Andrey Makarychev
Investigador asociado, CIDOB y profesor invitado en la Universidad de Tartu, Estonia
En el año 2015 se produjo una escalada de autoafirmación de la política exterior de Rusia, a la vez que un endurecimiento de su régimen político interno. En el plano internacional, Rusia ha disminuido su implicación en Ucrania, donde Moscú –al menos, de momento– alcanzó los límites de su poder y no logró el objetivo estratégico del Kremlin de obtener la aceptación y legitimación por parte de Occidente. Desde la perspectiva del Kremlin, el aislamiento ruso después de la anexión de Crimea y el apoyo a la insurgencia militar en Donbás podría superarse encabezando la guerra contra el terrorismo. Esto explica plausiblemente la razón por la que Rusia volvió a centrar su atención sobre Siria cuando lanzó una campaña militar sin precedentes para atacar las infraestructuras de los terroristas.
La actividad militar rusa propició algunas tendencias importantes. En primer lugar, el terrorismo se convirtió en un factor universal para designar a quienes el estado ruso considera sus enemigos, desde los nacionalistas ucranianos a la organización Estado Islámico (EI) y Turquía. La construcción discursiva de una cadena hostil de protagonistas contribuyó a diferentes tipos de teorías conspirativas que florecieron en este suelo abonado. La guerra contra el terrorismo en que se comprometió Rusia, con la retórica concomitante de excepcionalidad y emergencia, favoreció también la cruzada del Kremlin contra los disidentes internos.
En segundo lugar, en esta situación se desdibujaron las distinciones entre amigos y enemigos. El incidente con un caza militar ruso abatido por las fuerzas aéreas turcas en noviembre ilustró cómo las sólidas relaciones asociativas pueden convertirse en lo contrario de la noche a la mañana. La pérdida de Turquía de su condición de país leal causó importantes problemas a la misión rusa en Siria.
En tercer lugar, Putin se convirtió en rehén de la lógica de hipersecularización que él mismo desencadenó. El torbellino del inesperado enfrentamiento entre Rusia y Turquía demostró la incapacidad y escasa disposición del régimen de Putin para identificar problemas de seguridad en aras de impedir que se extiendan a las áreas no pertenecientes al mismo ámbito de la seguridad. La prohibición de entrada de verduras y hortalizas turcas, el cierre del Centro Turco en Moscú, la cancelación de los acontecimientos culturales ruso-turcos y la interrupción de programas educativos; todas estas iniciativas emprendidas por Moscú dan fe del compromiso de Putin con la lógica de la escalada como instrumento de legitimación de su preciado papel internacional de potencia militar clave en el mundo.
Las desigualdades controlan la esencia de la conflictividad mundial y son fuente de de violencia internacional
Estos importantes cambios contribuyeron a explicar el vínculo directo entre la fuerte garantía de seguridad de la política exterior rusa y el reducido espacio para el ejercicio de las libertades públicas dentro del país. El régimen putinista tanto aumenta el alcance de los conflictos en política exterior hasta el punto que difumina la distinción entre los terroristas y Occidente, como avanza constantemente hacia un nuevo totalitarismo interno. Además, el principal argumento de Putin para justificar el papel de Rusia en Siria –esto es, la anterior experiencia exitosa de lucha contra el terrorismo en el norte del Cáucaso–, es personificada en el líder checheno Ramzan Kadírov, cuyo papel político en Rusia se halla en auge. Conocido por su imagen dura en el ámbito político y como factor de presión a favor de medidas que tienen muy poco en común con la democracia, cabe suponer que Kadírov es una de las principales fuentes del giro de Rusia hacia el tradicionalismo y conservadurismo antioccidental.
Todo esto explica la recurrencia de los enfoques soviéticos en la política exterior rusa, con la justificación por parte de Putin del pacto Molotov-Ribbentrop y de la intervención de la URSS en Afganistán. Moscú ve el modelo de la Guerra Fría como factor que corrobora la equiparación del estatus de la Unión Soviética frente a Occidente y la protección estricta y rigurosa de la política interna con respecto a influencias externas. En el seno de esta lógica neosoviética, la idea de salvar a Europa –en este ocasión, del radicalismo islámico– forma parte del discurso predominante en Rusia que, por supuesto, es improbable que tenga eco más allá de sus fronteras.