Jung H. Pak
Investigadora sénior asociada y titular de la cátedra de estudios coreanos de la SK-Korea Foundation, Brookings Institution
Después de todas las previsiones y preparativos, del frenesí de los medios, de los expertos especulando acerca de posibles resultados, la cumbre de Hanoi entre Estados Unidos y Corea del Norte de febrero del 2019, produjo solamente… el statu quo. Los dos líderes, Donald Trump y Kim Jong Un salieron de su segunda cumbre con poco más que una cena con bistec y pastel de chocolate y, probablemente, un par de egos magullados. Su reunión terminó abruptamente, y no se produjo la muy esperada declaración conjunta de rigor.
Merecía la pena probar el modelo top-down de diálogo. Pero el fiasco de Hanoi puso de manifiesto la debilidad del constructo “de líder a líder”, así como la vanidad y la arrogancia que habían impulsado el proceso. Al mismo tiempo, minaba las negociaciones paralelas “de trabajo”. Una conclusión similar podría extraerse de la primera cumbre celebrada en Singapur, en junio del 2018, en la que los dos bandos emitieron declaraciones vagamente ambiciosas, regalando a Trump el dramatismo y las audiencias televisivas que anhelaba, y a Kim la legitimidad internacional que le otorgaba reunirse con un presidente estadounidense en ejercicio, un objetivo que ni su abuelo ni su padre habían logrado alcanzar. Kim y no hizo ninguna concesión significativa sobre la desnuclearización, cosa que incluso el consejero de Seguridad nacional de EEUU, John Bolton, admitió en diciembre del 2018.
Las expectativas no eran muchas en esta segunda cumbre. EEUU y Corea del Norte estaban alejados incluso en lo que cada uno entiende por desnuclearización. Aparecieron brechas enormes también en cuanto a las expectativas. Corea del Norte ofreció solamente el cierre de una parte de instalaciones anticuadas para la producción de material nuclear, pidiendo como contrapartida el levantamiento de la mayor parte de las sanciones más efectivas; un intercambio sumamente desproporcionado. Trump, por su parte, instó a Kim a “actuar a lo grande” y renunciar a todo su material, armas e instalaciones nucleares, a cambio de poner fin a las sanciones. De manera nada sorprendente, Kim declinó esa oferta.
Tanto el presidente Trump como Kim Jong Un cometieron un error de cálculo, confiados quizá que una vez que estuviesen en la misma habitación, podrían llegar a un gran acuerdo. Trump creyó en su propio mito —sus dotes de gran negociador— y en que sería capaz de conseguir la desnuclearización de Corea del Norte imposible para sus predecesores. Por su parte, Kim calculó que podría obstaculizar las negociaciones en un nivel práctico y apostó a que el presidente Trump sería un socio mucho más maleable. Pese al fracaso de la cumbre de Hanoi, Trump continuó pregonando su amistad con Kim, declarando: “Simplemente nos caemos bien… Quiero decir, tenemos una buena relación… nos entendemos bien.”
La cumbre se centró en los dos mandatarios, pero mientras Washington considera los próximos pasos a dar, la administración Trump tiene que reconocer que el problema de Corea del Norte va más allá de lo que el presidente en solitario puede hacer. Como declaró Trump, Kim Jong Un siguió insistiendo en el tema de las sanciones, sugiriendo que el régimen siente la presión por las mismas y que por lo tanto siguen siendo la palanca con la que obligar a Kim a abandonar su programa de armas nucleares.
Pero las sanciones no se implementan solas. Requieren el liderazgo y la iniciativa de Estados Unidos, pero también la colaboración de socios y aliados: para mantener la vigilancia sobre las violaciones de Corea del Norte, así como una unidad de propósito; y para comprender que la implementación de las sanciones es necesaria para impedir que Pyongyang introduzca sistemas armamentísticos a otros países; y también para obligar a Corea del Norte a volver a la mesa de negociaciones. El presidente Trump, además, no tiene un “botón de sanciones” que pueda presionar para hacerlas desaparecer. Las sanciones las respalda un montón de resoluciones de la ONU y de leyes estadounidenses, y no es posible borrarlas por un pacto de caballeros entre Kim y Trump o por su supuesta amistad.
La importancia de una acción internacional concertada fue resaltada por la publicación del informe anual del panel de expertos, el grupo encargado de supervisar la implementación de las Sanciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a Corea del Norte. El informe documentaba la envergadura de las violaciones de las sanciones y las tácticas de evasión utilizadas por Corea del Norte y terceras partes facilitadoras. Según el texto, empresas de Singapur han enviado artículos de lujo a Corea del Norte sabiendo que estaban expresamente prohibidos. Funcionarios gubernamentales de Corea del Sur transfirieron productos derivados del petróleo a Corea del Norte, pese a las advertencias estadounidenses de que Pyongyang ya había superado el límite impuesto a este tipo de importaciones, y Seúl tampoco informó de dicha transferencia, burlando de este modo las regulaciones y requerimientos de la ONU. Representantes de las instituciones financieras del régimen norcoreano siguen viajando libremente a una serie de países, incluidos China, Siria, los Emiratos Árabes Unidos y Rusia, y acceden al sistema financiero global utilizando prácticas fraudulentas.
Para garantizar la seguridad regional y fortalecer nuestra capacidad de presión contra Corea del Norte, es imperativo que la administración Trump entienda la necesidad de colaborar y coordinarse con el Congreso, y de liderar el esfuerzo global que representan las sanciones. Porque para resolver el problema de Corea del Norte no basta con que Trump esté en la habitación; se trata de un problema internacional que requiere una solución internacional.