Héctor Sánchez-Margalef
Investigador, CIDOB
En julio de 2016, un mes después de que Reino Unido decidiese abandonar el club comunitario, la Comisión Europea preparaba sanciones para Portugal y España por incumplir, con un 5,1% y un 4,4% respectivamente, el máximo del 3% de déficit público que marca el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (diseñado en 1997 y modificado en 2015). La imposición de la multa, que se había empezado a gestar en mayo, se fue retrasando varias veces debido a la cercanía del referéndum británico para no abrir otro frente de conflicto en el sur de Europa y el standby hasta la aprobación de los presupuestos en ambos países.
La mayor parte de la Comisión –con Jeroen Dijsselbloem a la cabeza (ministro de Finanzas de los Países Bajos– era partidaria de activar el mecanismo sancionador, y encontraba apoyos en Alemania y los demás países acreedores, arguyendo que “las reglas son las reglas”. En cambio, Francia (partidaria de flexibilizar las reglas en cuanto a ajuste fiscal y susceptible de ser sancionada) e Italia (con problemas en el sistema bancario que podrían acabar en rescate) se posicionaban en contra. España y Portugal argumentaron que ya habían pasado muchas penurias en los años más duros de la crisis y la sanción podía tener efectos negativos tanto sobre la economía, cuando parecía que empezaba a recuperarse, como sobre la situación política tornándola más inestable. Portugal insinuó que la multa podría tener carácter político por haber rectificado las medidas de ajuste fiscal implementadas mientras se encontraba bajo el mecanismo de rescate y el Bloco de Esquerda, partido que sostiene el gobierno socialista junto con los comunistas, amenazaba con un referéndum de pertenencia a la UE si se hacía efectiva la sanción. España, por su parte, argumentó que una sanción podría complicarle aún más a Mariano Rajoy la formación de gobierno; el problema fue que la bajada de impuestos previa a las elecciones de diciembre de 2015 no sentó bien en Bruselas, que viene pasando por alto las continuas promesas incumplidas del ejecutivo español.
Finalmente, fue el ministro de Finanzas germano, llamada telefónica mediante, quien persuadió a los comisarios europeos que no aplicaran las sanciones. Alemania, con los problemas derivados de la gestión del Brexit y con la legitimidad del proyecto europeo puesta en entredicho por parte de los ciudadanos, entendió que era mejor idea emplear la zanahoria en lugar del palo. Sobre todo teniendo en cuenta que las sanciones recaerían en unos ciudadanos muy hastiados pero que no han generado ningún partido xenófobo ni anti-UE, a pesar de la crisis económica. Aun así, las sanciones no están completamente fuera de la mesa; Bruselas exige a España un ajuste de entre 5 y 7 mil millones (0,5% del PIB) para 2017 (y se lo exigirá para 2018) y unos nuevos presupuestos que atajen la reducción del déficit; también se mantiene vigilante sobre la evolución del déficit en Portugal al que pidieron, presupuesto en mano, más aclaraciones de cómo reconducirán un posible desvío, aunque finalmente lo aceptaron sin más modificaciones.
Haber evitado las sanciones en 2016 no garantiza que no se puedan imponer más adelante; queda por ver si llegado el momento, la UE cumplirá con sus propias normas (“las reglas son las reglas”) o prevalecerá la flexibilidad y las realidades nacionales en la decisión que tome el Consejo.