Irene Martínez
Investigadora, CIDOB
Las protestas volvieron a Irán en 2017. Desde finales de año, se sucedieron en diversas ciudades del país, aunque no cuajaron en una blindada Teherán. Las manifestaciones se desencadenaron apenas seis meses después del inicio del nuevo mandato de Rouhaní tras ganar las elecciones presidenciales en mayo, con una amplia ventaja respecto al candidato de corte conservador Ebrahim Raeisi, quien además contaba con el respaldo de sectores cercanos al líder supremo Ali Jamenei. Hasta el inicio de las protestas la victoria de Rouhaní se veía como una nueva oportunidad para introducir cambios significativos en la política iraní, promover una apertura para dinamizar la economía y acabar con el aislamiento internacional.
La primera protesta se produjo en Mashhad, segunda ciudad más grande del país y que cada año recibe la visita de 20 millones de peregrinos chiíes. Mashad es también el emplazamiento de la fundación religiosa (bonyad) Astan Quds Razavi, bajo control de los sectores conservadores y cuyo presidente del consejo de supervisión es el propio Ebrahim Raeisi. Desde Mashhad, las protestas se extendieron a otras regiones del país, aunque no existía una clara relación entre las consignas coreadas en los diversos focos ni por lo menos aparentemente convergían los objetivos reclamados por los manifestantes.
La dureza con la que el Pasdarán (la Guardia Revolucionaria) y los milicianos aplacaron las protestas —con más de 5.000 detenciones y 20 muertos— alimentó la percepción de que estas podían poner en riesgo crítico la estabilidad del régimen de los ayatolás. Desde el exterior, se buscaron rápidamente equivalencias con la Revolución Verde, la oleada de protestas de junio de 2009. Según informaciones aparecidas en medios internacionales, los manifestantes pedían la cabeza del líder supremo, clamaban por la vuelta del Shah y la instauración de un régimen alineado con los valores occidentales. Donald Trump, a diferencia de la actitud que su predecesor mantuvo en 2009, expresó su apoyo a los manifestantes mediante uno de sus afamados twits. También lo hizo el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, dando alas a las teorías “conspiranoicas” del régimen sobre una mano extranjera detrás de la organización de las protestas.
Rouhaní no tiene una legislatura fácil por delante. Son muchos los frentes abiertos y su capacidad de maniobra es escasa
Sin embargo, y vistas ahora con perspectiva, ninguna de estas visiones reflejaba la realidad de los sucesos de forma certera. Ni las protestas fueron masivas, ni tenían un tan marcado cariz político, por lo que difícilmente podían ser la antesala de una caída del régimen. Los hechos nos dicen que tampoco cabía atribuirlas a una “mano negra” de poderes extranjeros. Más bien el encarecimiento del coste de vida, los escándalos de corrupción recientemente aireados por la prensa local y a la ineficaz actuación del Estado durante los terremotos que sacudieron el país durante el otoño de 2017 son, más plausiblemente, las razones que impulsaron a miles de manifestantes a salir a la calle para mostrar su malestar. Para hacer frente a estos problemas, Rouhaní deberá abordar también asuntos complejos y políticamente sensibles. Pero dada la complejidad del sistema político iraní, gran parte de las soluciones, más allá de algunas declaraciones conciliadoras y pequeñas concesiones, no dependen de él. Rouhaní no tiene, pues, una legislatura fácil por delante. Son muchos los frentes abiertos y su capacidad de maniobra es escasa. Debe acomodar los intereses contrapuestos de diferentes segmentos del aparato estatal y, al mismo tiempo, llevar a cabo las reformas prometidas durante la campaña electoral que demanda el grueso de la población iraní. Además, los diversos conflictos regionales drenan parte del presupuesto público iraní y el bloqueo estadounidense a la aplicación del Acuerdo Nuclear puede truncar las aspiraciones de Teherán de acabar con su aislamiento internacional.