Julien Barnes-Dacey
Investigador sénior del programa sobre Norte de África y Oriente Medio en el European Council of Foreign Relations (ECFR)
Avance de la Edición 2016-2017
Tras casi seis años de conflicto brutal, el final del 2016 podría muy bien representar un importante punto de inflexión en la guerra civil siria. Si bien falta mucho para que se pueda hablar realmente de paz, la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos y el avance del ejército sirio en las áreas de Alepo controladas por los rebeldes, hacen plausible que Bashar al-Assad no solo logre sobrevivir al levantamiento en su contra -frustrando las aspiraciones occidentales y de la oposición de una transición hacia un nuevo orden-, sino que finalmente se haga con la victoria, aunque sea al precio de recobrar las riendas de un país profundamente roto.
Con las esperanzas de la oposición siria, sus promotores regionales y de buena parte de los dirigentes políticos europeos depositadas en una victoria de Hillary Clinton en las elecciones presidenciales norteamericanas de noviembre, a la que presumiblemente seguiría la largo tiempo esperada reafirmación de la fuerza militar norteamericana en favor de los rebeldes, ahora quedan muy pocas opciones viables -si es que queda alguna-, de impedir la consolidación del régimen de al-Assad. Donald Trump ha declarado que no seguirá proporcionando respaldo militar a los rebeldes y los principales promotores regionales de la oposición –en este caso Turquía y Arabia Saudí-, están cada vez más sumidos en desafíos domésticos que progresivamente están dejando a la oposición sin la ayuda exterior que ha sostenido sus esfuerzos hasta la fecha.
El brutal avance gubernamental, respaldado por rusos e iraníes, hacia el este de Alepo ha producido una catástrofe humanitaria realmente devastadora, que ha puesto de manifiesto de forma más evidente que nunca la impotencia de la comunidad internacional.
La comunidad internacional tendrá que iniciar –más por obligación que por gusto– una lenta interiorización de una nueva realidad: el reto de cómo gestionar la supervivencia de al-Assad, un resultado para el que nadie está preparado.
Si bien está todavía por ver si el presidente Trump podría llegar a cerrar un trato con el presidente ruso Vladimir Putin que implique realmente colaborar con al-Assad en un frente común contra el Estado Islámico, algo que algunos sugieren que podría suceder, lo cierto es que el régimen ha consolidado su dominio estratégico del conflicto. Aun cuando el país tiene por delante un largo período de insurgencia, con una oposición cada vez más radicalizada (y también más presionada), al-Assad está realmente cerca de una lograr una victoria efectiva -su propia supervivencia- y poner bajo control del gobierno el centro de Siria, un objetivo que durante largo tiempo fue visto como imposible. En ese contexto, al-Assad gobernará un auténtico páramo, con una población que se posicionó mayoritariamente en contra, pero que a estas alturas está desolada y exhausta como para seguir luchando.
La comunidad internacional tendrá que iniciar –más por obligación que por gusto– una lenta interiorización de una nueva realidad: el reto de cómo gestionar la supervivencia de al-Assad , un resultado para el que nadie está preparado. Cualquier compromiso con el régimen de al-Assad será anatema en la mayoría de potencias occidentales, conscientes de los crímenes aberrantes cometidos por las fuerzas de al-Assad durante el conflicto, e irá de la mano con la convicción claramente compartida de que Rusia deberá corresponsabilizarse del caos que ha contribuido a crear. Es probable que la reacción instintiva sea la de estrechar el cerco, imponiendo nuevas sanciones y tratando de hacer la vida imposible a un régimen de al-Assad prolongado. Si bien esto podría parecer lo moralmente razonable, también conllevaría un mayor riesgo de vaciado del estado sirio, lo que agravaría la desesperación de su población.