riesgo de convertirse únicamente en una herramienta de soft law, sin obligaciones vinculantes y con un compromiso limitado por parte de sus signatarios.

Así pues, para que este nuevo convenio pueda devenir una realidad viable jurídicamente, se debe potenciar un sistema de incentivos y un margen de discrecionalidad estatal suficiente para garantizar un mínimo de adhesiones. Cuanto más ambicioso sea el tratado respecto al ámbito de aplicación, exhaustividad y contundencia de las medidas, menor será el nivel de adhesión de los estados así como la implementación y ejecución por parte de los responsables, minimizando de esta forma su impacto real.

Mientras no llegamos a este punto, la vía del derecho internacional de los derechos humanos se ha demostrado como una vía de protección complementaria bastante válida, tal como puso en evidencia el caso Ioane Teitiota contra Nueza Zelanda (2020). En algunos casos, la protección de los derechos humanos ha servido para atribuir a los estados obligaciones de protección del medio ambiente como prerrequisito para el cumplimiento de su obligación de preservar el derecho a la vida y, en otros, se ha pronunciado a favor del principio de no devolución, impidiendo el retorno de los ciudadanos en cuestión al país de origen si hay riesgo de tortura o de sufrir condiciones de vida inhumanas o degradantes. Ahora bien, como se enuncia en el principio de la decisión del Comité de Derechos Humanos de la ONU, su aplicación depende de la existencia de un riesgo por el derecho a la vida o de un trato inhumano o degradante, como está previsto en los artículos 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y 9 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. La jurisprudencia internacional ha llevado a cabo una interpretación exhaustiva de estos conceptos y, de su estudio, hay que concluir que no es siempre automática la inclusión de los perjuicios climáticos dentro de su ámbito de aplicación, sino que son necesarias circunstancias excepcionales (tiene que existir un nivel mínimo de gravedad y comportar sufrimientos físicos o mentales intensos, o bien la humillación de un individuo de manera que se menosprecie su dignidad humana o se despierten sentimientos de miedo o inferioridad).

En consecuencia, el uso del derecho internacional de los derechos humanos como régimen protector subsidiario de los refugiados climáticos no es automático, sino que depende de las especificidades del caso, y no resolvería de manera completa la falta de regulación específica que sufren estos refugiados.

Ahora bien, en el ámbito regional, existen ejemplos de buenas prácticas que demuestran que la cooperación construida en función de relaciones económicas y geográficas preexistentes podría ser un sistema alternativo para encauzar el problema. La Convención de Kampala de 2012 o la Declaración de Cartagena de Refugiados de 1984 son ejemplos de convenios regionales que amplían el concepto de refugiado tal como está previsto en la Convención de 1951, y otorgan también protección a los refugiados climáticos, ya sea incluyendo directamente los desastres naturales en las causas de desplazamientos, o bien condicionándolos a la existencia de conflictos o disrupciones severas en el orden público al funcionamiento normal de las instituciones. Estos instrumentos, en concreto, se han demostrado eficaces para resolver favorablemente solicitudes de asilo, como, por ejemplo, en el caso del terremoto de Haití de 2010 o en el de las sequías de Somalia de 2011.

La cooperación regional y bilateral, por tanto, permitiría llevar a cabo políticas adecuadas a la capacidad relativa de cada Estado, con soluciones adaptadas que acomoden las circunstancias geográficas, demográficas, culturales y políticas particulares y que, por tanto, aumenten el nivel de compromiso y cumplimiento por parte de los participantes. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que en algunos casos estos instrumentos son de soft law y que no disponen de los mecanismos de control necesarios para garantizar su aplicación.

Falta una aproximación directa i ad hoc a la cuestión de los refugiados climáticos; necesitamos dotarnos de un instrumento legal que permita un reconocimiento –i una protección con un catálogo de derechos específico– que sea objetivo y automático.

Los regímenes internacionales y regionales, tal como están configurados actualmente, podrían permitir el reconocimiento de un estatus de protección a los refugiados climáticos; eso sí, este es un supuesto que queda condicionado al análisis de las circunstancias concretas de cada caso por parte de los tribunales y sometido a interpretaciones bastante amplias de los conceptos incluidos en la normativa regional o estatal. Falta una aproximación directa i ad hoc a la cuestión de los refugiados climáticos; necesitamos dotarnos de un instrumento legal que permita un reconocimiento –i una protección con un catálogo de derechos específico– que sea objetivo y automático.

Cabe señalar que gran parte de la dificultad por encontrar una vía clara de protección para las personas que han tenido que migrar como consecuencia del cambio climático radica en la falta de consenso sobre la definición de este grupo, dado el carácter multifactorial que a menudo tienen estas migraciones y la dificultad de aislar solo las causas ambientales: es muy difícil distinguir los casos donde el desplazamiento es directa y exclusivamente consecuencia de un hecho climático. El impacto del cambio climático sobre las migraciones depende también de relaciones socioeconómicas preexistentes y de la vulnerabilidad según factores de raza, género u origen, así como de las respuestas post-desastre y el nivel de inversión, planificación y recursos disponible por parte de los gobiernos.

Asimismo, a menudo la acción política e institucional –también a escala internacional– está condicionada por las narrativas predominantes en la sociedad y la literatura especializada, que dan forma al relato en torno al fenómeno y condicionan el posicionamiento de los diferentes agentes con capacidad de decisión. Actualmente, es significativo el aumento de los discursos maximalistas, caracterizados por una mirada alarmista y apocalíptica sobre los refugiados que, sobre la base de teorías neomalthusianas, relacionan estrés ecológico y migraciones con nuevos conflictos. El hecho de que los refugiados climáticos sean vistos como potenciales desestabilizadores de regiones y fuente de conflictos ha incitado a las políticas migratorias hacia el dominio de la seguridad interna, hecho que provoca que algunos estados en vez de velar por conseguir un instrumento de protección internacional, tiendan al proteccionismo de fronteras y a la aplicación de políticas de inmigración más restrictivas.

Por este motivo, es necesario un enfoque proactivo, que sea capaz de consolidar los compromisos alcanzados en el marco de la lucha contra el cambio climático –tanto de mitigación como de adaptación–, que busque justicia climática mediante el reparto de responsabilidades entre los estados, que garantice la capacitación de las comunidades más vulnerables y que aporte soluciones transversales y efectivas al reto que suponen, y supondrán, las migraciones climáticas.