Joan Subirats
Investigador sénior asociado de CIDOB y director del Programa de Doctorado del Instituto de Gobierno y Políticas Públicas de la Universitat Autònoma de Barcelona
La “Conferencia de Naciones Unidas sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible”, más conocida como Habitat III, concluyó sus sesiones en Quito en octubre de 2016 aprobando un documento de cerca de cuarenta páginas y doscientos epígrafes, que quiere ser la nueva agenda urbana para los próximos veinte años. Los precedentes de Vancouver en 1976 y de Estambul en 1996, nos indican que tal denominación es más pomposa y formal que efectiva y real. A pesar de ello, en Quito se demostró la creciente significación de las ciudades, que en pleno proceso de globalización económica, cultural y social, muestran que, a pesar de que la era digital ha hecho el mundo más pequeño y aparentemente más similar, el lugar sigue importando. El sitio en el que uno vive, trabaja y se alimenta sigue siendo muy significativo. La gente se mueve más que nunca, cualquier información llega a todas partes, y se generalizan pautas y productos de consumo cultural, pero no es lo mismo vivir en un sitio que en otro.
Las ciudades son pues espacios en los que se combinan distintas oportunidades y riesgos vitales. Por un lado, son lugares privilegiados para vivir, ya que ofrecen todo tipo de servicios y amplían el abanico de relaciones y oportunidades, pero al mismo tiempo acumulan conflictos, riesgos y tensiones. No es casualidad que las ciudades hayan sido desde hace siglos lugares destacados por su capacidad de convertirse en espacios de vecindad entre todo tipo de opciones vitales.
Lo que generó más preocupación entre autoridades locales, académicos y activistas urbanos es la capacidad de los fondos de inversión internacional de violentar las dinámicas urbanas
Esa cualidad histórica de los entornos urbanos de constituirse en refugio de prófugos, discrepantes y rebeldes, está hoy puesta en cuestión por dinámicas económicas y por opciones políticas que tratan de reducir o evitar tal trayectoria. Lo vemos en la crisis de los refugiados, también en el tema de la diversidad o en el miedo que produce a algunas élites que las ciudades, por su propia naturaleza, sean lugares en los que la calidad democrática se mide por la capacidad de contener conflicto y discrepancia. No hay una sola mención al término democracia en la declaración final de Quito, ni tampoco se logró la incorporación del reconocimiento de los colectivos LGTBI, en esa lógica de vetos cruzados típica de las declaraciones internacionales tan amplias como la congregada en la conferencia. Pero, sin duda, lo que generó más preocupación entre algunas autoridades locales, académicos y activistas urbanos es la creciente capacidad de los fondos de inversión internacional de violentar las dinámicas urbanas, la construcción de una ciudad para todos. La lógica agresiva del capitalismo financiero y especulativo, busca en la compra de suelo y de complejos inmobiliarios (ocupados o no), las bases materiales sobre las que apuntalar productos y derivados financieros. Y frente a eso y la inacción de las autoridades estatales, las capacidades de los gobiernos locales no son suficientes.
Otro punto negativo a destacar de la declaración final, es la ausencia de perspectiva crítica sobre la intrusión tecnológica en el funcionamiento de las ciudades. La dinámica de las “Smart cities” se incorpora como una oportunidad, sin advertencia alguna de lo que implica desde el punto de vista de pérdida de soberanía y de dependencia tecnológica. Y es aún más grave la adhesión a lo que serían las ventajas del “big data” para gestionar las ciudades, sin que tampoco se advierta en el texto prevención alguna sobre el control de esos datos y de la necesidad de democratizar y politizar (quién gana y quién pierde) el uso de información que los ciudadanos y las ciudades que la alberga producen sin cesar. Por mucho que celebremos la esforzada incorporación del concepto “derecho a la ciudad” en la declaración, tras la presión de la coalición internacional que lleva años defendiendo esa expresión como síntesis de ciudades justas, equitativas, democráticas y sostenibles, lo cierto es que el balance final resulta ambivalente. Las ciudades son cada vez más importantes en la vida de la humanidad, pero esa misma relevancia acumula riesgos y amenazas que solo la confluencia de gobiernos locales comprometidos y de ciudadanía movilizada pueden tratar de encarar y reducir.