Malaiz Daud
Investigador asociado, CIDOB
Afganistán ha experimentado una cacofonía de regímenes políticos en menos de un siglo: comunismo, democracia más o menos liberal, teocracia islámica autocrática, monarquía absoluta y constitucional… de todo. También ha experimentado numerosas veces una completa descomposición de la autoridad central. Sin embargo, ha habido siempre una constante: una pequeña camarilla formada por una élite bien conectada con el exterior, que ha seguido gobernando el país sin rendirle demasiadas cuentas a nadie. Este grupo ha conseguido doblegar cualquier sistema a favor de sus propios intereses. Ha convertido las contiendas, tanto las pacíficas como las violentas, en vehículos para mantener y expandir su poder político y para acumular recursos materiales. Si bien la composición de la élite ha experimentado cambios de vez en cuando, su núcleo esencial ha permanecido intacto.
Durante la década de 1990 los talibanes consiguieron debilitar en cierto modo esta estructura, al integrar a algunos poderosos miembros de la élite en sus filas y expulsando a la mayoría de los posibles contendientes de las áreas bajo su control. Sin embargo, algunos señores de la guerra restantes, al frente de antiguas milicias islamistas y pro-comunistas continuaron oponiéndose al dominio de los talibanes desde sus bastiones en el nordeste del país. Frustrados por su incapacidad de ocupar este último foco de resistencia, los talibanes buscaron la ayuda eventual de Al-Qaeda para eliminar al líder de la resistencia, Ahmad Sha Masud, quien fue asesinado en el primer atentado suicida cometido en Afganistán, el 9 de septiembre del 2001.
Llegado a este punto, un segundo grupo de actores políticos que habían sido influyentes, la mayoría de ellos leales a la antigua familia real, había conseguido tejer una red de contactos con los círculos influyentes de los países que los habían acogido en Europa y Norteamérica. Fueron los denominados tecnócratas, a los que se sumaban los que se habían integrado en la comunidad de ayuda afgana que operaba desde las ciudades de Peshawar y Quetta en Pakistán. Los tecnócratas no tenían presencia física ni capacidad de movilización en el interior de Afganistán, pero colaboraban estrechamente con donantes, diplomáticos y políticos occidentales.
[En Afganistán] ha habido siempre una constante: una (…) camarilla formada por una élite bien conectada en el exterior que ha seguido gobernando el país
En el Afganistán post-talibán, los dos grupos mencionados se aproximaron gracias a las presiones y al dinero del exterior. Su cooperación tenía que orientarse hacia la introducción de la democracia liberal, y las elecciones tenían que ser el medio principal para disputarse el poder. Antes del 11-S había habido rumores entre muchos de los bandos beligerantes sobre la posibilidad de ir a unas elecciones. Ahora, los rumores se estaban convirtiendo en realidad. Sin embargo, esto no implicaba que las elecciones fuesen a ser libres y limpias. Al inicio, la preferencia del presidente Hamid Karzai, sus aliados, sus oponentes y la comunidad internacional era priorizar un acuerdo previo, que luego validarían las urnas, en lugar de permitir que el factor decisivo en el nuevo escenario fuesen los votos populares. Esto garantizaría que todas las partes podrían seguir desempeñando su papel de soberanos hobbesianos, no obligados a rendir cuentas en diferentes niveles, en diferentes ámbitos y espacios geográficos. Así, los señores de la guerra se convertirían en emires en las provincias que ya gobernaban; las fuerzas militares internacionales llevarían a cabo operaciones no enmarcadas en ningún marco legal, y habría muy poca supervisión de las acciones de los altos funcionarios de la autoridad central. En esencia, la lógica del estado afgano en ciernes era permitir a unos pocos gobernar a los muchos sin que los primeros tuviesen que rendir cuentas a la población en general.
Debido a la ausencia de un sistema de pesos y contrapesos, y a la falta de un arbitraje neutral en caso de conflicto, los comicios se convirtieron en un proceso extraordinariamente polémico. Las elecciones presidenciales del año 2019 representaron el clímax de este fallo estructural en la medida en que no solo se produjo un enfrentamiento en el seno de la élite, sino que también hubo una participación electoral desalentadora, divergencias entre los poderes regionales y posiciones contradictorias respecto a los resultados por parte de los estadounidenses y de sus aliados. La situación se complicó todavía más debido a las conversaciones de paz con los talibanes y a causa de los rumores sobre una autoridad de transición. Al parecer se está gestando un pacto entre Ashraf Ghani y Abdulá Abdulá para poner fin a la crisis, del texto del cual se deduce que nuevamente, no habrá que rendir cuentas al pueblo. Una vez más, se trata de garantizar la presencia de múltiples soberanos, con un escaso poder de limitación por parte del estado.