Jo Beall
Investigadora, LSE Cities, London School of Economics and Political Sciences
La historia de la guerra siempre ha considerado a las ciudades como baluartes, de ahí los fosos de los castillos medievales y murallas de las ciudades, y también como lugares que atacar —pensemos en Coventry y en Dresde durante la Segunda Guerra Mundial, o en Aleppo en la Siria contemporánea. Las ciudades son susceptibles de ser atacadas por quienes desean el máximo impacto del espectáculo violento. El desplome de las Torres Gemelas de Nueva York en 2001 lo demuestra, como también el trágico asesinato masivo y retransmitido online de musulmanes por un activista de extrema derecha en la ciudad neozelandesa de Christ-church en marzo del 2019, considerada tradicionalmente una ciudad de refugio. Si bien estos acontecimientos han aparecido en los titulares de la prensa internacional, otros muchos no lo han hecho, y es importante reconocer que desde Karachi a Mumbai, y desde Abuya a Nairobi, varias grandes ciudades del llamado Sur Global son objetivo de actos de violencia episódicos o persistentes.
Si bien las ciudades pueden ser zonas de conflicto, también representan zonas de refugio, y a menudo se convierten en remansos de paz para los afectados por la guerra, la pobreza y el hambre. Tomemos, por ejemplo, Kinshasa y Goma, en el extremo occidental y oriental respectivamente de la República Democrática del Congo. Ambas han seguido siendo relativamente funcionales y seguras pese a las guerras civiles y regionales que se libran a su alrededor. Quetta, en Baluchistán (Pakistán), está igualmente en el ojo del huracán, en las mismas condiciones, del persistente conflicto en el vecino Afganistán. Otro ejemplo es Gulu, que como resultado de los veinte años de guerra civil en el norte de Uganda, pasó de pequeño centro regional a convertirse en la segunda ciudad más grande del país, y sigue siendo un remanso de relativa seguridad.
En el mundo, más del 60% de las personas que han sido desplazadas a la fuerza viven actualmente en áreas urbanas. En la región del Próximo Oriente, sumamente urbanizada y donde el Líbano ha optado por la integración en vez de por los campos, la cifra se acerca al 80-90%. La mayor parte de las crisis son largas —duran diez años o más—, por lo que el desplazamiento no es un hecho efímero. Son, además, los pueblos y ciudades de África, Asia y el Próximo Oriente, a menudo los menos capacitados para desempeñar esta función, los que se hacen cargo de la llegada de grandes contingentes de personas. Algunas de estas ciudades se convierten en ciudades de refugio sin haberlo elegido y con una enorme resiliencia. Otras se resisten y dan paso a la xenofobia, y otras simplemente asisten a la convivencia entre los antiguos y los nuevos residentes con diversos grados de ecuanimidad.
Por lo que respecta a la política, la Nueva Agenda Urbana Hábitat III de las Naciones Unidas, aprobada el año 2016, ha adoptado el lenguaje de los derechos humanos abogando recientemente por la inclusión de refugiados urbanos en estructuras ciudadanas. Pese a sus buenas intenciones, la Nueva Agenda Urbana sigue siendo un documento legalmente no vinculante. Las respuestas oficiales están determinadas: por la relación de cada gobierno nacional con los países vecinos; por la política burocrática y las luchas de poder dentro de las ciudades y entre diferentes ciudades y otros niveles de la gobernanza; y por el papel de las organizaciones civiles y privadas, así como por los cálculos políticos relativos a la capacidad de absorción de las comunidades locales o al papel que pueden desempeñar los migrantes en la política local.
Las ciudades de refugio son cada vez más reconocidas y valoradas
Nos complace constatar que, en el plano internacional, los decisores políticos estén mirando más allá de las preocupaciones convencionales sobre los campos, donde los refugiados son más fáciles de contener y de proteger. También es agradable confirmar que las ciudades de refugio sean cada vez más reconocidas y valoradas. No se puede, sin embargo, dejar que las ciudades se hagan cargo del problema ellas solas. Los gobiernos nacionales deben ejercer su función, lo mismo que los organismos internacionales, cuyos miembros a veces tienen poderosos intereses para que los refugiados y migrantes no se alejen demasiado de las inmediaciones de su primer santuario.
Especialmente valiosas son las redes de solidaridad que valoran y respaldan el dinamismo, el talento y las agallas de quienes se desplazan, y que les ayudan, a ellos y a las ciudades a las que acabarán considerando su hogar, a aprovechar estas cualidades por su propio bien y por el bien de todos.