Cristina Sala
Departamento de Políticas Euro-Mediterráneas, IEMed
En 2018, los conflictos armados post-Primaveras Árabes parecían entrar en una fase de estancamiento. El alto al fuego pactado entre Rusia y Turquía en Idlib (Siria), las negociaciones entre Trípoli y Bengasi (Libia) o el acuerdo de Estocolmo entre los hutíes y el gobierno de Abdrabuuh Mansour Hadi, en Yemen, sugieren que quizás nos encontremos ante una fase de agotamiento de los principales conflictos de la zona.
¿Son las treguas humanitarias una piedra angular para la paz post-conflicto o son un mecanismo para rebajar las tensiones?
En la mayoría de casos, estas iniciativas han tenido la voluntad de evitar una nueva catástrofe humanitaria en zonas castigadas por la guerra. Aún así, cabe preguntarse si estas treguas son la piedra angular para la construcción de la paz post-conflicto o son un mecanismo de contención para rebajar las tensiones de forma temporal. ¿Es posible que esta estrategia derive en un enquistamiento del conflicto a nivel social, abonando el terreno para nuevas formas de contestación y violencia en el futuro?
Incluso aunque la voluntad de las partes fuera la reconciliación social, su éxito no se puede dar por garantizado. En el estadio actual, los costes de prolongar la guerra pueden haber superado los beneficios de una eventual victoria militar. Sin embargo, estos cálculos no son inmutables y pueden variar a lo largo de los procesos de negociación y reducción de la violencia, llegando a revertirlos, o limitando su efectividad en el medio y largo plazo. Tal como se ha hecho evidente con la reciente escalada de violencia en Libia y el inicio de la ofensiva sobre Idlib.
Siria es muestra de ello. Las ambiciones por promover una transición política se desvanecieron cuando el centro de gravedad de las negociaciones se desplazó de Ginebra a Astana. Una vez descartada la caída del régimen y ante la derrota territorial de Estado Islámico, se busca una desescalada táctica del conflicto que no perjudique los intereses de las principales potencias involucradas: Rusia, Turquía e Irán. En el contexto actual, resulta difícil imaginar un escenario en que la victoria de Bashar al-Assad no implique la aniquilación de la oposición y la imposición de un relato único sobre quiénes fueron los culpables de la guerra.
En Yemen, las potencias occidentales han cerrado filas en torno al gobierno de Hadi y sus aliados del Golfo. El conflicto se presenta exclusivamente en términos de catástrofe humanitaria y lucha contra la creciente influencia de Irán en la región. Se obvian las demandas de la población yemení durante la Primavera Árabe y el largo historial de confrontación entre los hutíes y el régimen autoritario previo a 2012. Todo ello no hace sino dificultar la reconstrucción de una sociedad destruida por la pobreza, el hambre y la instrumentalización de las divisiones sectarias por parte de actores externos.
Finalmente, Libia permanece en punto muerto. La conferencia de Palermo de noviembre de 2018 no condujo a ningún acuerdo político, y ni siquiera se concretó la fecha de unas elecciones con meses de retraso. El llamado Ejército Nacional Libio ha llegado a las puertas de Trípoli y amenaza con liquidar el conflicto por la fuerza. Ni la vía militar ni la electoral pueden garantizar la reconciliación de una sociedad dividida por múltiples fracturas tribales y político-religiosas. Una situación propiciada, además, por la falta de una estrategia común a nivel internacional: las potencias regionales apoyan a distintos contendientes, mientras que la UE prioriza la contención del flujo migratorio sobre la búsqueda de una solución política al conflicto.
En los tres casos, la ausencia de un esfuerzo colectivo hacia la reconciliación social imposibilita la construcción de la paz a pesar de que se reduzcan las hostilidades. Y con ello, aumenta el riesgo de un resurgimiento de la violencia entre aquellos sectores de la población que sienten que el fin de la guerra no supondrá una mejora de su situación.
Abordar estas cuestiones, además de las emergencias humanitarias, debería ser la prioridad de cualquier iniciativa de paz que pretenda tener éxito en el medio y largo plazo. De no ser así, la inmediatez y urgencia del humanitarismo nos podría abocar a una situación en que la violencia directa quizás se reduzca —o mute—, pero en la que el conflicto persistirá a nivel social. Un escenario en el que la guerra se desdibuja, pero no existen mecanismos para la paz.