Arancha González
Directora Ejecutiva del Centro de Comercio Internacional (ITC)
El mundo se encuentra en una encrucijada, y para citar a Paul Valéry, que en 1937 dijo: “el problema de nuestro tiempo es que el futuro ya no es lo que era”, existe una incerteza cada vez mayor sobre qué nos depararán los próximos años.
A ambos lados del Atlántico, segmentos del electorado corren el riesgo de caer presa de la ilusión que cerrar los mercados y alejarse del multilateralismo podrá devolver los puestos de trabajo y aumentar los ingresos.
Por este motivo, es importante ceñirnos a las evidencias. El sistema abierto de comercio mundial ha contribuido a que mil millones de personas pudieran salir de la pobreza en las últimas tres décadas. El comercio, en particular, ha sido el principal motor del crecimiento. Basta observar la trayectoria de economías como las de Kenya, Rwanda o Vietnam para darse cuenta de que los mercados abiertos, la inversión en infraestructuras duras y blandas, así como el estímulo de la demanda global para sacar recursos materiales y humanos de la subsistencia y colocarlos en trabajos más productivos, ha resultado en cambios reales sobre el terreno. Como consecuencia de ello, las desigualdades de renta entre países se han reducido de manera considerable durante las tres últimas décadas.
Sin embargo, esta convergencia global ha ido acompañada de una creciente desigualdad interna en algunos países.
La Agenda 2030 de las Naciones Unidas proporciona indicaciones precisas acerca de cómo podemos colaborar globalmente para erradicar la pobreza extrema. El comercio es un medio importante para llegar a este fin, no un fin en sí mismo. Para que sea efectivo es necesario implementar políticas complementarias, predecibles y transparentes y acompañarlas de legislación que impulse el crecimiento basado en el comercio pero que al mismo tiempo protejan a los elementos vulnerables de la población.
Una política nacional clave es la inversión en innovación y en la cualificación de los trabajadores. Contamos con evidencias de que la automatización destruye aproximadamente cuatro puestos de trabajo por cada uno que se pierde por culpa del comercio. Y las estimaciones más recientes sugieren que la mitad de todos los trabajos están en riesgo de ser automatizados antes de 2055. Conectar la demanda del mercado de trabajo con el conjunto de capacidades de la población es esencial.
El panorama no es tan desolador como podría parecer. La denominada “cuarta revolución industrial” podría impulsar el crecimiento de la productividad y llevar a una nueva producción más sostenible, digital y de mayor valor añadido en sector agropecuario.
China está ya invirtiendo en robots industriales para ascender en la cadena de valor y contrarrestar el efecto de la subida de los costes laborales, manteniendo la ventaja competitiva del país. Esto también abre potencialmente nuevas oportunidades para la reubicación de cadenas de valor inferiores y de sistemas de producción innovadores en la industria ligera y en la elaboración de productos agropecuarios en partes de África y el Asia en desarrollo.
Hacer que el comercio sea más inclusivo requiere acción en tres frentes: política comercial, protección social doméstica y cooperación internacional.
Primero, es preciso invertir en la mejor competitividad de las pyme, mayoritarias en la economía. Hay mucho a ganar reduciendo la brecha de productividad existente entre empresas grandes y pequeñas, dado que en los países en vías de desarrollo esta brecha es de un 80%, frente a solo un 30% en las economías avanzadas. ¿Por qué? Porque las empresas más competitivas pagan unos salarios mejores.
Segundo, para afrontar el reto de la economía digital, los gobiernos tienen que responder con políticas que promuevan el dinamismo económico. Esto requiere inversiones de capital humano en educación, capacitación y formación profesional, combinadas con políticas de mercado laboral activas.
Finalmente, debido a que la agenda doméstica no será barata, los gobiernos tendrán que reformar las políticas fiscales, incluidas las tributarias, para repartir mejor los beneficios de un pastel económico más grande. Una política social redistributiva es mejor –y más barata– que seguir con la política proteccionista de mirarse el ombligo. Esto significa implementar medidas para amortiguar el golpe del subempleo o del desempleo, desde mejoras salariales y seguros hasta una consideración seria de una renta básica universal.
Nadie puede enfrentar en solitario los retos globales. Invertir en multilateralismo, movilizarse respecto a la Agenda de Desarrollo del 2030 e incentivar un crecimiento sostenible es una necesidad prioritaria para construir soluciones duraderas.
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