Juan Carlos Garzón
Investigador asociado de la Fundación Ideas para la Paz y Global Fellow del Woodrow Wilson Center
El mercado de drogas ilegales se ha estabilizado. En términos globales, la demanda permanece en niveles similares, mientras que la oferta continúa, garantizada por organizaciones criminales que se adaptan a las respuestas del Estado –cuando las hay. En la superficie, la eterna disputa entre las fuerzas del orden y los traficantes continúa, como prueban las imágenes diarias de capturas, incautaciones y enfrentamientos. En el fondo, el asunto es mucho más complejo, con instituciones y funcionarios al servicio de intereses criminales, y poblaciones cuyos ingresos dependen de esta economía ilegal.
Es cierto, la diferencia entre países consumidores y productores se han vuelto más difusa. Cuando el Estado logra interrumpir una ruta, los narcotraficantes abren o recuperan otra. El tema es que, si bien las organizaciones criminales son mucho más fragmentadas y pasajeras, los contextos en los que operan siguen brindado las condiciones propicias para su reproducción. La violencia, su manifestación más preocupante, suele concentrarse en lugares donde las instituciones son débiles y el tejido social se encuentra fragmentado. El narcotráfico ha conseguido conectar estas zonas aisladas con la economía global y, en no pocos casos, influir en cómo funciona el Estado.
Pero si se observa de cerca, lo que se ha presentado como una lucha global es un problema focalizado y local. Aunque Naciones Unidas estima que 250 millones de personas consumieron por lo menos una droga en 2014, en realidad son 29 millones los que desarrollan usos problemáticos. En un único un país, Afganistán, se concentran dos tercios de los cultivos de adormidera. Además, la demanda global de cocaína podría ser abastecida por menos de un tercio de todo el territorio de un país como Colombia. Y en todo caso, la sustancia más consumida es la marihuana, que es cada vez más abastecida por producción local.
Entonces, si este es el tamaño del problema, ¿por qué sus consecuencias han llegado a ser tan graves? ¿Por qué no hemos encontrado una mejor solución? ¿Cuáles son las razones para que sigamos con esta eterna disputa? Apunto cuatro razones, a continuación.
En primer lugar, lo que en un principio era un problema de salud pública y desarrollo, fue catalogado como un desafío a la seguridad, con la criminalización masiva de los usuarios y delincuentes menores. Segundo: se decidió prohibir el uso de sustancias psicoactivas cuando el objetivo más realista era su regulación; si el Estado no asume esta tarea, los criminales saben cómo hacerlo. Tercero, la respuesta del Estado ha sido dura con los débiles y débil con los duros. Se ha avanzado poco en hostigar las finanzas de quienes se lucran con este negocio. Cuarto, el punto de partida fue que el narcotráfico era la causa y no el resultado de la debilidad institucional y el débil apego a la legalidad.
En el caso de Colombia, la estrategia antinarcóticos ha gravitado entre el garrote y la zanahoria –más bien lo primero que lo segundo–. Se han enfocado los resultados hacia la destrucción de cultivos, la desarticulación de organizaciones criminales y la detención de cargamentos. Si bien se han obtenido resultados tácticos golpeando las estructuras de los narcotraficantes, en el plano estratégico estos han sido menos positivos. Los mercados criminales se reproducen y las deficiencias del Estado en los territorios permanecen. El país continúa siendo el primer productor de cocaína y las redes de distribución urbanas son un desafío para la seguridad. En la última década, en Colombia se produjeron más de un millón de capturas por delitos relacionados con las drogas, se fumigaron 1,5 millones de hectáreas y se incautaron cientos de toneladas de estupefacientes. No obstante, las condiciones de vulnerabilidad y la débil presencia institucional en la periferia no han cambiado sustancialmente. En parte por el conflicto armado, pero también por la falta incentivos y voluntad.
El problema de fondo no ha sido el narco, sino la falta de Estado
Digámoslo claro: el problema de fondo no ha sido el narco, sino la falta de Estado. No un Estado que se defina y construya a partir de las amenazas, sino de la protección y bienestar de los ciudadanos. Esa es la lucha que hay que afrontar.