BARRY EICHENGREEN,
Profesor de Economía y Ciencias Políticas de la Universidad de California, Berkeley
Fuente: Shannon O’Toole, «Ceramic Factory», 2013.
Los días idílicos de la economía internacional han terminado. El año 2016 fue desalentador para el crecimiento del PIB global, para la expansión de las transacciones internacionales y para la corrección de los problemas de la desigualdad global. Si tomamos al pie de la letra las previsiones hechas en octubre de 2016 por el Fondo Monetario Internacional (FMI), 2017 no se perfila mucho mejor. El crecimiento global se recuperará solo parcialmente. La expansión del comercio provocará de nuevo decepciones, a juzgar por los baremos históricos. Aunque el incremento de los ingresos familiares en Estados Unidos sugiere que el país está empezando a ganar terreno en su problema de la igualdad, la atenuación del crecimiento en los mercados emergentes, fuera de Asia en particular, significa que continuaremos viendo pocos progresos en el frente global de la desigualdad.
Recordemos lo diferentes que parecían las cosas antes de la crisis. El crecimiento global se situó de promedio en un vigoroso 4,6% en 2003-2006, el más rápido desde 1970-1973. En el cuarto de siglo inmediatamente anterior a la crisis, el comercio global creció la mitad de rápido que el producto interior bruto global, y el incremento de las transacciones financieras transfronterizas fue aún más rápido. EEUU, Canadá y México firmaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), y Europa consolidó su mercado único. China ingresó en la Organización Mundial del Comercio (OMC), lo que le obligó a dar un acceso cada vez más libre a las empresas extranjeras que tenían intención de penetrar en su inmenso mercado interior.
La situación actual, en comparación, es desastrosa. El crecimiento lento ha persistido durante tanto tiempo en los países avanzados que ha adquirido un nombre propio: el “estancamiento secular”. Los analistas continúan valorando a la baja las perspectivas de crecimiento de Estados Unidos, el país que es tradicionalmente la locomotora de la economía mundial. Por mucho que lo intente, la Reserva Federal estadounidense (FED) sigue siendo incapaz de elevar los tipos de interés a algo parecido a los niveles habituales. En Europa, el problema familiar del crecimiento lento y los desequilibrios entre el norte y el sur del continente han adquirido un revestimiento de problemas bancarios que empaña aún más la perspectiva. Lo único que ha cambiado, el triunfo del leave en el referéndum del Brexit en el Reino Unido, aumenta la incertidumbre y también suscita cuestiones existenciales respecto al futuro de la Unión Europea. Y en Japón, el Banco Central y el gobierno están mostrando signos crecientes de desesperación debido a que las anteriores medidas han llevado a una expansión insostenible del balance contable del Banco del Japón, pero no han conseguido acabar con una deflación crónica.
El modelo bancario europeo está roto: hay demasiados bancos para que los depósitos bancarios sean lucrativos, y una regulación más estricta ha reducido la rentabilidad de la banca de inversión
El fin del modelo de crecimiento tradicional
Normalmente uno esperaría que el crecimiento en los mercados emergentes incrementase la media global, pero sus resultados económicos también han sido decepcionantes. Brasil está empantanado en la peor depresión en sus dos siglos como nación independiente. El crecimiento chino ha seguido disminuyendo, y lo único que ha impedido que lo hiciese todavía más ha sido una alarmante burbuja inmobiliaria y un nivel insostenible de préstamos corporativos. Los manuales de economía sugieren que el crecimiento de la productividad tendría que ser más rápido en los mercados emergentes donde hay más margen para la modernización tecnológica. Pero en China la productividad total de los factores, que mide la productividad combinada del capital y el trabajo, está creciendo actualmente aproximadamente a la mitad del ritmo al que lo hacía en 2011. El crecimiento de la productividad apenas está por encima de cero en India, un país que es generalmente presentado como una de las historias de éxito de la economía mundial. De manera mucho más alarmante, el crecimiento de la productividad está disminuyendo, no aumentando, en Asia Central, en el sudeste de Europa y en América Latina en general. Si esta caída en el ritmo de crecimiento de la productividad persiste, será un indicio claro, si es que hace falta alguno, de que el modelo de crecimiento del mercado emergente ya no sirve.
Estos problemas nacionales tienen su reflejo a nivel internacional. El comercio global sigue creciendo pero ahora lo hace más lentamente que el producto interior bruto global. El Índice del Báltico para Carga Seca (BDI, por su sigla en inglés), que mide el coste de los fletes para mercancías a granel, se mantiene cerca del punto más bajo de todos los tiempos, lo que sugiere que nadie espera que el comercio repunte pronto. La Ronda de Doha de las negociaciones comerciales globales se ha desplomado, y las alternativas regionales, el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (Trans-Pacific Partnership, TPP) y la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (Transatlantic Trade and Investment Partnership, TTIP) están en vía muerta. Donald Trump hizo campaña comprometiéndose a renegociar los tratados comerciales con México y Canadá. Theresa May se ha comprometido a renegociar los tratados comerciales británicos. Hubo un tiempo en que la globalización era vista como un potente motor del crecimiento global. Para bien o para mal, ese tiempo ha terminado.
En retrospectiva, resulta tentador pensar que deberíamos haber visto venir estos problemas. El rápido crecimiento económico de 2003-2006 era claramente insostenible. Hubo una masiva burbuja crediticia e inmobiliaria en Estados Unidos, alimentada por la agresiva reducción de los tipos de interés llevada a cabo por la Reserva Federal en 2001-2002 y por la mala regulación de los préstamos hipotecarios. El incremento consiguiente de la deuda familiar animó artificialmente el crecimiento económico al tiempo que maquillaba el hecho de que los ingresos reales de las familias de clase media y trabajadora se estaban quedando atrás. Y si el incremento de la deuda familiar y de los precios inmobiliarios era insostenible, también lo eran los balances de situación de los bancos, las compañías de seguros y los fondos de inversión.
Lo que sucedió en Estados Unidos, además, no se quedó solo en Estados Unidos. El crédito barato y abundante en ese país hizo irresistible para los bancos europeos solicitar préstamos e invertir en valores tóxicos como los créditos hipotecarios de alto riesgo (subprime).Y lo que los bancos franceses y alemanes no invirtieron en Estados Unidos lo invirtieron en bonos del gobierno griego y en valores inmobiliarios en Irlanda y España.
Mientras tanto, en China, el crecimiento se vio estimulado por el rápido incremento de las exportaciones y una tasa de inversión extraordinariamente elevada. El rápido crecimiento de las exportaciones fue posible mientras la economía china era una economía relativamente pequeña respecto a las del resto del mundo. Pero una vez que China se convirtió en la segunda economía más grande del mundo, el crecimiento continuado de sus exportaciones amenazó con provocar tensiones comerciales con otros países. Una tasa de inversión sin precedentes en la historia del mundo planteaba la cuestión de durante cuánto tiempo un país, incluso tan grande como China, podría continuar encontrando proyectos de inversión productivos. Y esto estaba relacionado con la pregunta sobre cuántas acerías, fábricas de cemento y centrales termoeléctricas podía soportar el país desde el punto de vista medioambiental. Mientras, en otros mercados emergentes, desde Brasil a Rusia, el crecimiento era artificialmente estimulado por los altos precios de las materias primas y la energía, consecuencia de la insaciable demanda china.
Caracterizado de este modo, el crecimiento del período 2003-2006 era un castillo de naipes. Si retirabas un naipe, por ejemplo el que llevaba la etiqueta “mercado inmobiliario norteamericano”, todo el edificio se desplomaba.
Fuente: Lincolnblues, «Feeling Undervalued. Nice eagle watermark», junio de 2008.
¿Estamos ignorando vulnerabilidades que amenazan con otra crisis?
Todo esto plantea tres cuestiones para el 2017. Una, dado que no supimos ver cómo se acumulaban las vulnerabilidades en el período anterior, ¿es posible que estemos también ahora pasando por alto importantes vulnerabilidades que amenazan con sumir a la economía global en otra crisis? Dos, ¿por qué la crisis de 2008-2009 fue seguida por un prolongado período de crecimiento lento, no solo en los países donde se había originado la crisis, sino en todo el mundo? Y tres, ¿estamos asistiendo al final de la globalización, o es concebible que la caída del comercio global y de las transacciones financieras transfronterizas dé un vuelco?
En mi libro Hall of Mirrors:The Great Depression, the Great Recession, and the Uses –and Misuses– of History (“La galería de los espejos: la gran depresión, la gran recesión y los usos –y abusos– de la Historia”), apunto tres posibles explicaciones de por qué no supimos ver cómo se nos venía encima la crisis de 20082009. Una es lo que los psicólogos califican de “sesgo de la continuidad”: la tendencia subconsciente a pensar que el futuro se parecerá al pasado reciente. Se deduce de ello que en la medida en que el sesgo continúe prevaleciendo, que no hayamos tenido una gran crisis financiera desde 2008 puede estar alimentando una peligrosa sensación de autocomplacencia.
Segundo, el fracaso anterior reflejaba la presión social a favor de adaptarse y el coste de ser condenado al ostracismo si, por ejemplo, criticabas la gestión financiera de Alan Greenspan en la Conferencia de Jackson Hole de la Reserva Federal en 2005, como un economista que tuvo la osadía y la imprudencia de hacerlo. De manera tranquilizadora, el hecho de que este puñado de inconformistas demostrase estar en lo cierto, y que el consenso que se había formado en torno a la eficiencia del sistema de regulación reinante se erosionase al estallar la crisis, en la actualidad sigue animando a los puntos de vista discrepantes en la medida en que persiste el recuerdo de aquella situación.
Tercero, la creencia de que todo iba bien, tanto económica como financieramente, reflejaba la influencia de una ideología dominante, a saber, la ideología de la eficiencia de los mercados. Reflejaba la influencia de las grandes instituciones financieras ejercida a través de sus conexiones políticas y de sus contribuciones a las campañas y a los grupos de presión. Esta ideología salió tocada, si no totalmente desacreditada, por la crisis. Lo mismo puede decirse de la reputación y de la influencia política de los bancos. El resultado es un panorama con claroscuros: las razones para temer que el exceso de confianza en la eficiencia refuerza la regulación se han impuesto de nuevo, pero también hay quien cree que hoy hay más escepticismo respecto a la estabilidad del sistema financiero.
Particularmente, sostengo que este panorama con claroscuros es un reflejo exacto de la realidad (lo que es comprensible, si tenemos en cuenta que estoy sujeto a los mismos sesgos que otros observadores). Ahora los bancos tienen que ajustarse a unos estándares de capital y liquidez más exigentes, lo que los hace más seguros. Pero los grandes bancos son todavía demasiado complejos de gestionar (Wells Fargo) o demasiado grandes para quebrar (Deutsche Bank). El modelo bancario europeo está roto: hay demasiados bancos para que los depósitos bancarios sean lucrativos, y una regulación más estricta ha reducido la rentabilidad de la banca de inversión. La solución para los bancos menos rentables es reducir su tamaño o salir del mercado, pero los gobiernos siguen viendo esto no como una saludable reorganización del sistema bancario, sino más bien como la pérdida de un campeón nacional. El resultado son unos bancos que no solo son demasiado complejos de gestionar y demasiado grandes para quebrar, sino también demasiado débiles para prestar dinero. Una idea reconfortante –la razón de que el panorama tenga claroscuros– es que en Europa, donde el problema es más grave, los gobiernos poseen en muchos casos los recursos suficientes para recapitalizar, en caso de necesidad, a sus instituciones financieras en apuros. Por este motivo, el escenario más probable es la persistencia de la fragilidad financiera y el malestar económico, más que una crisis financiera total.
Lo mismo vale para los otros graves riesgos financieros que se ciernen sobre 2017, a saber, la burbuja inmobiliaria y la explosión de la deuda corporativa en China. La deuda corporativa china es del orden del 150% del PIB, un nivel sin precedentes para un mercado emergente. El FMI calcula que el 15% de dicha deuda es “problemática”, y que en estos casos lo más probable es que la entidad crediticia recupere solamente la mitad de lo que las empresas de titularidad estatal y otras corporaciones le han pedido prestado. Unas pérdidas del 7,5% del PIB, que es lo que esta aritmética implica, crearían un agujero importante en los balances de bancos y otras instituciones financieras. Afortunadamente, esto no constituye una amenaza para el sistema financiero internacional, ya que la deuda en cuestión afecta solo a la propia China.
Tampoco es una amenaza para la estabilidad del sistema financiero chino, ya que las autoridades tienen la capacidad de reparar el daño causado por los préstamos improductivos. La última vez que se produjo un problema similar, en 1999-2000, el gobierno chino utilizó sus reservas de divisas para recapitalizar los bancos. En este momento, las reservas ascienden aproximadamente al 30% del producto interior bruto chino, más que suficiente para tapar el agujero de los balances contables. El peligro en China, por consiguiente, no es la posibilidad de una crisis total, sino que las autoridades, como sus predecesores en Japón en la década de 1990, no reconozcan el problema de los préstamos improductivos y animen a los bancos a prorrogar o “perennizar” sus préstamos. El resultado sería, como en Japón, bancos zombies prestando a empresas zombies y crecimiento lento crónico.
La respuesta a nuestra primera cuestión clave, por tanto, es que los riesgos importantes que amenazan a la estabilidad financiera continúan, pero que es probable que se materialicen de forma diferente que en 2008-2009.
Los riesgos importantes que amenazan a la estabilidad financiera continúan, pero es probable que se materialicen de forma diferente que en 2008-2009.
¿Por qué la crisis de 20082009 fue seguida por un prolongado crecimiento lento?
Lo anterior avanza en cierto modo una respuesta a nuestra segunda pregunta, a saber, ¿por qué el crecimiento lento se ha cronificado después de la crisis financiera? Las economías no pueden crecer de manera estable sin un sistema financiero y un sistema bancario que funcionen correctamente, y tanto el sistema financiero de Europa como el de China tienen todavía graves problemas por resolver. Los propios banqueros culpan a unas regulaciones más estrictas y a unas normas de capital más elevadas. Más plausible es que los bancos occidentales se hayan movido demasiado lentamente para captar capital, no queriendo diluir sus valores accionariales, y que hayan sido también demasiado lentos a la hora de desprenderse de sus actividades no rentables, lo que refleja las veleidades “imperiales” de sus directivos. En China, el problema es la falta de voluntad de las autoridades para conformarse con un índice de crecimiento lento y de ahí su continua dependencia de los bancos a la hora de establecer una política de préstamos, lo que explica su cada vez mayor exposición a las empresas de propiedad estatal. Pero el problema del crecimiento lento no es solo un problema de mal funcionamiento de los sistemas bancario y financiero. El debate sobre el estancamiento secular señala a tres culpables más: un ahorro global elevado, una inversión global baja y un crecimiento de la productividad descendente. El espectro de un “exceso global de ahorro” lo planteó por vez primera el ahora exgobernador de la Reserva Federal Ben Bernanke, que llamó la atención sobre el fenómeno en 2005. Bernanke apuntaba al alto nivel de ahorro en mercados emergentes de rápido crecimiento como China y en petroestados ricos en petróleo como Noruega o Arabia Saudí. La buena noticia para el 2017 es que estos índices de ahorro están a punto de bajar. Los petroestados tienen menos rentas por reciclar, dado el bajo nivel de los precios del petróleo. Las poblaciones de China y de la mayoría de mercados emergentes (con la excepción de India, Indonesia yVietnam) están envejeciendo rápidamente. La gente ahorra mientras trabaja preparándose para la jubilación, y retira estos ahorros cuando deja de trabajar. Como consecuencia, el exceso global de ahorro pronto desaparecerá, aunque todavía no está decidida la duración de la transición.
Las razones de la baja inversión global son más misteriosas. Hay quien dice que la inversión empresarial está deprimida debido a la incertidumbre política: en Estados Unidos por la polarización de la política; en el Reino Unido por la incertidumbre del Brexit; en Brasil y Turquía por el exceso de democracia y por el autoritarismo, respectivamente. Otros apuntan al hecho de que el precio relativo de las mercancías de inversión ha tendido a bajar. Todo el mundo es consciente de ello en el caso de los ordenadores, el coste de los cuales se ha desplomado. Pero de hecho esta observación tiene un ámbito de aplicación más amplio: el precio de los bienes de capital en general ha ido cayendo respecto al de los bienes de consumo durante la mayor parte de los últimos treinta años. En consecuencia, las empresas tienen que gastar menos para completar los mismos proyectos de inversión.
Finalmente, el sector de la alta tecnología, el único segmento de la economía que va bien, tiene unas necesidades de inversión más modestas que las de la industria tradicional. En vez de tener que construir una fundición o un alto horno, lo único que necesita la típica start-up son unos cuantos portátiles y tal vez una mesa de ping-pong.
Esta referencia a la alta tecnología nos lleva a la explicación más polémica de la baja inversión global, a saber, que nos estamos quedando sin proyectos de inversión atractivos. Esta hipótesis ha sido enérgicamente propuesta por Robert Gordon en su éxito de ventas The Rise and Fall of American Growth (“Ascenso y caída del crecimiento americano”). No encaja muy bien con la observación según la cual el cambio tecnológico radical está en todas partes, desde la biotecnología a las impresoras 3D y a la industria de nuevos materiales como el grafeno. El argumento de autores como Ian Goldin y Chris Kutarna en su respuesta a Gordon titulada Age of Discovery (“La era del descubrimiento”), es que una masa crítica de innovaciones tiene que acumularse antes de que pueda traducirse en un aumento de la productividad, o que la economía tiene primero que reorganizarse fundamentalmente antes de poder sacar partido de estas nuevas tecnologías.Ya lo hemos visto antes: se tardó casi tres décadas, después de 1895, cuando la compañía eléctrica Niagara Falls empezara a generar corriente alternativa, para que las instalaciones de la fábrica se reorganizasen y la revolución de la electricidad se revelase como una forma superior de productividad industrial. Este es un argumento a favor de la posibilidad de que en el futuro pueda darse una mayor inversión, un crecimiento de la productividad y el fin del malestar provocado por un estancamiento secular.
La respuesta a nuestra segunda pregunta, por consiguiente, es que la actual circunstancia del carácter crónico de la desaceleración económica es el resultado de múltiples factores. Es tranquilizador pensar que probablemente unos cuantos de estos factores son transitorios. Y no es nada tranquilizador, en cambio, el hecho de que no tengamos ni idea de cuál puede ser la duración del período de transición.
La longitud de dicho período, a su vez, dará forma a las perspectivas de la globalización. El crecimiento lento, si persiste, reforzará las fuerzas anticomercio intensificando las presiones para proteger los empleos existentes. Avivará la oposición a la inmigración y hará más difícil que la Unión Europea mantenga su mercado único y la plena libertad de la movilidad laboral. Un crecimiento más rápido, por otro lado, hará que el comercio parezca menos un juego de suma cero. El surgimiento de nuevas industrias hará que sea menos urgente proteger las actividades en declive. La creación de nuevos puestos de trabajo hará que parezca menos importante la preservación de los existentes como dominio exclusivo de los nativos.
Nada de esto implica que vayamos a regresar a una situación como la anterior en el que el comercio transfronterizo y las transacciones financieras crecían varias veces más rápido que la economía mundial. El rápido crecimiento del comercio dependía del súper crecimiento en China y del desarrollo de cadenas globales de suministro.Y el crecimiento de China está ahora desacelerando hacia dígitos individuales intermedios, y es poco probable que se descomprima todavía más el proceso de producción, teniendo en cuenta los rendimientos decrecientes. En Norteamérica, montar una sola caja de cambios de un automóvil implica hacerla circular varias veces entre Estados Unidos, Canadá y México. Descomprimir aún más este proceso sería problemático, teniendo en cuenta los costes de transporte y coordinación. China y las cadenas de suministro globales seguirán con nosotros, pero es poco probable que impulsen el crecimiento del comercio global de modo tan potente como antes.
¿Estamos asistiendo al final de la globalización?
La misma conclusión se sigue para la tercera pregunta en el caso de las transacciones financieras transfronterizas. Se dispararon antes de la crisis financiera y después volvieron a caer. El aumento de los riesgos políticos y un crecimiento más lento del producto interior bruto son dos explicaciones potenciales del más modesto incremento de la inversión exterior hoy día.
Pero si se examinan más de cerca los datos sobre flujos de capital transfronterizos, se ve que el componente principal cuya tasa de crecimiento se ha reducido más es el de los préstamos bancarios, no el de la inversión en valores extranjeros o la inversión exterior directa (compra de empresas extranjeras y construcción de fábricas extranjeras). El descenso de estos “flujos intermediados por los bancos” refleja la misma debilidad del sistema bancario ya apuntada más arriba. Pero también refleja el hecho de que los reguladores, habiendo concluido (basándose en la crisis) que los préstamos bancarios transfronterizos son especialmente arriesgados, les han puesto freno. Asumiendo que los reguladores no olviden estas lecciones y reviertan a una regulación de tacto fino, el crecimiento vertiginoso de los flujos transfronterizos de capital, que fue evidente durante la época inmediatamente anterior a la crisis, es poco probable que regrese.
Fuente: RaduMicu, «Life between worlds – FA Yuen Street Market, HK», 2016.
¿Hacia un nuevo modelo de crecimiento inclusivo?
Así pues, es evidente que la era de la hiperglobalización, cuando el comercio transfronterizo y los flujos financieros crecieron varias veces más rápido que el PIB global, ha terminado. Pero no hay motivo para que la producción, el comercio y los pagos no puedan ahora crecer conjuntamente y al mismo ritmo, manteniendo la tasa actual de comercio y de flujo de capitales. La amenaza de la globalización, vista desde esta perspectiva, es más política que económica. Es la reacción populista contra el comercio y la inmigración. Es notable que en 2016 nadie excepto los dos principales candidatos a las elecciones presidenciales norteamericanas rechazase el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP). En el Reino Unido, el Partido Conservador está evidentemente preparado para sacrificar los acuerdos de libre comercio con la Unión Europea y con el resto del mundo por el “Brexit extremo”. En ambos países, el giro proteccionista ha sido animado por la hostilidad pública hacia la inmigración y por la creencia popular de que tanto el comercio como la inmigración han tenido como resultado una pérdida de puestos de trabajo para los nativos, especialmente de los menos cualificados.
Este giro populista es en parte una consecuencia del problema del crecimiento lento descrito más arriba. En un entorno de crecimiento lento, la pérdida de puestos de trabajo es más dolorosa, ya que los nuevos trabajos y oportunidades no se crean a un ritmo comparable. Además, la reacción populista refleja el hecho de que no todos los grupos se benefician por igual de la globalización. Los manuales de economía sugieren que unos factores de producción relativamente abundantes y móviles cosechan más beneficios; en las economías avanzadas estos factores relativamente abundantes y móviles son el capital y el trabajo cualificado. En cambio, los trabajadores no cualificados, que compiten frontalmente con los trabajadores no cualificados de los países en vías de desarrollo, no resultan nada beneficiados. Para que la globalización sea políticamente –y no solo económicamente– sostenible, la sociedad tiene que crear mecanismos –pagos por transferencia, programas de formación, etc.– para compensar a los perdedores.
El misterio es por qué han sido necesarios Donald Trump y Nigel Farage para recordarnos estos hechos fundamentales. Sea como sea, incluso políticos conservadores como la primera ministra británica Theresa May hablan ahora de un crecimiento inclusivo que beneficiará no solo a los más privilegiados, los ricos y los mejor formados, sino también a otros grupos sociales. Hablan de viviendas asequibles y de un sistema educativo que permita a los graduados competir en un mundo globalizado. Sugieren financiar estas políticas con una reforma del sistema tributario que lo haga más exigente con los beneficiarios de la globalización. Y abogan por un sistema financiero que sirva a la sociedad y no solo a los administradores de fondos de inversión de alto riesgo.
Si se implementa este programa, la globalización será políticamente sostenible. Una mejor capacitación y formación contribuiría también a combatir el malestar que produce el crecimiento lento de las economías avanzadas.
El problema es que los efectos no se notarán en 2017. La educación que marcaría la diferencia tarda años en impartirse. Las viviendas tardan años en construirse. Las reformas tributarias que desplazan la carga hacia la parte superior de la pirámide tardan años en modificar la distribución de las rentas y la riqueza. Mientras, hacer frente a la desaceleración, mantener la estabilidad financiera, sostener un grado razonable de apertura económica, y evitar una reacción populista destructiva será un reto. Ese será el reto para el 2017.