
Abubakar Siddique
Editor de Radio Free Europe / Radio Liberty de Gandhara y autor de The Pashtun Question: The Unresolved Key to the Future of Pakistan and Afghanistan
Las esperanzas de los afganos de ver el final de más de cuarenta años de guerra en su país se incrementaron cuando el año pasado Estados Unidos inició conversaciones con los talibanes. A finales de año, los dos bandos habían acordado que a cambio de la retirada de las tropas estadounidense los talibanes garantizarían que Afganistán no volvería a convertirse en un refugio seguro para grupos terroristas internacionales como Al Qaeda.
Pero este acuerdo provisional no ha alcanzado hasta ahora el mínimo indispensable para el ansiado fin del conflicto: ni un acuerdo sobre un diálogo intra-afgano ni sobre un alto el fuego. En palabras de Zalmay Khalilzad, enviado especial de EEUU: “No hay acuerdo final hasta que se ha pactado todo”.
La parte del diálogo intra-afgano sufrió un duro revés muy pronto, después de que el gobierno de Kabul se sintiese aislado del proceso por petición de los talibanes, y entonces el Ejecutivo afgano intentó sabotear el incipiente proceso cuestionando públicamente y criticando las motivaciones de Washington. La administración del presidente afgano Ashraf Ghani también se ha peleado públicamente con la oposición leal.
Los renovados esfuerzos diplomáticos realizados a comienzos de abril, sin embargo, indican que Kabul podría estar volviendo al redil tras tender la mano a la oposición y de entablar un debate con Washington. Por otra parte, los talibanes han mostrado cierta flexibilidad. Pero la renovada violencia de los talibanes, en forma de su tradicional ofensiva de primavera, inevitablemente debilita la confianza de los afganos en la posibilidad de hacer las paces con la línea dura del movimiento islamista. Un alto el fuego y un acuerdo de paz no pondrán fin automáticamente a la guerra. Para recuperar la estabilidad, Afganistán tendrá que esforzarse durante años, si no durante décadas. Washington ya ha advertido que tendrán continuidad las medidas antiterroristas contra los militantes del Estado Islámico (EI) y de Al Qaeda.
¿Están los talibanes dispuestos a integrarse en la anémica democracia afgana, o buscan un Afganistán más islámico?
Para los afganos, una de las cuestiones más acuciantes es si los talibanes están dispuestos a integrarse en el “gran pavellón” de los exmuyaidines, comunistas, monárquicos, tecnócratas y nacionalistas que formaron una anémica democracia presidencialista después del año 2004; o si lo que buscan es un Afganistán más islámico con menos espacio para la libertad de expresión y un mayor control gubernamental sobre las libertades individuales. Los indicios procedentes de las regiones controladas por los talibanes sugieren que su actitud ha cambiado poco desde los días de su emirato a finales de la década de 1990. La puesta en práctica del hudud –los rigurosos castigos islámicos– y del munkirat –la vigilancia policial contra el “vicio”– siguen siendo aspectos fundamentales para los talibanes. Las activistas afganas en particular se sienten vulnerables desde el regreso de los talibanes a la política convencional.
Aunque la transición política vaya avanzando levemente, no hay garantía de que las facciones afganas se pongan de acuerdo sobre las futuras instituciones de su nación. Si bien los talibanes no han respaldado los llamamientos de algunos líderes individuales a la disolución del Ejército afgano, no está nada claro si se desmovilizarán completamente y se reintegrarán en sus fuerzas de combate. Si bien los talibanes han dicho que no pretenden tener el monopolio del poder, tampoco han manifestado la voluntad de aceptar el principio democrático de dejarse gobernar por la mayoría.
Otra cuestión acuciante es la financiación del gobierno. La salida de las tropas internacionales coincidirá seguramente con un fuerte descenso de la financiación internacional a Kabul. Dicha eventualidad plantearía una seria amenaza a la supervivencia del estado afgano. Aunque Kabul ha hecho algunos progresos ampliando la base de generación de ingresos y fomentando las exportaciones, no es ni mucho menos autosuficiente. Un estado débil incapaz de mantenerse por sí mismo o de controlar la sociedad ha sido históricamente una espina en el costado de Afganistán. Y es poco probable que esto vaya a cambiar en breve.
A nivel regional y global, Afganistán tiene que lidiar con la injerencia de algunos vecinos –Irán y Pakistán, en particular–y con los intereses de las grandes potencias. Si bien varios gobiernos consecutivos, particularmente la administración de unidad nacional de Ghani, han dado algunos pasos para librarse de la maldición de ser un país sin salida al mar, no hay garantía alguna de que las rivalidades regionales no vayan a pasar factura a un Afganistán posterior al proceso de paz. Estas circunstancias podrían resultar fatales si el estado afgano sigue siendo débil una vez que haya desaparecido la violencia asociada a la guerra, aún presente.