Jordi Quero
Investigador de CIDOB
Mucho se ha escrito sobre el nuevo papel de China en Oriente Medio, especialmente en el marco de la neonata iniciativa de la Ruta de la Seda (One Belt, One Road) y la decisión de Estados Unidos de reducir sus responsabilidades de seguridad en la región para precisamente “pivotar hacia Asia”. Hasta la fecha, la naturaleza de la política exterior de China en Oriente Medio está fundamentada en la diplomacia económica y comercial, rehuyendo cualquier dimensión política en sus relaciones con los actores regionales. El involucramiento económico chino descansa principalmente en las importaciones de energías fósiles —desde 1993, alrededor del 50% del petróleo que ha consumido proviene de Oriente Medio—, la exportación de bienes manufacturados y la construcción de infraestructuras y edificaciones civiles —incluso antes de la eventual Iniciativa de la Ruta de la Seda. Pero esta implicación económica no viene acompañada de una vertiente política: Beijing sortea con bastante éxito que sus crecientes relaciones económicas comporten una profundización de sus relaciones políticas o un mayor compromiso de participación en la estabilidad y seguridad de la región. La política exterior se transforma así en un ejercicio desnudo de promoción de los intereses comerciales chinos en el extranjero.
Beijing sortea con bastante éxito que sus crecientes relaciones económicas comporten una profundización de sus relaciones políticas o un mayor compromiso de participación en la estabilidad y seguridad de la región
La pregunta que se hace todo el mundo es si China resulta así más atractiva a los actores regionales, especialmente frente al modelo de intervención estadounidense actual de la llamada pax americana. La respuesta es clara y demostrable con hechos: sí. El rol histórico de Washington como proveedor último de seguridad está más en cuestión que nunca.
El caos generado por la invasión de Irak y sus reticencias a asumir responsabilidades de pacificador en Siria, Libia y Yemen ponen en duda sus capacidades efectivas para llevar a cabo tal cometido. Pero más importante aún es la sensación de que la aproximación estadounidense exhala misión civilizatoria. El intervencionismo humanitario, las agendas democratizadoras —invasión mediante— y la narrativa de promoción de los derechos humanos y las libertades civiles incomoda a muchos en la región. El modelo chino asentado en los Principios de la Coexistencia Pacífica (Bandung, 1955), y muy especialmente en la inflexibilidad del principio de no injerencia, parece encajar mejor con la voluntad e intereses de muchos de los liderazgos en Oriente Medio.
No obstante, y probablemente más interesante todavía, sería preguntarse sobre si dicho modelo de implicación es sostenible en el tiempo. ¿Podrá Beijing mantenerse indefinidamente al margen de lo político? Una primera réplica es que sólo podrá seguir así hasta que Estados Unidos quiera. ¿Cuánto tiempo aceptará Washington seguir pagando determinada factura para que un tercero, con aspiraciones globales quizás contrapuestas a las suyas, se siga beneficiando sin asumir ninguna responsabilidad? La segunda respuesta tiene que ver con una relectura de la historia del colonialismo occidental no sólo en Oriente Medio sino en la totalidad del globo. Gran parte del hecho colonial del siglo XV en adelante se explica por el proselitismo etnocéntrico de Occidente, ya sea evangelizador, racial, civilizacional, etc. Pero, en algunas ocasiones —especialmente en los casos del Reino Unido y Holanda— el origen de su presencia militar e injerencia política en algunas sociedades extranjeras se explica por la voluntad de los estamentos públicos de proteger intereses privados previamente desarrollados en los países finalmente colonizados. Entonces, la pregunta a responder será hasta qué punto podrá China mantenerse al margen en situaciones donde la presencia de las grandes compañías chinas se vea amenazada por acontecimientos que generen inestabilidad política e inseguridad. Cualquier situación semejante situará a Beijing frente a la dicotomía de mantenerse fiel a la narrativa de la no injerencia o violar dicho principio para proteger sus intereses económicos y comerciales.