Duncan Bell
Profesor adjunto de Pensamiento Político y Relaciones Internacionales de la Universidad de Cambridge y Asociado del Christ’s College. Una versión extensa de este artículo se publicó originalmente en inglés en la revista Prospect.
El gobierno de Theresa May está intentando desesperadamente cuadrar toda clase de círculos, pero no puede ocultar la ominosa confusión acerca del lugar que corresponderá a Gran Bretaña en el mundo después del Brexit. Muchos de los más destacados partidarios del Brexit han propuesto una respuesta sencilla a esta cuestión: la Angloesfera. Gran Bretaña, sugieren, debería reactivar su larga relación histórica con sus aliados “naturales”, principalmente con Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Estados Unidos.
Basándose en el hecho de que comparten un idioma, una cultura, una historia y unas instituciones, los defensores de la Angloesfera la describen como una unión más natural que la que se da con Europa. Desestiman el proyecto europeo por considerarlo inherentemente viciado por la diversidad política, cultural, religiosa y lingüística del continente. Thatcher incluso reivindicaba una justificación divina para sacar a Gran Bretaña de Europa y (re)unir a los miembros de su viejo imperio colonial: “Dios separó a Gran Bretaña de la Europa continental, y lo hizo a propósito.”
Recientemente he sido testigo del resurgimiento de este tipo de opiniones: Boris Johnson estaba abogando por un lugar común en 2013 cuando criticaba la “traición” británica de Australia y Nueva Zelanda. Desde finales de la década de 1990 un desfile de euroescépticos conservadores ha encumbrado la Angloesfera, y han estado convencidos desde siempre de su unidad y superioridad. Sus más ardientes partidarios sostienen que está destinada a contribuir a guiar a la humanidad. Esas grandilocuentes imágenes del futuro se basan normalmente en historias triunfalistas del pasado. Ni la terrible violencia utilizada en la fundación del imperio colonial —incluido el asesinato en masa (o el genocidio) de pueblos indígenas— ni el sobrecogedor legado de esta brutalidad, perturba estos relatos laudatorios.
Los orígenes históricos del concepto de Angloesfera pueden encontrarse en los debates del siglo XIX sobre la “federación imperial”. En aquella época, los planes menos radicales trataban de reforzar los vínculos existentes entre Gran Bretaña y las antiguas colonias, sin grandes cambios constitucionales. Y las propuestas más ambiciosas soñaban con la unificación formal, llegando incluso a la fundación de un estado federal transoceánico. Otros reclamaban la creación de un sistema de ciudadanía común entre los “pueblos anglófonos”, una propuesta avalada por Churchill durante la Segunda Guerra Mundial.
La Angloesfera no carece de fundamento. Gran Bretaña ha colaborado estrechamente con Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos, especialmente en materia de seguridad… pero el cálculo geopolítico es muy diferente. Hace tiempo que Gran Bretaña ha sido superada por Estados Unidos, que ahora es el verdadero “elefante en la habitación”. Dado que ningún sistema federal sostenible puede incluir una unidad infinitamente más poderosa que las demás, una federación de la Angloesfera es una idea absurda. Estados Unidos es demasiado dominante y considera a Gran Bretaña como un mero miembro más de un abarrotado grupo de colaboradores. Durante décadas, el establishment estadounidense propició masivamente la pertenencia del Reino Unido a la Unión Europea porque proporcionaba a Washington un plus de influencia en las relaciones transatlánticas, pero esto puede cambiar después del Brexit. Es tan probable que el Brexit debilite las relaciones transatlánticas como que las refuerce.
La última iteración de la idea federal imperial es el CANZUK (Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Reino Unido). Contempla una forma de integración como si la geografía no existiese y con vistas a crear una unión extensa con suficiente territorio y habitantes para tener peso en el mapa mundial. El historiador tory Andrew Roberts ha decretado que CANZUK sería el “tercer pilar” de la civilización occidental, orgullosamente al lado de la Europa continental y de Estados Unidos. “Sería fácilmente el país más grande del planeta, con una población en conjunto de 129 millones de habitantes, la tercera economía más importante y el tercer país con un mayor presupuesto de defensa”.
En términos demográficos, CANZUK no tiene demasiado sentido. Décadas de inmigración han tenido un efecto profundo en las poblaciones de Australia, Canadá y Nueva Zelanda, y hoy son muchos menos “anglo” de lo que lo fueron en su día. Mientras, los líderes de la comunidad quebequense más grande del Canadá nunca apoyarán la integración con Gran Bretaña. Pese a la mucha historia que comparten, la base social de la unión se está corroyendo. Geopolíticamente, las cartas están en contra de CANZUK. Las prioridades estratégicas de Australia y Nueva Zelanda están en el Pacífico y en el Índico, y Estados Unidos es su aliado más importante. Canadá también está tan estrechamente alineado con Washington que es descabellado imaginar que se produzca una reorientación significativa de su relación.
Pero no importa. El actual revival de las viejas ideas imperiales es una prueba de la mesmérica fascinación que sigue ejerciendo el imperio sobre una importante franja de la clase gobernante británica. Es una de estas ideas sobre las que nunca se pone el sol.