Marie Miendras
Politóloga en el CNRS, Profesora en el Instituto de Estudios Políticos de París
El populismo es más un eslogan y un método que un concepto o una ideología. La atracción de la demagogia funciona como una adicción. Fomenta en el individuo una lectura dicotómica de la realidad –el bueno y el malo, todo o nada–, así como el rechazo a analizar las situaciones por uno mismo. En el mundo hiperconectado actual, los demagogos utilizan la fuerza de la palabra y de las imágenes, y lanzan la peonza de Internet para hacer girar, a toda velocidad, hechos y contraverdades, realidades y fantasías. Estas «informaciones» se difunden demasiado rápido para que puedan ser analizadas y contrastadas, y dejan siempre un rastro en el espíritu de la gente.
El ciudadano queda atrapado en el torbellino de las emociones y abandona su libre arbitrio. Persuadido de que el nuevo líder le dará voz, acepta un discurso reductor y métodos de gobierno restrictivos. Sin ser siempre consciente de ello, el elector de Trump o del Frente Nacional no vota por una estrategia definida, sino por una promesa de ruptura con lo establecido. Lo que ocurrirá después se le escapa, y acepta implícitamente dar carta blanca a la nueva élite. Se vuelve entonces a la casilla de salida: el pueblo vuelve a poner su destino en manos de un pequeño grupo dirigente, más arrogante y cerrado que el precedente. La contradicción es evidente. Así, la gran mayoría de los electores de Trump no quieren una revolución, ni siquiera un cambio social, sino simplemente «librarse» de las élites y de las referencias a un pasado multicultural y cosmopolita, y levantar barreras a los «extranjeros». La hostilidad hacia los refugiados que huyen de la guerra aumenta en los países de Europa directamente afectados por las oleadas de emigración.
Y desde hace más de 17 años Vladímir Putin ha consolidado su poder precisamente sobre la base del rechazo a los «migrantes», a los no rusos. Para suceder a Boris Yeltsin en 1999 tuvo que recurrir a la figura demonizada del “enemigo”, quien tras haber adoptado los rasgos del checheno, del georgiano, y del ucraniano, se personifica ahora en Occidente, el gran rival. El extranjero es el chivo expiatorio clásico en la fábula del déspota. El presidente ruso también ha optado por inmiscuirse en la vida política de otros países: en el plano militar en Georgia, Ucrania, Siria; a través de la subversión y las redes en Estados Unidos, Alemania, Italia, Francia y en los Balcanes. Es importante señalar que Putin no cuenta con una fuerte legitimidad en las urnas; en 2016, su partido consiguió hacerse con tres cuartas partes de los escaños de la Duma con solo una quinta parte de los electores inscritos. Para conservar su autoridad necesita la represión, la propaganda y elecciones bajo control. Es más temido que respetado. En un régimen autoritario, los sondeos miden las emociones y no las opiniones.
Inicialmente desconfiado respecto a internet, Putin decidió convertirlo en un arma privilegiada. La subversión rusa es una ingeniería que busca ampliar la brecha entre la realidad y una «realidad» fantaseada. La subversión es el arma de un poder que ya no es atractivo y que busca un nuevo impulso en la desestabilización de los rivales. Esta ofensiva está demostrando su eficacia en Europa, donde redes prorrusas transmiten la influencia del Kremlin. A menudo, las personas y las organizaciones europeas que muestran su aprobación del régimen de Putin lo hacen de un modo utilitario, para cargar contra sus adversarios, oponerse a la Unión Europea, a la «dominación americana» y rechazar la acogida de inmigrantes de Oriente Medio. En todos los casos, de Donald Trump a Víktor Orban, de François Fillon a Theresa May, la doctrina es soberanista y proteccionista. Y estas orientaciones riman con las del Kremlin. El rechazo del Otro se convierte en el medio utilizado para definir su pueblo.
Las autoridades rusas han adoptado la práctica de denigrar la democracia y de inmiscuirse en las políticas internas de los estados, en Europa y en América del Norte, en particular durante los períodos electorales. El objetivo es pretender que Rusia no es menos democrática que sus vecinos occidentales, que las elecciones son aproximativas en todas las sociedades y que el «business» debe prevalecer sobre las consideraciones políticas o de seguridad. Para ello, Moscú utiliza los eslabones débiles y apoya a los demagogos y a los radicales. A los demócratas solo les queda una respuesta posible: denunciar la maniobra, insistir en los hechos, contrarrestar la propaganda…Y proponer políticas nuevas y convincentes.