
Andrea Costafreda
Profesora de Relaciones Internacionales, Blanquerna-URL
El 70 aniversario de Naciones Unidas ha coincidido con la adopción de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Tras dos años de consultas, debates y espacios de participación y deliberación conducidos en su mayoría por el sistema de Naciones Unidas, la comunidad internacional ha acordado una nueva hoja de ruta para el año 2030 que define 17 objetivos de desarrollo sostenible y 159 metas vinculadas a su consecución.
Los ODS tienden importantes puentes con aquellos que los precedieron, los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), a la vez que logran superar gran parte de sus lagunas, decepciones y limitaciones. El hilo conductor tiene que ver con el mantenimiento del momentum que supone refrendar la voluntad de comprometerse en torno a una agenda global del desarrollo. Los ODM marcaron un hito histórico por ser la primera agenda global de desarrollo que establecía compromisos concretos y metas medibles. Aun tratándose de una normativa blanda (de cumplimiento voluntario) los objetivos han demostrado ser útiles para crear una narrativa compartida –con distintas intensidades y acentos, cierto es– sobre el desarrollo. La iniciativa pues, aunque criticada, queda revalidada.
Tras quince años de ODM, muchas han sido las lecciones aprendidas en cuanto a su diseño, alcance, implementación y resultados. Y buena parte de estos aprendizajes han logrado cristalizar y optimizar la nueva versión de la agenda para 2030. Precisamente, por lo que respecta al diseño de la agenda, los ODS son fruto de un proceso de deliberación colectiva a nivel global que dista mucho del proceso de corte más tecnocrático que llevó a la elaboración de los ODM. Este elemento es relevante en términos de apropiación y control democrático, y estratégico para vincular los ODS a procesos de deliberación y toma de decisiones políticas en clave doméstica.
En cuanto al alcance, los ODS incorporan dos elementos fundamentales que estaban ausentes en la agenda anterior: una visión universal de la agenda del desarrollo y una aproximación sistémica al mismo. ¿Por qué universal? Porque lo acaecido desde el cambio de milenio obliga a transitar hacia un enfoque de política pública global, capaz de reconocer las implicaciones y las responsabilidades compartidas en el abordaje de desafíos globales como el cambio climático, la salud internacional o el mantenimiento de la paz. Y ¿Por qué sistémica? Porque la aproximación de los ODM, más enfocada a paliar los efectos del subdesarrollo, ha quedado ahora superada por una realidad que necesariamente debe enfrentar las causas estructurales que lo subyacen. El ascenso del Sur ha generado una situación paradójica en la que los pobres ya no viven en países pobres. Esta nueva realidad ha obligado a incorporar el vector de la desigualdad en la agenda (ODS 10), y a reflexionar sobre la movilización de recursos domésticos en la promoción del desarrollo.
Así pues, aunque con una agenda más universal y sistémica, el memorándum es ciego políticamente. Los ODS son tibios en lo que a la democracia y los derechos humanos se refiere. Una circunstancia explicable en tanto que son producto del acuerdo intergubernamental de los 193 estados miembros de Naciones Unidas. Decepcionante por desconocer que la lucha contra la desigualdad no es posible sin empoderar políticamente a los que quedan estructuralmente excluidos de la toma de decisiones. Los mismos que están llamados a ser quienes puedan ejercer el control político sobre los efectos reales de una agenda global blanda que debería inspirar políticas locales más contundentes.