ARANCHA GONZÁLEZ
Directora ejecutiva del International Trade Center
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Hace tan solo unos años la mayoría de economistas y de líderes políticos habrían estado de acuerdo: las políticas de libre comercio son mejores que el proteccionismo comercial. Sin embargo, eso ya no es así; las principales economías se están alejando de la integración económica regional e internacional, alegando que ha reducido el nivel de vida de la gente o que ha disminuido el control político soberano.
Estados Unidos se ha desplazado desde un proteccionismo retórico a la acción unilateral, imponiendo aranceles a China y a otros destacados socios comerciales, dando lugar con ello a represalias del mismo tipo. La salida del Reino Unido de la Unión Europea representaría el abandono del mercado transnacional más profundamente integrado del mundo.
El mecanismo de resolución de disputas de la Organización Mundial del Comercio –un pilar del sistema multilateral de gobernanza comercial basado en reglas– se encuentra paralizado por las diferencias entre gobiernos acerca de cómo sus órganos de apelación toman las decisiones. También en los foros internacionales, desde el Grupo de las 20 principales economías (G20) hasta el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), los consensos importantes respecto a asuntos comerciales se han mostrado elusivos.
A juzgar por las apariencias, la polémica sobre el comercio resulta irónica. En primer lugar, se produce con más fuerza en el seno de algunas economías avanzadas, especialmente en Estados Unidos, que hasta hace muy poco habían sido los principales impulsores del orden comercial liberal en la era posterior al 1945. En segundo lugar, el comercio se ha convertido en un tema de disputa justo ahora que debería gozar de un momento de triunfo: el libre comercio ha sido un componente clave en el rápido crecimiento y desarrollo de los últimos cuarenta años, que ha sacado a miles de millones de personas de todo el mundo de la pobreza extrema.
Si profundizamos un poco más, sin embargo, la reacción en contra del comercio no parece tan sorprendente. Pese a los muchos beneficios de la globalización económica –que ha sido el reductor de la pobreza más rápido de la historia– muchas personas, incluidas las de los países más ricos del mundo, tienen motivos razonables para sentir que han sido excluidos.
Pese a ello, cerrar los mercados al comercio y a la inversión no es la solución: nos dejaría colectivamente más pobres y avivaría la ira política en vez de paliarla. El objetivo tiene que ser aprovechar la prosperidad que puede fomentar el comercio para crear sociedades que beneficien a todos.
Para entender cómo hemos llegado aquí, y hacia dónde ir, tenemos que examinar qué hemos hecho bien en la economía global y en qué nos hemos quedado cortos.
El reto al que han de hacer frente los gobiernos y las instituciones europeos es potenciar las oportunidades de los individuos y atajar las crecientes disparidades entre regiones
Cómo el libre comercio ha hecho un mundo más próspero
El libre intercambio de bienes, servicios y datos ha interconectado a los países con una intensidad sin precedentes, estimulando así cambios transformadores en la economía mundial.
A un nivel más fundamental, el comercio ha hecho posible una mayor especialización y escalado, y ambas cosas llevan a una mayor productividad. En la Escocia del siglo XVIII, Adam Smith observó que un hombre trabajando para producir un alfiler desde el principio hasta el final –cortando y afilando el alambre, preparando y colocando la cabeza del alfiler, etcétera– tendría que esforzarse mucho para fabricar un alfiler cada día, y mucho más para fabricar veinte. Pero como escribe Smith en La riqueza de las naciones, diez trabajadores realizando cada uno una fase del proceso, trabajando en lo que hoy llamaríamos una cadena de montaje, podrían fabricar 48.000 alfileres al día. Su casi contemporáneo David Ricardo observó, como es sabido, que comerciando unos con otros y dejando que cada país se especializase en lo que mejor supiera hacer–o más exactamente, en lo que hiciera menos mal que los otros– todos estarían mejor de lo que hubieran estado de otro modo.
Durante los ciento cincuenta años siguientes, fábricas y aglomeraciones industriales cada vez más sofisticadas congregaron materias primas, inversiones, trabajadores y conocimientos técnicos para manufacturar mercancías, con un crecimiento constante de la productividad. Estas concentraciones se produjeron principalmente en lugares como Europa occidental, Estados Unidos, Canadá y, más tarde, Japón, lo que en buena parte explica que dichos países dominasen la economía mundial y que en la década de 1970 fuesen mucho más ricos que el resto del mundo. El crecimiento del comercio transfronterizo contribuyó al aumento de la renta en estos países. El comercio era sobre todo de productos manufacturados: ropa, juguetes, coches, etcétera.
La rápida expansión del comercio global que empezó en la década de 1980 se vio impulsada por las reformas orientadas al mercado en China, India y el antiguo bloque soviético, combinadas con la caída de los costes comerciales. Esta caída fue la consecuencia de determinados cambios políticos: reducción de aranceles y de obstáculos no arancelarios al comercio, y también de determinados avances en el transporte y en la tecnología de la comunicación. Progresivamente, cada vez más políticas de libre comercio se fueron consolidando gracias a las normas comerciales multilaterales establecidas en el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio y, a partir del 1995, en la Organización Mundial del Comercio.
Previsiblemente, la apertura de los mercados, junto con la capacidad de coordinar a bajo precio los procesos de producción a través de largas distancias, hizo posible la fragmentación de la producción a lo largo de la cadena de valor añadido multinacional. Las empresas pudieron desglosar el proceso de producción en etapas individuales y desplegar el capital y los conocimientos técnicos allí donde pudiese fabricarse o procesarse un componente individual de manera más económica. Esto bajó el listón de la entrada en los mercados internacionales: para participar provechosamente en el comercio internacional, países y empresas ya no necesitaban la sofisticación económica para fabricar productos muy elaborados, como coches; les bastaba con producir una pieza de repuesto o con hacerse un hueco en el mercado en una fase particular de la fabricación de automóviles. Cuando los procesos de fabricación que re- quieren más mano de obra fueron deslocalizados a países con costes más bajos, el resultado fue un fuerte incremento en el comercio de bienes intermedios. Durante la década de 1990, el comercio mundial creció el triple de rápido que la producción económica global. El comercio aceleró la competencia y la difusión transfronteriza de la tecnología, e incentivó todavía más la innovación.
Una entrada más fácil en los mercados mundiales resultó especialmente valiosa para los países en vías de desarrollo, donde los sectores de productos comercializables tienden a ser más productivos que las actividades no comercializables. Los mercados mundiales abiertos permiten a los países con mercados internos pequeños utilizar la demanda exterior para desviar personal y recursos de las actividades de subsistencia hacia la producción de bienes y servicios comercializables, y por tanto más productivos. El resultado es un incremento en la productividad total de la economía.
Países como Alemania y Japón en la posguerra, Corea del Sur, Tailandia, China, India y la Etiopía actual han sido capaces de acelerar su ritmo de crecimiento importando el saber, el know how –ideas, tecnologías y conocimientos técnicos– y exportando aquello que el mundo quiere comprar. La exportación es algo más que un incremento de especialización y de escala; actúa como un mecanismo constante de rendición de cuentas: si tus productos son caros o de baja calidad, tal vez conseguirás venderlos en un mercado doméstico protegido, pero los extranjeros no se molestarán en comprártelos. Los productos importados y la inversión exterior directa contribuyen a diseminar la tecnología punta desde las economías avanzadas hacia los mercados emergentes, impulsando la productividad y generando innovación.
El comercio –y los acuerdos comerciales, que dificultan a los gobiernos cerrar la puerta a la competencia de las importaciones– ha sido una parte importante de la extraordinaria reducción de la pobreza de los últimos cuarenta años. Los países en vías de desarrollo que han sabido aprovechar las cadenas de valor internacionales han registrado un crecimiento muy rápido y han alterado el equilibrio del poder económico global. En el 1980, y con respecto al poder adquisitivo, Estados Unidos y Europa occidental representaron la mitad de la producción económica mundial, diez veces más que China e India juntas. Al año siguiente, Estados Unidos y Europa occidental representaban el 28% del total de los recursos económicos globales, aproximadamente el mismo porcentaje que representaban China e India combinadas. Por lo que respecta a los tipos de cambio de mercado, Estados Unidos y Europa occidental siguen estando por delante, pero la brecha se está reduciendo.
El crecimiento espectacular de algunos países en vías de desarrollo ha dado lugar a una serie de preguntas, seguramente comprensibles, respecto a si su meteórico ascenso se ha producido a costa de los países ricos. La respuesta directa es “no”; en las economías avanzadas, el comercio internacional de bienes y servicios ha tenido seguramente efectos menos espectaculares, pero ha contribuido también a la mejora del poder adquisitivo, impulsando al mismo tiempo la competitividad, la innovación y la productividad.
La demanda del mercado de la exportación ha desempeñado un papel importante en la recuperación de España de la crisis económica de la última década, favoreciendo la expansión de productos manufacturados y servicios altamente cualificados justo cuando el sector de la construcción experimentaba una contracción. En Canadá, las empresas exportadoras declararon casi el doble de actividad en investigación y desarrollo que las no exportadoras. Tomadas en bloque, las economías avanzadas han crecido, aunque a un ritmo menor que el de los países en vías de desarrollo. Como veremos más adelante, cerrar los merca- dos no es una solución a los problemas económicos a los que se enfrentan.
Los argumentos a favor de un enfoque cooperativo del comercio, implícito en las normas e instituciones multilaterales, van mucho más allá de las cuestiones básicas a corto plazo. El cambio climático, la migración, la ciberseguridad, el terrorismo y las enfermedades pandémicas tienen implicaciones transfronterizas que exigen respuestas cooperativas de los países; los gobiernos que desarrollan estrategias de suma negativa respecto al comercio y la inversión tendrán que esforzarse mucho para conseguir resultados de suma positiva en estos otros retos.
Una mayor interdependencia y cooperación entre los países contribuye a la paz y la estabilidad: no es casualidad que el sistema comercial basado en reglas se alumbrase justo después de la Segunda Guerra Mundial. Como testigos del derrumbe de la cooperación y del comercio internacional en la década de 1930, los fundadores del sistema se convencieron de que si las mercancías no cruzaban las fronteras, lo hacían los soldados. La propia Unión Europea es un buen ejemplo de cómo la integración económica y la interdependencia contribuyen a la paz: no se ha producido ningún conflicto en la zona de integración de la UE desde 1945, lo que constituye el período de paz más prolongado en el territorio continental de la Europa occidental desde el comienzo del imperio Romano.
Pese a todas estas ventajas, actualmente el libre comercio y la arquitectura política internacional que lo sustenta están amenazados.
Dominic Chavez/World Bank “World Bank Photo Collection. Factory workers producing fruit drinks at Blue Skies, in Accra, Ghana”; Daniel Lee, “Danbo Was Once Lost but He Has Now Seen The Light”.
La exclusión de demasiadas personas
Pese a toda la prosperidad que ha hecho posible el libre comercio, son muchos los que no han participado de los beneficios que aporta el intercambio de bienes, servicios e ideas.
Esto ha sido cierto en el mundo en vías de desarrollo, donde muchos países y comunidades han permanecido al margen del mercado global, actuando a lo sumo como proveedores de materias primas más que como proveedores de bienes y servicios con valor añadido. Más de 700 millones de personas, cerca del 10% de la población mundial, todavía viven en unas condiciones de pobreza extrema. Incluso en el interior de los mercados emergentes de crecimiento más rápido, donde los índices de pobreza han disminuido considerablemente, los mayores beneficios se los llevan los más acomodados, potencialmente sembrando la semilla de futuras reacciones contra el orden económico. Sin embargo, en la actualidad, la principal amenaza política a la economía global abierta no viene precisamente de los países que han languidecido en sus márgenes, sino de los países que han estado desde el comienzo en su propio centro. En algunas economías avanzadas, una cantidad considerable de personas, empresas y regiones han tenido dificultades para adaptarse al cambio económico. La oposición a los mercados abiertos, que en el pasado atraía a un grupo pequeño, pero en absoluto trivial, de sectores en las economías más avanzadas, ahora atrae a grupos lo suficientemente poderosos como para bloquear el debate político e incluso para cambiar los resultados electorales.
Que los efectos del comercio hayan sido desiguales no debería ser ninguna sorpresa. La teoría económica establece claramente que el comercio crea ganadores y perdedores, y que puede perjudicar a algunas personas pese a beneficiar a las sociedades en su conjunto. El comercio aumenta la riqueza de los países precisamente porque fomenta que determinados recursos pasen de unas actividades a otras. Importar muebles de China o Vietnam deja más dinero en algunos fabricantes de muebles en Portugal probablemente salgan perdiendo. El comercio también puede contribuir a una mayor desigualdad. Crear un mercado global permite a las grandes empresas prosperar en un campo de juego global, lo que se traduce en unos beneficios y unos salarios de los ejecutivos mucho mayores. El comercio puede ampliar las oportunidades de empleo y pagar más a los más cualificados, y simultáneamente, ejercer una mayor presión sobre la subsistencia de los trabajadores menos cualificados.
Lo cierto es que durante buena parte de la moderna era de la globalización, los economistas dieron por supuesto que las élites políticas y empresariales redistribuirían parte de los beneficios obtenidos por los ganadores para compensar a los perdedores, equipándolos para que también ellos pudieran beneficiarse de las nuevas oportunidades económicas. Demasiado a menudo, sin embargo, esto no se produjo, ciertamente no a la escala necesaria.
Otra suposición de los economistas fue que la gente se adaptaría rápidamente a las modificaciones provocadas por el comercio y que encontraría nuevos trabajos en diferentes sectores. Pero la investigación empírica en Estados Unidos ha puesto de manifiesto que la adaptación ha sido más lenta, más costosa y más geográficamente concentrada de lo esperado. En una serie de estudios, David Autor, del Massachusetts Institute of Technology, junto con sus colaboradores, descubrió que en aquellas partes de Estados Unidos más expuestas a un fuerte incremento de la competencia con las importaciones chinas a comienzos del siglo xxi, los sueldos y la participación de la mano de obra siguieron siendo bajos durante al menos una década. Otros estudios han hallado indicios de que las nuevas oportunidades para la exportación abiertas por la entrada de China en la economía global, crearon tantos puestos de trabajo en Estados Unidos como los que se perdieron, aunque los nuevos trabajos surgieran a menudo en lugares diferentes.
El año pasado, un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), afirmaba que entre sus estados miembros, la desigualdad de la renta había aumentado desde la década de 1990, mientras que la movilidad social se había estancado. Teniendo en cuenta los niveles actuales de desigualdad y la movilidad intergeneracional de los ingresos en los países de la OCDE, se necesitarían, de promedio, unos 150 años –cinco gene- raciones– para que el hijo de una familia pobre consiguiese una renta media. Los hijos nacidos entre 1955 y 1975 de padres con bajos niveles de formación y de renta tenían una probabilidad relativamente buena de ascender en la escala de ingresos, pero para los nacidos después de 1975 esta movilidad ascendente se ha estancado; recientemente, el 60% de las personas en el quintil inferior de ingresos han tenido tendencia a permanecer atascados, mientras que el 70% de las personas del quintil superior han seguido allí.
La percepción que tienen un gran número de personas de que la economía no funciona ha alimentado el lógico resentimiento.Y el comercio es un práctico chivo expiatorio para dar salida a esta indignación. Los extranjeros –los bienes y servicios que producen, los puestos de trabajo que supuestamente ocupan– constituyen objetos tangibles a los que echar la culpa. Otros factores que afectan a las perspectivas laborales de la gente pasan desapercibidos: máquinas y programario que mejoran silenciosamente año tras año, por ejemplo, o decisiones políticas domésticas que no logran capacitar adecuadamente a la gente para que pue- da beneficiarse del cambio económico.
Normalmente, los electores tienen muy poco que decir acerca de una posible desaceleración de la tecnología, pero sí pueden votar en contra de los acuerdos comerciales. Y, sin embargo, la primera variable es más culpable que la segunda. Cerrar mercados para paliar la ansiedad económica no conseguirá crear los puestos de trabajo mejores y más seguros por los que suspiran los votantes. En realidad, es casi seguro que empeorará su situación.
Garantizar que el comercio y el crecimiento económico contribuyan a la creación de una sociedad mejor para todos no es solo una cuestión de justicia social; es una cuestión de política práctica
Vijay Sadasivuni y Bernard Hermant (Unsplash)
Por qué cerrar mercados no resuelve nada
Si los gobiernos empiezan a ir por libre en los asuntos comerciales, será cada vez más difícil –y no más fácil–, generar los puestos de trabajo y los aumentos de ingresos que reclaman los enojados electores. Las medidas unilaterales que tome un país provocarán las represalias de sus socios comerciales. La protección del comercio perjudicará el poder adquisitivo a corto plazo y socavará las perspectivas de crecimiento a largo plazo. Y no conseguirá alcanzar su principal objetivo declarado: proteger a la economía local de la pérdida de puestos de trabajo.
Cerrar mercados haría subir los precios y perjudicaría el poder adquisitivo de la gente. Las familias más pobres serían las más afectadas. Un estudio estimó que la interrupción del comercio reduciría el poder adquisitivo real del 10% más pobre de la población norteamericana en un 60%, y en un 57% el del Brasil. Los nuevos trabajos académicos sobre los aranceles introducidos en Estados Unidos el último año sugieren que el coste de los mismos ha sido enteramente soportado por los consumidores estadounidenses, si bien esto puede cambiar si los importadores reconsideran su relación de suministros en los próximos meses.
Si el proteccionismo comercial se impone, frenará el crecimiento tanto en las economías avanzadas como en las economías en vías de desarrollo. En el caso de los países más pobres, una economía global menos abierta cerraría su acceso a los mercados que han proporcionado a otros una forma de salir de la pobreza. Esto dejaría casi con certeza fuera de alcance el objetivo de erradicar la pobreza extrema en el mundo antes del 2030 planteado por los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.
En el caso de los países más ricos, menos competitividad y especialización se traducirían en una menor productividad, en unos precios más elevados, en una elección más limitada para el consumidor y en una disminución del potencial de crecimiento. Los efectos sobre los empleos internos –la supuesta justificación para imponer barreras comerciales– sería igualmente decepcionante. El empleo en las fábricas ha disminuido en todos los países ricos, y algunos han atribuido al comercio la responsabilidad de la caída de empleos bien remunerados para trabajadores de cualificación baja y media. Esto contrasta sin embargo con el hecho de que la producción manufacturera, incluso en Estados Unidos, permanece cerca de su máximo histórico. El desajuste surge del hecho de que son las máquinas, y no las personas, las que hacen el trabajo.
Resulta difícil determinar qué porcentaje de pérdida de empleos lo causa la tecnología y qué porcentaje puede atribuirse al comercio, ya que ambos tienen efectos similares, pero una estimación es que el cambio tecnológico destruye cuatro puestos de trabajo por cada puesto que se pierde a consecuencia de la competencia internacional.
Y parece que la automatización se está acelerando, gracias a los avances en áreas como la inteligencia artificial y la robótica, lo cual es bueno para la productividad agrega- da y para el crecimiento, pero no tanto por su potencial destructor de puestos de trabajo. Muchos trabajos repetitivos están siendo mecanizados. Un reciente informe de la OCDE1 pone de manifiesto que aproximadamente un 14% de los puestos de trabajo en las economías avanzadas están en riesgo de ser automatizados, y que un 32% sufrirán transformaciones que expondrán a los trabajadores menos cualificados a la posible pérdida de su puesto de trabajo. El Banco Mundial estima que en el transcurso de 2019 se pondrán en marcha 1,4 millones de nuevos robots, lo que elevará el total mundial a 2,6 millones. Capacitar a los trabajadores individuales para que puedan prosperar en un mundo cada vez más rápidamente automatizado será igual de importante que permitirles hacer frente a la pérdida de puestos de trabajo relacionada con el comercio.
Limitar el acceso a componentes importados perjudicaría a la competitividad de las cadenas de valor manufactureras. La competitividad global de las cadenas europeas de suministro de automóviles, por ejemplo, depende de la integración económica continental. El empleo y las inversiones en Eslovaquia soportan el empleo y las inversiones en Alemania o en España. Revertir las cadenas de valor transnacionales mediante las restricciones al comercio y a la inversión acabaría encareciendo la fabricación de coches y de piezas de repuesto, perjudicaría el poder adquisitivo local y haría perder a las empresas cuota de mercado en otros lugares del mundo.
El aumento de los costes resultante de las limitaciones al comercio también tendría repercusiones directas en otros sectores de la economía. Por ejemplo: si cada componente o cada programa de un iPhone hubiesen tenido que producirse en el mercado interior, habrían sido mucho más costosos. Aun siendo comercialmente viables, las ventas de Apple de su primer terminal en el 2007, habrían sido muy inferiores. Ello habría significado menos negocio para los proveedores de Apple. Pero los centenares de dólares extra que cada consumidor ha invertido en un teléfono móvil ha sido dinero no gastado en restaurantes y tiendas del barrio. Si los smartphones hubiesen seguido siendo un producto de lujo especializado en vez de algo que la mayoría de personas en los países ricos puede permitirse, la economía de las aplicaciones nunca habría crecido a la escala que ahora damos por descontada.
Finalmente, las políticas comerciales aislacionistas habrían creado probablemente una mayor desconfianza y hostilidad entre las naciones. La historia de la década de 1930 constituye un crudo recordatorio de que los planteamientos aislacionistas en las relaciones económicas internacionales son malos para el crecimiento, y muy malos para que los países lleguen a acuerdos políticos. Actualmente, el pensamiento económico de suma cero –la idea de que la prosperidad de mi país tiene que producirse a costa de mi vecino o viceversa– nos dejaría peligrosamente expuestos al cambio climático. Un componente fundamental de la descarbonización de la economía mundial sería la innovación y la rápida difusión transfronteriza de nueva tecnología.
Una mejor política interior contribuiría a paliar el descontento
Si el cierre de mercados no ayuda a hacer frente al descontento que alimenta actualmente la reacción en contra de la globalización, ¿qué puede hacerlo?: una mejor política interior.
Todos los países ricos han estado más o menos igualmente expuestos a la tecnología y a la globalización. Pero las consecuencias han sido marcadamente diferentes. En 1980, el 1% más rico en Estados Unidos y Europa occidental se llevaba un 10% de la renta nacional. La proporción de ingresos correspondiente a la mitad inferior de la distribución de la renta era también más o menos el mismo: un poco por encima del 20%. Luego las cosas divergieron. El año 2016, la proporción de ingresos nacionales que se llevaba el 1% superior en Estados Unidos era casi el doble, mientras que la proporción correspondiente al 50% más pobre se había reducido casi a la mitad. Mientras, en Europa occidental, el 1% más rico había aumentado, pero solo un poco; el 50% más pobre se había reducido, pero no mucho.
Las diferencias respecto al aumento absoluto real de los ingresos son igual de marcadas: el Laboratorio de la Des- igualdad en el Mundo concluyó recientemente que entre el 1980 y el 2017, la renta real media del 50% más pobre en Europa se incrementó en un 37%, no exactamente el crecimiento medio del conjunto de la población, pero muy cerca. Pero en Estados Unidos, pese a un crecimiento general más rápido durante el mismo período, el 50% más pobre vio crecer su renta real en un exiguo 3%. ¿Qué había sucedido? Los países habían tomado decisiones muy diferentes respecto a impuestos, salarios, gasto público, gobernanza corporativa y educación.
Las denominadas políticas de mercado laboral activo son un ejemplo particularmente relevante. Dinamarca destina más del 2% del producto interior bruto a ayudar a los trabajadores a reciclarse y a encontrar un nuevo trabajo. España destina un 0,6%, cerca de los niveles en Alemania y Suiza. En el Reino Unido, el equivalente es solo del 0,23%, y en Estados Unidos, del 0,1%.
Los países europeos, particularmente los nórdicos, han ido algo más lejos en el desarrollo de una combinación de protección social y mercado laboral activo que permita a las sociedades aprovechar los beneficios en productividad del cambio tecnológico y del libre mercado, asegurando al mismo tiempo que la mayoría de personas estén capacita- das para participar de los beneficios.
Dicho esto, incluso en Europa occidental muchos votantes, especialmente de la clase trabajadora y con poca formación, han estado en primera línea de toda una generación de cambios tanto en el comercio como en la tecnología. Durante la última década, la política fiscal y monetaria en la eurozona a menudo se ha quedado corta respecto a lo que podía haber hecho para estimular el crecimiento. En muchos lugares el desempleo sigue siendo pertinazmente elevado: un 14% en España.
A pesar de todo, los gobiernos han utilizado las herramientas políticas que tenían a mano para marcar una diferencia real en el bienestar de la gente. El reto al que han de hacer frente los gobiernos y las instituciones europeos en los años venideros es utilizar estas herramientas para potenciar las oportunidades de los individuos y para atajar las crecientes disparidades entre regiones.
No sobrevaloremos la oposición al comercio
Un hecho que puede pasar desapercibido entre los titulares sobre las guerras comerciales es el hecho de que el apoyo público al comercio es relativamente fuerte.
Un sondeo hecho el año pasado por el Pew Research Center encontró que en 27 economías avanzadas y emergentes el porcentaje medio de encuestados que estaban de acuerdo en que el aumento de los vínculos empresariales y comerciales con otras naciones era bueno para su país llegaba al 85%. En los Países Bajos, España, Suecia, Corea del Sur y Kenya, nueve de cada diez adultos estaban de acuerdo con esta proposición. Una encuesta de Gallup de marzo del 2019 encontró que el 74% de los norteamericanos creían que el comercio era una oportunidad para el crecimiento más que una amenaza.
Muchos gobiernos siguen mostrando entusiasmo por el potencial del comercio para fomentar el crecimiento y el desarrollo, en ninguna parte de manera más significativa que en África, donde los gobiernos han acordado establecer un Área Continental Africana de Libre Comercio (AfCFTA). Está previsto que entre en vigor en julio de, 2019 y potenciará el comercio intra-africano aproximada- mente en un 52% antes del 2022, según las estimaciones de la Comisión Económica para África de las Naciones Unidas. Esto es especialmente importante, porque las mercancías que los países africanos intercambian entre ellos tienden a ser más sofisticadas que las que exportan al resto del mundo. Según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, los productos tecnológicos de media y alta tecnología representan el 25% del comercio intra-africano, comparado con solo el 14% de las exportaciones del continente a los países desarrollados. El Banco Africano de Importación y Exportación proyecta que la eliminación de las barreras comerciales puede incrementar el producto interior bruto en un 3,15% y aumentar el poder adquisitivo doméstico en aproximadamente un 2%.
Por otra parte, cuando Washington se retiró de la Alianza Transpacífica (TPP), las once partes restantes firmaron una versión revisada del trato, formalmente conocida como Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífica (CPTPP), que ahora ha entrado en vigor. El acuerdo bilateral de libre comercio entre la Unión Europea con Japón también ha entrado en vigor; y un acuerdo similar con Canadá está siendo provisionalmente aplicado.
Estos acuerdos crean nuevas oportunidades comerciales relevantes y abren nuevos caminos en la definición de las reglas de la economía digital. De manera igual de intensa, envían un poderoso mensaje acerca de cómo la cooperación en el comercio global contribuye al crecimiento, al valor añadido y a la creación de empleo.
Sin embargo, los sondeos de opinión también reflejan que el apoyo al comercio es poco profundo y que, en consecuencia, puede variar. Por ejemplo, en 25 de 27 países encuestados por el Pew Research Center, más personas creían que el comercio hacía subir los precios, o los dejaba inalterados, y no que hacía las mercancías más asequibles. Solo cuatro de cada diez europeos creen que el comercio crea empleo, mientras que un 30% cree que el comercio destruye puestos de trabajo y rebaja los salarios. Más del 40% de norteamericanos cree que el comercio tiene un efecto negativo en los trabajadores de su país.
En la medida en que haya gente que se sienta vulnerable, más que optimista, respecto a la economía moderna, habrá margen para que los emprendedores políticos aprovechen la oportunidad para utilizar al comercio como chivo expiatorio.
Conclusión: ¿hacia dónde nos encaminamos?
El historiador Eric Hobswam escribió en cierta ocasión que la Unión Soviética consiguió construir la mejor economía del mundo según los criterios de 1890, eclipsando a todas las demás en la producción de acero, hierro en lingotes y tractores. Solamente había un problema: esto lo logró en los años 1980 y no un siglo antes. Y resultó que los soviéticos no se manejaban bien con los chips de silicio y el software.
En los años de la década de 1960, las economías avanza- das podían servirse de las barreras comerciales para alterar los incentivos del mercado y para impulsar a las empresas a transferir capital y recursos en la construcción de la mejor economía. Sin embargo, en el 2020 esto no conseguiría satisfacer las aspiraciones de los ciudadanos. Como hemos visto, dichas barreras disminuirían las perspectivas de desarrollo en el resto del mundo.
El reto es aprovechar los beneficios del comercio y del cambio tecnológico garantizando al mismo tiempo que personas de diferentes niveles de renta y cualificación, empresas de todos los tamaños, y regiones tanto de la periferia como del centro puedan participar en los beneficios. Este programa de protección sin proteccionismo requiere acciones tanto a nivel doméstico como a nivel internacional.
En primer lugar, debemos oponernos al proteccionismo comercial y apoyar el comercio basado en reglas. Como hemos visto, el proteccionismo comercial no protege al empleo; perjudica el poder adquisitivo a corto plazo y so- cava las perspectivas de crecimiento a largo plazo. Mantener abiertos los mercados globales y preservar el orden basado en reglas personificado en la Organización Mundial del Comercio (OMC) es algo que interesa a todos los países. En una economía mundial cada vez más multipolar, la cooperación multilateral es la forma más eficiente de gestionar la interconectividad. Una aproximación al comercio basada en la filosofía de que el poder crea el derecho sería desastrosa e ineficaz, y llevaría finalmente a muchas más personas a ser más pobres de lo que hubieran sido en otras circunstancias.
En segundo lugar, en vez de quejarse de que las reglas comerciales globales no están a la altura de los estándares de las prácticas empresariales del siglo XXI, los gobiernos deberían colaborar para encontrar soluciones compartidas a los motivos de queja comunes. Siempre que fuera posible, los gobiernos deberían trabajar juntos para actualizar el manual del comercio global, la mayor parte del cual se remonta a mediados de la década de 1990.
Los debates en el seno de la OMC sobre el comercio electrónico abren el camino a la definición de un campo de juego ecuánime y previsible en la economía digital que tomará forma en las próximas décadas. Un acuerdo sobre reducción de las subvenciones a la pesca podría contribuir a garantizar que todavía haya peces en el océano a finales de siglo. Reducir las barreras comerciales a las tecnologías energéticas renovables reduciría el coste de limitar las emisiones de carbono. Actualizar el manual sobre los subsidios industriales haría posible avanzar hacia la reducción de las actuales tensiones comerciales.
En tercer lugar, es preciso actuar con decisión a nivel interno para ayudar a los desplazados por las importaciones y por las máquinas. Se plantean nuevos retos al empleo. Unas máquinas cada vez más sofisticadas están automatizando los trabajos manuales y administrativos y alentando la deslocalización en los países en vías de desarrollo. Cada vez hay más servicios comercializables. Y como en todos los sectores, hay ganadores y perdedores. Pero eso también significa que una mejor educación y unas políticas de mercado laboral más dinámicas tendrían que ser suplementadas con nuevas formas de prestaciones sociales, como subvenciones de capital o rentas básicas, que proporcionasen a los individuos un grado suficiente de seguridad frente a los inconvenientes del dinamismo económico.
En cuarto lugar, hay que trabajar para poner fin a la exclusión económica global. El comercio no puede funcionar para todos si grandes segmentos de la población del mundo siguen estando excluidos de las oportunidades que ofrece. Cuando la manufactura deja de ser el motor de la creación de empleo que solía ser, el peligro es que en vez de pasar de una agricultura de baja productividad a una manufactura de elevada productividad y salarios más altos, la gente de los países en vías de desarrollo acabe en empleos de baja productividad en el sector servicios. El foco tiene que ponerse en promover el valor añadido en la agricultura y los servicios, así como en la manufactura, y en conectar a las empresas de todos los sectores a las cadenas de valor regionales e internacionales. Tanto en los países desarrollados como en los países en vías de desarrollo, empoderar a las mujeres como actores iguales en la economía es tanto un imperativo moral como económico: los países no pueden desarrollar todo su potencial económico si no saben utilizar los talentos de la mitad de su población.
Y finalmente, se debe hacer frente a la competencia en materia fiscal y a la evasión de capitales. La movilidad transfronteriza del capital y la competencia en materia fiscal ha hecho a los gobiernos cada vez más dependientes de los impuestos al consumo y de las rentas del trabajo. Las familias promedio se sienten exprimidas mientras que las empresas multinacionales declaran unos beneficios desproporcionados en un puñado de paraísos fiscales. La agenda social doméstica para reconstruir el apoyo popular a los mercados abiertos es cara. Dado que no existe un árbol mágico del dinero, una mayor cooperación tributaria internacional contribuiría a dotar a los gobiernos nacionales de un conjunto mayor de herramientas para financiar políticas sociales.
Garantizar que el comercio y el crecimiento económico contribuyan a la creación de una sociedad mejor para todos no es solo una cuestión de justicia social; es una cuestión de política práctica. Si los últimos años han dejado algo claro es que desatender las consecuencias distribucionales de cómo funciona la economía puede abrir la puerta a unos líderes políticos a los que no les importe ni el crecimiento ni la distribución de la riqueza.