Joan Subirats
Investigador sénior asociado de CIDOB y director del Programa de Doctorado del Instituto de Gobierno y Políticas Públicas de la Universitat Autònoma de Barcelona.
Las ciudades no pueden ser ajenas a las tensiones de un cambio de época que les afecta de manera cada vez más intensa. Es evidente que el conflicto es inherente a la condición humana y las ciudades concentran mucha humanidad y, por tanto, mucho conflicto. Pero los efectos de incertidumbre y miedo que genera un escenario en el que parecen estar en peligro muchas de las conquistas conseguidas a lo largo de decenios en las condiciones sociales y laborales, se concentran también en los espacios urbanos. Cada ciudad vive de manera distinta esas tensiones. Pero la condición urbana, esa complejidad de la ciudad, esa riqueza de sus interacciones que le ha ido permitiendo ser siempre cambiante, nueva, parece hoy cuestionada.
Es la complejidad, la capacidad de serendipia, la que enriquece y hace atractiva la experiencia urbana
Frente a las inseguridades del presente y las grandes sombras de incertidumbre que se proyectan sobre el futuro, la reacción más simple es tratar de protegerse reduciendo diversidad y alteridad: antes de nada, “los de casa” encerrémonos con “los nuestros”. Busquemos seguridad en lo conocido, en lo de siempre. Pero es precisamente la complejidad, la capacidad de serendipia, la que enriquece y hace atractiva la experiencia urbana. La simplicidad restringe, reduce, esas posibilidades. En este sentido las ambigüedades en los usos de cada espacio, la poca claridad en la determinación de actividades o en el perfil poco específico y diversificado de sus habitantes, más que ser considerado un problema, debería valorarse como algo que abre posibilidades, que alarga los espacios de maniobra en cualquier ciudad.
No es fácil “cerrar” la ciudad, blindarla a las diferencias, cuando precisamente lo que ha caracterizado a estos espacios es su carácter abierto, esa capacidad de aprovechar la confusión y la convivencia de personas, talantes y sentidos vitales de todo tipo. Pero precisamente, lo que vemos ahora y de manera relevante en distintas partes del mundo es el rechazo al “otro”. Un “otro” que puede empezar siendo el extranjero, pero puede llegar a ser el propio vecino. La ciudad puede permitir que extraños vivan juntos sin necesidad de coincidir en tradiciones, costumbres o credos, pero sí en el hecho de que comparten espacio público. Si pretendemos simplificar, “aclarar” esos espacios urbanos, lo que podemos acabar encontrando es precisamente la exclusión de los otros. Simplificar quiere decir aquí homogeneizar tipos de habitantes, segmentar usos, unificar formas urbanas. El aislamiento —de cada quien, o de los que son como uno mismo—, permite evitar el desorden de la mezcla, pero comporta el aislamiento. Uno mismo se escapa de los problemas éticos que comporta la convivencia, aislando, separando, excluyendo. La ciudad ha permitido históricamente convivir en base a una cierta amabilidad superficial. Es una forma de convivir con los demás sin que sea preciso confiar en ellos. Lo que Emmanuel Lévinas caracterizaba como “la vecindad de los extraños”. Entre la indiferencia y los vínculos comunitarios, la ciudad ofrece estadios intermedios de relación que siguen siendo absolutamente necesarios.
Mantener la ciudad abierta es mantener su capacidad de reinventarse. Una ciudad es innovadora porque acepta los conflictos que genera la densidad de sus interacciones no programadas. Unas interacciones que no tienen por qué implicar intimidad o compartir a fondo valores o perspectivas. Compartir ciudad, compartir la construcción permanente de la ciudad, no obliga a la intimidad entre sus habitantes. Hacer cosas juntos sin que necesariamente estemos siempre juntos. Esa ciudad implica sociabilidad, y conlleva una cierta capacidad de compromiso emocional con el conjunto, aceptando las interdependencias, más allá de la impersonalidad, pero sin comprometerse necesariamente más allá que en la lógica de comunidad.
Esa ciudad abierta ha de saber mantener la capacidad de solidarizarse con los que lo pasan mal. Si uno no puede identificarse con alguien que padece, no siente la necesidad de cuidar de él. Se será extraño para quien uno permanezca extraño. Caminar por esa ciudad abierta, resulta prometedor y sugerente, pero es también un ejercicio exigente. No habrá ciudades abiertas sin ciudadanos implicados en el mantenimiento de sus coordenadas básicas.