MICHAEL WESLEY,
Profesor de Relaciones Internacionales y decano del Asia Pacific College en la Australian National University (ANU)
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Australia es un lugar del mundo singular en muchos aspectos. El país es una gran isla-continente extraordinariamente dotada, con una población pequeña, en su mayor parte congregada en tres ciudades de su costa suroriental. Los otros dos países comparables a Australia por extensión geográfica China y Estados Unidos, cuentan respectivamente con poblaciones 52 y 16 veces mayores. Australia no tiene fronteras terrestres con ningún otro estado, y su enorme territorio marítimo linda con los dos mayores archipiélagos del mundo. Excepto un 3% de sus habitantes – la población indígena– el resto son inmigrantes o descendientes de inmigrantes. Australia ocupa el lugar número 13 del mundo por el tamaño de su economía, y el número 12 por su presupuesto militar. No hay ningún otro país que tenga una brecha cultural y de desarrollo tan grande con sus vecinos, aunque la inmigración, y la rapidez del desarrollo en Asia la están reduciendo.
A pesar de que algunos comentaristas han atribuido las circunstancias favorables de las que goza Australia a la suerte, la prosperidad continuada y la seguridad de una sociedad tan singular sin duda se explican por algo más que la buena fortuna. La habilidad para gestionar las relaciones de Australia con un entorno internacional rápidamente cambiante y a menudo turbulento ha desempeñado un papel importante en la configuración de la Australia actual. Si bien su servicio diplomático es reducido en comparación con el de otros estados desarrollados, los responsables de las relaciones exteriores de Australia han demostrado ser particularmente efectivos en su función de hacer valer y proteger los intereses del país en la escena mundial. Con el tiempo, ha surgido una forma de aproximación a la política exterior específicamente australiana, que ha llegado a ser tan consustancial con el pensamiento y la planificación de los profesionales y de los observadores que, a menudo, ni siquiera estos son conscientes de su existencia. Este característico enfoque se ha ido perfeccionando gracias a cuatro ideas fuerza – inquietudes– subyacentes que estructuran cómo los artífices de la política exterior australiana piensan acerca del mundo. La aproximación a la política exterior resultante se ve reforzada y profundizada por la efectividad de las acciones que genera; sin embargo, el desafío futuro al que se enfrenta la política exterior australiana es que todas y cada una de esos ejes o ideas fuerza que la orientan se ven hoy confrontadas por desafíos sin precedentes, lo que hace que, con el paso del tiempo, la política generada en base a ellas sea cada vez menos eficaz. Veamos esos cuatro ejes o ideas fuerza con más detalles.
Los estados que no son grandes potencias pero que tienen una capacidad diplomática significativa tienen tanto la posibilidad como la obligación de jugar un papel creativo en la construcción institucional y en la resolución de conflictos
El aislamiento
En toda su historia, Australia ha sido invadida solo una sola vez. En 1788, tres barcos cargados de presidiarios y de soldados llegaron a Botany Bay en cumplimiento de la estrategia imperial británica. La recientemente concluida Guerra de los Siete Años había cambiado la naturaleza de la competición imperial: la noción de imperio no sería a partir de entonces tanto una cuestión comercial y de inversión, sino de control y de ocupación de territorios. La guerra había demostrado lo vulnerables que eran las posesiones de ultramar a ser capturadas por los rivales; la nueva e imperativa estrategia era desarrollar bases navales con las que el Imperio pudiera proteger a sus colonias de ocupaciones hostiles. Y Australia emergió como una base de estratégica ubicación que facilitaba el reabastecimiento y el reacondicionamiento naval a una distancia conveniente de unas colonias asiáticas cada vez más valiosas. Poco después del desembarco de los británicos en Botany Bay, amarró también en las cercanías una flota francesa que, sin embargo, al poco tiempo desplegó de nuevo las velas y se alejó, en vistas de que su premio le había sido arrebatado.
Los convictos, los soldados y los colonos que se instalaron en Australia llevaban consigo una profunda sensación de aislamiento que impregnó totalmente a la sociedad que fundaron. El viaje que hicieron era la travesía al lugar más distante del planeta, y en el tránsito, dejaron atrás no solo un país sino un hemisferio. A su llegada se encontraron con un continente enorme y árido, bañado por una luz intensa, poblado por una fauna y una flora extravagantes, y con las estaciones del año invertidas respecto a las del hemisferio norte. Pocos podrían permitirse nunca un viaje de regreso a las Islas Británicas: su reasentamiento tenía un carácter permanente y su comunicación con el país de origen era lenta y cara.
El aislamiento generó una actitud particular respecto al resto del mundo. Proliferó un temor profundo a que potencias hostiles tomasen posiciones de fuerza más cercanas que las que mantenía el imperio protector, y que desde ellas amenazasen a la joven colonia. Por ello, el primer imperativo fue reclamar todo el continente australiano para la corona británica. Y lo segundo, fue hacer lo propio en todo el Pacífico Sur: Las fuentes de la política exterior australiana brotaron del temor a que unas potencias hostiles se afianzasen en islas del Pacífico desde donde pudiesen representar una amenaza o atacar a las colonias australianas. En abril de 1883, la colonia de Queensland anexionó unilateralmente para la corona británica la sección suroriental de la isla de Nueva Guinea, como acción preventiva ante el rumor de que Alemania planeaba establecer en ella una avanzadilla colonial.
El repudio de la anexión por parte del gobierno británico y la indignación que esto provocó en Australia fue un estímulo poderoso para que las colonias australianas negociasen una federación y lograsen la independencia de Gran Bretaña en 1901. Pero el aislamiento engendró una tensión creativa en la política exterior australiana. Por un lado, estaba la frustración ante la falta de sensibilidad de la Gran Bretaña por los temores de los australianos (que estos atribuían a la lejanía física y política entre Whitehall y las Antípodas), que fue un potente incentivo para desarrollar políticas independientes y dotarse de las capacidades para moldear las regiones circundantes de Australia. Sin embargo, esto convivía, también, con la preocupación por la capacidad efectiva de Australia para acometer sus objetivos debido a su escasa población y a lo enorme que era el continente que habitaban, lo que provocó una dependencia profunda de los vínculos y las capacidades imperiales.
La campaña relámpago del Japón imperial en todo el Sudeste Asiático en 1942 grabó a fuego en lo más profundo de la conciencia australiana los peligros del aislamiento. La llegada de tropas japonesas a dos islas cercanas a Australia confirmó algunos de sus temores. Uno de ellos, que la lejanía de Australia respecto a Gran Bretaña significaba que el Imperio no solo no era capaz de defenderla, sino que le asignaba a Australia una prioridad menor que la asignada a la defensa de su intereses securitarios en Europa. También planteó un escenario en el que, mientras las tropas australianas peleaban por el Imperio en el norte de África, su propia patria quedaba desprotegida frente a un ataque de una potencia asiática. En aquel entonces, Australia tuvo suerte de que Estados Unidos la eligiese como base de su campaña del Pacífico, lo que frenó y, progresivamente, alejó a las fuerzas japonesas de las proximidades de Australia.
La crisis de 1942 consolidó el aislamiento como uno de los motores básicos de la política exterior australiana. Terminada la guerra, los decisores políticos se mostraron convencidos de la necesidad de integrar a Australia en instituciones de seguridad que le proporcionasen voz y seguridad. Cuando se fundó la OTAN en 1949, Canberra manifestó un fuerte interés en integrarse, y cuando esto no fructificó, se centró en negociar una alianza con Estados Unidos, lo que logró en septiembre de 1951. Pero la alianza no alivió la ansiedad por el aislamiento. Estados Unidos era poderoso, pero tenía muchos compromisos internacionales. Por ello, uno de los imperativos de la diplomacia australiana fue demostrar su lealtad como aliado siempre que fuera posible, apoyando los objetivos estratégicos estadounidenses y planeando constantemente los problemas existentes en la propia región australiana para captar la atención de los decisores políticos de EEUU.
National Library of Australia, “Men of 3 Squadron, Australian Flying Corps, lining up for food, Bertangles, France, 1918 / John Joshua”. Michael Coleridge, “Members of 5 Platoon, B Company, 7th Battalion, The Royal Australian Regiment (7RAR), just north of the village of Lang Phuoc Hai”. https://www.awm.gov.
Defensa permanente del statu quo
Australia se fundó en los albores de la era de la economía industrial globalizada. A mediados del siglo xix, sus colonizadores utilizaban los enormes territorios de los que se habían apropiado para producir las materias primas que se necesitaban para abastecer a la era industrial: trigo, carne, lana, carbón y oro, lo que convirtió a la sociedad australiana en una de las más ricas del mundo en términos de renta per cápita. A medida que la sociedad australiana se iba haciendo más fuerte y próspera, lo mismo hacía el Imperio Británico, al que la isla-continente estaba orgullosa de pertenecer, y que proveía de una envoltura de seguridad y prosperidad a las colonias australianas. Una prosperidad que Australia custodió celosamente, restringiendo la inmigración y exigiendo el fin del transporte de convictos. El país propugnó además una serie de experimentos sociales y políticos de tipo radical: un salario mínimo, una jornada laboral establecida, plenos derechos políticos para las mujeres (pero no para los aborígenes australianos); y el voto obligatorio mediante votación secreta.
Los australianos se convirtieron en firmes partidarios de la jerarquía racial, considerando que, como anglosajones, formaban parte del pueblo elegido para estar en la cúspide de la humanidad. Esta era una creencia compartida en todo el imperio: la de que los anglosajones eran los custodios de un don para la libertad, la gobernanza y la inventiva que el historiador romano Tácito había observado entre las tribus bárbaras de Germania en su día. Se creía que los pueblos de habla inglesa habían sido los primeros en reclamar su libertad a los señores feudales; en desarrollar un Parlamento elegido para controlar el poder de los reyes; en establecer la supremacía de un sistema de derecho consuetudinario aplicable a todos; en desencadenar una revolución industrial; en defender el libre mercado, y en construir el imperio más extenso de la historia. Fue una actitud que dio lugar a una serie de actos crueles y represivos en contra de la población indígena australiana, y al deseo de excluir a toda la inmigración no blanca. La primera pieza aprobada de la legislación de la Commonwealth fue la Ley de Restricción de la Inmigración que estableció la Política de la Australia Blanca.
La comodidad, seguridad y confianza de que disfrutó la sociedad australiana durante los primeros años dieron paso, con el cambio, a una sensación de incomodidad. Debido a que se sentían tan afortunados, cualquier cambio en las circunstancias australianas era considerado por definición como un empeoramiento. El declive comparativo de la Gran Bretaña a finales del siglo xix coincidió con el deseo australiano de fortalecer el imperio, y empujar a Gran Bretaña y sus dominios a asumir la carga de defender el statu quo. Otras iniciativas de política exterior estaban encaminadas a proteger el statu quo doméstico de Australia. El primer ministro australiano Billy Hughes (1915-1923) se opuso enérgicamente a una propuesta japonesa de incluir una cláusula a favor de la igualdad racial en la carta fundacional de la Liga de las Naciones; posteriormente, el ministro de Asuntos Exteriores H.V. Evatt contribuyó decisivamente a la redacción del Artículo 2(7) de la Carta de las Naciones Unidas que impide la intervención en los asuntos internos de los estados miembro. Ambos estadistas estaban protegiendo de presiones externas la Política de la Australia Blanca.
La anarcofobia
El aislamiento y los privilegios generaron entre los australianos el temor a la anarquía, en el sentido de temer al desorden mundial y los conflictos fuera de control como en el de la antipatía por la implacable y competitiva diplomacia europea. Los australianos compartían con sus primos estadounidenses la sensación de que, al dejar Europa, podían dar forma a un orden más estable y predecible en su propio hemisferio. El deseo de dominar el Pacífico excluyendo a sus competidores era alimentado por el miedo a la anarquía. Las potencias europeas que querían bases en la región australiana amenazaban con recrear el competitivo poder político de Europa demasiado cerca de casa; “una serie de nacionalidades… armadas hasta los dientes”: así era como veía un parlamentario de la época victoriana ese posible futuro en el Pacífico Sur.
Pronto el temor que les provocaban sus rivales europeos se vio superado por el que les generaba Asia. Cuando los australianos navegaron hacia el norte encontraban unas sociedades a las que consideraban densamente pobladas, pobres y caóticas. Los sentimientos de superioridad racial contrastaban con el temor al dinamismo, la fertilidad y la avaricia que creían que animaban a sus vecinos asiáticos. Dos eran las sociedades que más desconfianza suscitaban a los australianos: China y Japón. Respecto a la primera, la coincidencia de la rebelión de Taiping (1851-1864) con las fiebres del oro australianas atrajo a miles de migrantes chinos a las costas australianas.Allí se encontraron con una violenta e indisimulada hostilidad. Su disposición a soportar las dificultades y a trabajar incansablemente generó la convicción de que permitir la inmigración de asiáticos hundiría los salarios y el nivel de vida de los australianos. Posteriormente, la industrialización y la transformación doméstica del Japón tras la restauración Meiji dio lugar a otro tipo de temor diferente respecto a Asia. La derrota de Rusia en la guerra ruso-japonesa de 1905 plantea la perspectiva de una gran potencia asiática capaz de amenazar a Australia justo cuando la atención de la Gran Bretaña se focalizaba de nuevo en Europa y en su rivalidad con una Alemania ascendente. No tiene nada de extraño, por consiguiente, que cuando la Gran Flota Blanca de Estados Unidos visitó los puertos australianos en 1908, esta fuera recibida por unas multitudes extasiadas.
La anarcofobia de Australia era tanto emocional como práctica. La sociedad era consciente de que había demasiados pocos australianos para defender un territorio tan vasto de un ataque; y sin embargo no estaban dispuestos a permitir los elevados índices de inmigración (particularmente la procedente de países asiáticos) que les hubiese permitido construir esta base de población necesaria. La consecuencia estratégica de ello fue que había que hacer frente a las amenazas emergentes lo más lejos posible de las costas australianas: de lo contrario, cuando estas estuviesen a corta distancia de la isla continente sería demasiado tarde. Esto dio a la política exterior australiana una preocupación constante por los asuntos mundiales, e hizo que los australianos estuviesen dispuestos a luchar en guerras que se libraban lejos de su territorio y a ayudar a los aliados a mantener el orden. En consecuencia, la historia militar de Australia está principalmente concentrada en África, Europa y Oriente Medio, más que en su propia región.
La integración de Australia en la red estadounidense de alianzas de la Guerra Fría proporcionó un nuevo marco para mantener la anarquía a raya. Aliada con la primera potencia mundial, la sociedad australiana encontró consuelo en las nítidas y predecibles rivalidades entre las superpotencias y sus respectivos sistemas de alianzas. Al firmar la alianza de inteligencia conocida como los Cinco Ojos con Estados Unidos, el Reino Unido, Canadá y Nueva Zelanda, Australia se incorporó plenamente al proceso de la Guerra Fría, tanto intercambiando información de inteligencia como aceptando “responsabilidad” por el orden en el Pacífico Sur y en el Sudeste de Asia de parte de la alianza. Se convirtió en un firme partidario del poder norteamericano y aprovechó con entusiasmo todas las oportunidades que tuvo de reforzar la alianza y demostrar su lealtad. Terminada la Guerra Fría, Australia disfrutó del “momento unipolar”. Su principal aliado parecía invencible, no solo militarmente sino también económica, cultural y tecnológicamente. Su imperativo después de los ataques del 11-S fue apoyar a Estados Unidos a toda costa, incluso sumándose a la invasión de Irak en 2003 pese a la fuerte oposición doméstica. Fuesen cuales fuesen los daños colaterales, la disposición de Estados Unidos a hacer respetar la estabilidad global era vista como un beneficio neto para Australia.
Al exigirle fidelidad a un “orden basado en normas” en el Indo-Pacífico, Australia está implícitamente criticando las acciones disruptivas de China (…), tratando de utilizar la amenaza de aislamiento diplomático para cambiar el comportamiento de Beijing
El lnstitucionalismo
Para una nación temerosa de una rivalidad global descontrolada, y con el don de saber regular sus asuntos domésticos, el auge de la creación de instituciones internacionales después de la Primera Guerra Mundial fue visto como un desarrollo positivo. Los australianos estaban preocupados de que el aumento secuencial de grandes potencias tuviese como resultado una especie de “ley de la jungla” internacional en la que los poderosos harían lo que les viniese en gana y los débiles sufrirían. Las instituciones globales que prescribían el comportamiento de los Estados, que codificaban los derechos de propiedad y que sancionaban las conductas agresivas parecían ser la mejor forma de mantener a raya esa “ley de la jungla”. Los diplomáticos australianos tenían una gran ventaja a la hora de trabajar para la creación de instituciones multilaterales. Al federarse para conseguir la independencia, las colonias australianas habían dado muestras de tener un talento especial para el diseño institucional, tanto tomando prestadas ideas de otros lugares como innovando, cuando lo habían creído necesario. De Gran Bretaña habían heredado un conocimiento profundo de los procedimientos parlamentarios, el derecho consuetudinario y la lengua inglesa, tres cosas fundamentales para el diseño y el funcionamiento de organismos multilaterales.
Y de este modo la política y la diplomacia australianas pudieron trabajar desde el primer momento en la creación de instituciones internacionales sólidas y garantizar la defensa en ellas de sus propios intereses. Tanto la Liga de las Naciones como las Naciones Unidas presentaban señales de la influencia australiana. Reiteradamente, Australia pudo negociar “tratos especiales” en las organizaciones de las que formaba parte. El mandato que le fue concedido sobre Papúa-Nueva Guinea tanto por la Liga de Naciones como por la ONU le daba un margen de maniobra mayor de aquel al que tenía legalmente derecho; más tarde se le permitió proteger su industria doméstica de formas que les fueron negadas a otros miembros del GATT (Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles Aduaneros).
El impulso a favor del institucionalismo también generó una obsesión con la pertenencia y la exclusión en la sociedad australiana. La formación de la OTAN generó ansiedad ante la posibilidad de que Australia fuese dejada fuera por sus dos grandes aliados, a los que presionó para formar una alianza propia con Estados Unidos. Posteriormente, Australia vio con preocupación la solicitud de la Gran Bretaña de unirse a la Comunidad Económica Europea, y solo se tranquilizó con el crecimiento de la demanda de exportaciones australianas por parte de Japón y de otras economías asiáticas industrializadas. La siguiente iteración del temor a la exclusión se produjo durante la década de 1980, cuando la formación de bloques regionales en Europa y América del Norte abrió la posibilidad de la creación de un bloque exclusivo en Asia que separase a Australia de sus mercados clave.
El temor a la exclusión ha llevado a la voluntad de proponer e impulsar la creación de nuevas instituciones. Frente a los estadistas asiáticos que cuestionaban las credenciales “asiáticas” de Australia y en consecuencia su elegibilidad como miembro, Australia propuso una nueva Organización para la Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) en 1989. Si bien la identidad asiática de Australia era cuestionable, nadie podía cuestionar su estatus de país de la región Asia-Pacífico. Cuando a principios del siglo xxi surgió una vez más el espectro de un regionalismo exclusivo del este de Asia en forma de conversaciones para la creación del ASEAN+3 (China, Japón y Corea del Sur), Australia argumentó con éxito a favor de los beneficios de una agrupación regional más amplia que incluyese a India, Australia y Nueva Zelanda, explotando el temor de algunos estados a una región dominada por China. Poco después, el primer ministro Kevin Rudd utilizó la crisis financiera mundial para abogar por la institucionalización de un G20 de las principales potencias económicas en vez del G12 que habían propuesto otros y del que Australia habría sido excluida. Más recientemente, Australia ha regresado a su táctica de la cartografía creativa para colocarse una vez más en el centro de un marco geopolítico, argumentando a favor de un ámbito “Indo-Pacífico” expandido que sustituya al más restrictivo “Asia-Pacífico”.
En sus momentos más idealistas, el institucionalismo australiano se ha manifestado en accesos de “activismo de potencia mediana”. La tradición de potencia mediana, cuyo linaje se remonta al jurista italiano del siglo XVI, Giovanni Botero, sostiene que los estados que no son grandes potencias pero que tienen una capacidad diplomática significativa tienen tanto la posibilidad como la obligación de jugar un papel creativo en la construcción institucional y en la resolución de conflictos. Estos impulsos llevaron a Australia a jugar un papel crucial como patrocinador de resolución de conflictos en Camboya en 1989-1991, Timor-Leste en 1999-2000 y en las Islas Salomón en 2013-2017.
El institucionalismo de Australia también le lleva a creer que el regionalismo y el multilateralismo pueden desplegarse y tener un efecto estratégico. Esto le convirtió en un partidario entusiasta de incluir a antiguos rivales de la Guerra Fría en instituciones regionales después del fin de esta, en la creencia de que esta participación les “socializaría” habituándoles a las normas establecidas, al tiempo que les convencería de que les saldría mucho más a cuenta participar que cuestionar el orden establecido a medida que se fueran haciendo fuertes. El ministro de Asuntos Exteriores Gareth Evans era un firme partidario de la inclusión de China en la APEC y en el Foro Regional de la ASEAN, y también de la incorporación como miembros de Vietnam, Laos y Myanmar. Sus esperanzas de una socialización positiva de China no se han cumplido, especialmente porque China ha podido utilizar las propias normas de consenso de estas organizaciones para bloquear la discusión de sus acciones más polémicas. El nuevo impulso a utilizar las instituciones para socializar el comportamiento de China no se basa en los incentivos sino en la vergüenza. Uniéndose a Japón, India y otros países regionales para exigir fidelidad a un “orden basado en normas” en el Indo-Pacífico, Australia está implícitamente criticando las acciones disruptivas de China en el mar de la China Meridional y en el mar de la China Oriental, y tratando de utilizar la amenaza de aislamiento diplomático para cambiar el comportamiento de Beijing.
El mundo cambia
El aislamiento, la defensa permanente del statu quo, la anarcofobia y el institucionalismo se han combinado para configurar la política y la diplomacia australianas de manera particular. Estas ideas fuerza de la política exterior australiana han configurado tanto las circunstancias internacionales de Australia como la respuesta australiana a dichas circunstancias. Y en cualquier caso, la política exterior de Australia ha servido bien a la nación, tanto en momentos problemáticos como en momentos estables. Pero el campo de las relaciones internacionales está cambiando constantemente, y a medida que el siglo xxi avanza, el mundo evoluciona en una dirección incómoda para Australia y para los artífices de su política exterior. Efectivamente, Australia se enfrenta a una tormenta perfecta en la medida en que se están desarrollando tendencias internacionales que cuestionan cada uno de los cuatro ejes de la política exterior australiana.
A medida que los países más grandes de Asia se industrializan, su preocupación por la seguridad se desplaza desde el ámbito doméstico al internacional. Japón, China, India, Corea del Sur y Taiwán dependen cada vez más de flujos fiables de energía, recursos, comunicaciones y componentes para el continuo crecimiento y el dinamismo de sus economías, y en consecuencia se han vuelto muy atentos a los riesgos que pueden sufrir dichos flujos. El ciclo económico ha llevado a las economías más avanzadas a invertir en la creación de capacidad industrial en otros países, generándoles de este modo un interés real en la estabilidad política del mundo más allá de sus propias fronteras.
Por consiguiente, los presupuestos militares y de ayuda al desarrollo en Asia han ido creciendo inexorablemente. Pero según una lógica conocida desde hace tiempo, el crecimiento de los presupuestos diplomáticos no ha traído tranquilidad de espíritu; a medida que aumenta la capacidad de sus vecinos, cada estado se siente más amenazado, independientemente de sus propias inversiones.
El resultado es que Australia ya no está tan aislada de las cabinas de mando del poder geopolítico y de la contestación. Las principales potencias asiáticas tratan de proyectar su influencia en el Pacífico occidental y en el océano Índico, compensando al mismo tiempo la capacidad de proyectar poder de sus actuales o potenciales rivales. La perspectiva de utilizar la lejanía geográfica en su propio beneficio se está desvaneciendo rápidamente en el caso de Australia. La rivalidad geopolítica ha establecido un punto de apoyo en el Sudeste Asiático y en el Pacífico Sur para un futuro previsible, lo que plantea alternativas complejas a su política exterior. La actual reacción de Canberra bebe del manantial del aislacionismo como eje de su política exterior. Su “interés” actual se enmarca en un intento de contrarrestar la influencia de Beijing en el Pacífico Sur procurando igualar los principales elementos de las cabezas de puente de China en la región, al mismo tiempo que trata de convencer a los países del Pacífico para que opten por Australia y sus aliados como socios preferentes. No parece que haya considerado muy a fondo lo que tendría que hacer en el caso muy probable de que los países de las islas del Pacífico optasen por comprometerse con China y con Australia y sus aliados.
Canberra también tiene profundas dudas respecto a cómo responder a la relativa decadencia del poder estadounidense y a su voluntad de invertir en preservar el orden global que construyó y defendió después de la Segunda Guerra Mundial. La alianza con Estados Unidos se había vuelto esencial para la política exterior australiana durante las siete décadas en que Estados Unidos fue todopoderoso y el respaldo principal de la doctrina liberal internacionalista del orden mundial. Para Canberra, la respuesta ante cualquier contingencia era simple: “redoblar la apuesta por la alianza”. La asociación estratégica trajo consigo una seguridad general y concreta: ningún estado amenazaría Australia si con ello corría el riesgo de tener que enfrentarse a su superpotencia aliada; y mientras, la primacía de EEUU garantizaba las instituciones y las prácticas que habían hecho de Australia un país rico y seguro.
A medida que avanza el siglo xxi está cada vez más claro que China, Rusia, Irán y Corea del Norte ya no son reacios a desafiar directamente al poder norteamericano. De hecho, es cada vez más evidente que Beijing y Moscú se centran en demostrar la debilidad de la determinación estadounidense a sus aliados. La presidencia de Donald Trump no ha hecho más que reafirmar esta tendencia. El 45 presidente de Estados Unidos ha elegido tratar a sus aliados y rivales como iguales, tratando de intimidar a sus tradicionales socios en la cuestión de la seguridad, planteando cuestiones de equidad y hablando al mismo tiempo en un tono muy conciliador respecto a China, Rusia y Corea del Norte. Mientras, en varios frentes –el cambio climático, el comercio, el control armamentístico– Estados Unidos ha retirado su apoyo a los principios del internacionalismo liberal que una vez defendió, o ha pasado directamente a atacarlos. Una vez más, la acérrima defensa de Australia del statu quo ha ofuscado sus respuestas. Por un lado, su Libro Blanco de la Defensa de 2016 se basa en la tradición establecida de prometer profundizar en su integración en la alianza y en la inversión; por otro, su Libro Blanco de la Política Exterior de 2017 se refiere a la incertidumbre respecto al poder y al compromiso estadounidense y a la prioridad de establecer asociaciones de cobertura con potencias asiáticas afines.
Con la disminución de la primacía estratégica de Estados Unidos en Asia, aumenta la perspectiva de una política de poder sin limitaciones que domine la región. Estados Unidos y China, junto con Japón, Corea del Sur e India, están concentrando sus esfuerzos en crear alianzas de estados favorables a sus intereses. El temor de China a un “cerco” ha generado respuestas como la iniciativa Belt and Road (Cinturón y Ruta de la Seda) que tratan de explotar el dinamismo de la economía china para crear alianzas económico-estratégicas con sus vecinos. Estados Unidos y las otras potencias asiáticas, temerosas de la emergencia de un bloque geoeconómico centrado en China, han respondido con iniciativas propias de seguridad y económicas. Mientras, los países objeto de esta rivalidad entre grandes potencias los estados pequeños y medianos del Sudeste Asiático y del Pacífico han respondido tratando de obtener el máximo de ventajas de todos los pretendientes. La anarcofobia de Australia la ha dejado sin saber muy bien cómo responder. Sus reiterados llamamientos a apoyar un “orden basado en normas” expresan la vana esperanza de que un previsible y no anárquico futuro-pasado llegue de algún modo a triunfar. El hecho de que Beijing se niegue a retractarse de sus pretensiones sobre el Mar de la China Meridional, o su rechazo a un arbitraje de estas reclamaciones no parece haber hecho mella en el compromiso retórico de Canberra con un orden basado en normas. Entretanto, se están manifestando los primeros síntomas de una estrategia de cobertura, aunque de manera tentativa y sin convicción. Australia está construyendo foros plurilaterales, como el Diálogo sobre la Seguridad Trilateral con Estados Unidos y Japón, y los “Quads” –Cuadriláteros– con Japón, India y Estados Unidos. Pero sin los habituales entusiasmo, creatividad y energía australianos, estos son unos pilares muy débiles para apuntalar sus intereses en medio de la nueva competencia entre potencias.
Finalmente, Canberra es consciente del doble reto que afrontan las instituciones internacionales. En medio de una creciente competencia entre potencias, las instituciones son cada vez menos influyentes para determinar el comportamiento de los estados. Al mismo tiempo, las instituciones se han vuelto cada vez más disfuncionales en el plano interno, y son incapaces de reflejar y moderar los vaivenes del poder y las iniciativas entre sus miembros. Pese a ello, Australia sigue estando fuertemente comprometida con los organismos regionales y multilaterales, y tan temerosa como siempre de ser excluida de ellos. Mientras, los limitados recursos diplomáticos se consumen en el mantenimiento de cumbres internacionales cada vez menos importantes, lo que deja poco margen para pensar en formas diferentes de hacer más previsible y responsable el comportamiento de los estados.
La pérdida de efectividad de los motores históricos de la política exterior australiana debida a la evolución de su entorno internacional plantea una serie de cuestiones profundas a su enfoque de la diplomacia. Dichos motores funcionan a un nivel cultural profundo y se requiere tiempo y dedicación para cambiarlos. Con el tiempo, los desencajes de los marcos tradicionales de la diplomacia australiana se harán manifiestos. Sus ciudadanos han de confiar en que estas insuficiencias serán detectadas y que impulsarán el desarrollo de nuevos pilares para la política exterior australiana.