Andrés Malamud
Investigador Principal, Universidad de Lisboa
Hasta 2016 el régimen venezolano era un caso de autoritarismo competitivo: la oposición podía presentarse a elecciones pero se enfrentaba a un campo de juego trucado. Sin embargo, la negativa del presidente Maduro a convocar un referéndum revocatorio en el mes de octubre y su desconocimiento de las competencias parlamentarias retiró el adjetivo “competitivo” de la fórmula. Venezuela es ya una autocracia.
Los regímenes políticos pueden cambiar rápido, pero los aparatos estatales se construyen gradualmente. Y, en Venezuela, lo que se colapsó fue el Estado
Ahora bien, lejos de ser algo coyuntural o ligado al régimen actual, el problema es más grave. Los regímenes políticos pueden cambiar rápido, pero los aparatos estatales se construyen gradualmente. Y, en Venezuela, lo que se colapsó fue el Estado.
Cierto es que el 95% de las exportaciones venezolanas se compone de petróleo y sus derivados. Sin embargo, la tragedia económica no obedece a los bajos precios internacionales, sino a la destrucción de la infraestructura de extracción y refinación. Venezuela es el único miembro de la OPEP que no ahorró durante el boom petrolero. Y, además, es el que tuvo peor desempeño, siendo el único cuya actividad productiva se contrajo.
Por otro lado, Venezuela importa dos tercios de los bienes que consume, incluyendo alimentos y medicina. Una inflación del 700% anual terminó por desestructurar lo que quedaba del orden socioeconómico. Por eso, la catástrofe petrolera ha derivado en una emergencia humanitaria. Hambrunas, desnutrición y enfermedades han disparado la mortalidad. La descomposición social se manifiesta también en la tasa de homicidios; con cerca de 29.000 asesinatos en 2016 y una tasa de más de 91 muertes violentas cada 100.000 habitantes, ya es el segundo país sin guerra más violento del mundo.
La disolución del orden político, más que el autoritarismo, ha hecho a los observadores externos escépticos sobre las perspectivas de democratización. Si lo que falla es el motor (el Estado), cambiar de conductor (el gobierno) no va a poner el auto en marcha. Por eso dos de las tres potencias extranjeras con mayor influencia en Venezuela — Estados Unidos y el Vaticano—, apoyaron el diálogo entre el gobierno y la oposición; no para promover la democratización, sino más bien el statu quo, entendiendo quizá que las alternativas en el horizonte son peores: a izquierda, la caída del régimen podría derivar en anarquía y más violencia; a derecha, su militarización implicaría dictadura y, también, más violencia. En el análisis de Washington y Ciudad del Vaticano, Maduro es el mal menor.
Otros actores externos tienen cada vez menos peso. Cuba sigue siendo el principal sustentador del régimen bolivariano, pero Raúl Castro priorizó el deshielo con Estados Unidos y la pacificación de Colombia a la profundización de la revolución bolivariana. Por su parte, Colombia necesita estabilidad en sus fronteras con independencia del régimen político de los vecinos. Y Brasil, ofuscado por su propia crisis interna, está desaparecido de la región y del mundo.
Bolivia mantiene hoy la concordia social y el crecimiento económico mientras Venezuela se agrieta y se empobrece. Lo que falló, entonces, no fue el giro a la izquierda ni la viabilidad de los estados sudamericanos sino una fórmula específica, la de Chávez y Maduro. La única certeza es que la situación venezolana va a empeorar antes de mejorar —y esta es la mirada optimista.