Stan Veuger
Investigador residente del American Enterprise Institute
En el primer capítulo de su libro La macroeconomía del populismo en Latinoamérica, Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards identificaron tres aspectos cruciales del paradigma macroeconómico populista: en primer lugar, que este se origina en un descontento profundo con la situación actual que sirve de atracción hacia sus postulados políticos. En segundo lugar, como respuesta, en su programa el populismo promete un crecimiento espectacular que, además, se distribuirá entre el conjunto de los ciudadanos. Y, por último, a cambio, la condición para llevarlo a cabo es quizá el aspecto esencial de todo populismo económico: el rechazo fundamental de toda restricción que dirima lo que es lógica o económicamente posible.
Si alguien encarna de manera mayúscula el discurso populista hoy, este es sin duda el actual presidente de EEUU, Donald Trump
Es evidente que estos tres aspectos dominan los programas políticos y las declaraciones públicas de la mayoría de líderes y movimientos políticos actuales que englobamos dentro de los postulados populistas; estos elementos están presentes en las promesas de dinero extra para el sistema de salud público llegado el caso de que Reino Unido abandonase la Unión Europea; también en la oferta de servicios veterinarios gratuitos de Berlusconi; y en el rechazo del libre comercio por parte de la izquierda valona. Sin embargo, si alguien encarna de manera ejemplar y mayúscula el discurso populista hoy, este es sin duda el actual presidente de EEUU, Donald Trump.
La crónica de su primer mandato está repleta de ejemplos que sustentan esta afirmación. Ya desde el inicio, en enero del 2016, y en el mismo discurso de investidura, hacía referencia a la “carnicería americana” que respondía a una siniestra conspiración a dos bandas entre las élites académicas y financieras, por una parte, e inmigrantes violentos y parasíticos, por otra. Frente a esta amenaza se presentaba a sí mismo como la solución, el instrumento que haría devolvería la grandeza —un concepto ambiguo pero con connotaciones étnico-religiosas perceptibles— de Estados Unidos, con el objetivo principal de beneficiar al “hombre olvidado”. “Y yo, soy el único capaz de arreglarlo”, afirmó. Su receta consistía en la construcción de un muro con México, un recorte de impuestos que no repercutiría negativamente en el presupuesto y una fuerte dosis de proteccionismo, una fórmula que permitiría doblar la tasa de crecimiento. Jamás se ha dado esta sucesión de acontecimientos y en ningún caso sería un desarrollo fácil. Lo cierto es que a día de hoy sus promesas siguen sin cumplirse y es de prever que así seguirá siendo: el déficit fiscal se ha desbocado, el déficit comercial va en aumento y los salarios de la clase media no han variado significativamente de tendencia en los últimos años. Lo que nos lleva a la última de las características fundamentales del populismo económico, del trumpismo al chavismo: conducen de manera inevitable al fracaso, como consecuencia natural de promesas imposibles de cumplir en un mundo con recursos limitados.
Es posible que el lector haya notado en este breve resumen otro aspecto más, que resulta crucial hoy en Estados Unidos y en buena parte de Europa, y que también resonaba en el primero de los aspectos identificados por Dornbusch y Edwards, aunque va más allá de la esfera de la economía; reside en la idea de que la situación actual es innecesariamente mala, y que su penosa situación se debe a grupos claramente identificables que fueron los que crearon o agravaron los problemas económicos. Esta es quizá la característica que más distingue a los políticos populistas —puede que el término “populista” se aplique a esos políticos justo para no hacer explícito que el fracaso en su ideario económico pueda deberse a su incapacidad, no a una intervención externa. Esta dimensión del populismo es la que violenta más gravemente nuestro entendimiento de cómo debe articularse una sociedad moderna y, en este sentido, es dañina no solo moralmente, sino también por sus consecuencias económicas. La estigmatización conlleva restringir el acceso a los lugares más productivos del planeta a grupos desfavorecidos y destruir los incentivos de las personas más productivas. Y así contribuye a la gran tragedia del populismo económico: reduce, a la larga, la prosperidad que todos compartimos.