Barnett Rubin
Investigador principal y Director Adjunto del Center on International Cooperation, New York University
La embajada estadounidense en Kabul publicita sus deseos para el pueblo afgano en las paredes, y en una de ellas se ve un mural de una sonriente colegiala, lápiz en mano, y un lema en lengua dari: “Yo soy el futuro de Afganistán”.
En la misma Kabul, en junio del 2018, los manifestantes por la paz venidos de la provincia de Helmand, con quienes me senté unas horas a conversar, pegaron carteles de protesta en la misma pared con la frase pintada: “Al pueblo de Estados Unidos de América: después de los ataques del 11S en Nueva York y al Pentágono vuestro gobierno prometió a los afganos llevar la paz a Afganistán, pero todavía no lo ha hecho”. Y de una manera más simple y directa: “¡Estamos en contra de la violencia!”.
Solo unos días después del sorprendente alto el fuego de tres días durante la festividad del Eid-ul-Fitr que marca el final del mes sagrado del Ramadán, todavía había grandes esperanzas de una prórroga después de cuatro décadas de derramamiento de sangre. Tras recorrer, en algunos casos descalzos, los casi 650 kilómetros que separan Kabul de Lashkargah, la capital de la provincia de Helmand, los manifestantes del People’s Peace Movement (PPM), como se denominan ellos mismos, habían venido a Kabul a presentar sus demandas al gobierno afgano y a las embajadas de Estados Unidos, Pakistán, Rusia e Irán. Acusaban a todos ellos de alimentar la guerra con su respaldo a la violencia “por delegación”. A lo largo de las semanas y meses siguientes se dirigieron por escrito a los dirigentes talibanes en Pakistán y también enviaron emisarios a las zonas de Afganistán controladas por los talibanes, exigiendo al grupo islamista en ambos Estados que aceptase la oferta del gobierno de prolongar el alto el fuego y que renunciase a su pretensión de seguir luchando hasta que el último soldado extranjero haya abandonado el país.
Los activistas del PPM habían llegado a Kabul desde el lejano suroeste y luego habían marchado hacia el este, a Nangarhar; hacia el norte, a Mazar-I Sharif, y de nuevo hacia el sur, a Kandahar. Diez meses más tarde, sus energías no habían flaqueado. El 26 de abril del 2019, coordinaron manifestaciones en Kandahar y en diversos distritos de Nangarhar con sentadas nocturnas en Nueva York y en Bethesda, Maryland, auspiciadas por #AllinPeace, que se autodefine como “un movimiento pacifista global a favor de Afganistán, apadrinado por organizaciones como Women for Afghan Women, People’s Peace Movement of Afghanistan, 9/11 Families for Peaceful Tomorrows y Common Defense, para procurar un alto el fuego inmediato y crear un Afganistán estable y pacífico que promueva y proteja los derechos humanos.”
Las pancartas que habían colgado en la embajada estadounidense reflejaban la ambigüedad moral de la acción pacificadora: ¿quién puede constituir un movimiento más fuerte a favor de la paz que las víctimas de la guerra, que, a estas alturas del 2019, incluyen prácticamente a todas las mujeres, niños y hombres de Afganistán? “¡Estamos en contra de la violencia!” proclamaban. Y sin embargo, el “proceso de paz” oficial incluía a todo el mundo menos a ellos: estadounidenses hablando con los talibanes y el gobierno afgano, consultas entre mismas potencias extranjeras señaladas por los manifestantes. Un reconocimiento tácito del hecho trágico de que la decisión definitiva de acabar con la violencia recae sobre quienes la perpetran, y no sobre las víctimas. El PPM ha reconocido esta realidad dirigiendo sus demandas a todas las partes del conflicto.
¿Puede un pequeño grupo de ciudadanos comprometidos cambiar el mundo?
El movimiento se inició en marzo del 2018, cuando los supervivientes de un atentado suicida en un estadio de Lashkargah se sentaron y ayunaron en una tienda de campaña. “Estamos totalmente desangrados” declararon, exigiendo el fin de la guerra. Cuando los talibanes locales se negaron a reunirse con ellos, decidieron llevar su mensaje al país, marchando descalzos hacia la capital y ayunando durante la marcha en el mes del Ramadán. Y todavía siguen marchando, recogiendo manifestantes de todo Afganistán, y reuniendo simpatizantes en todo el mundo, demostrando con hechos que un movimiento popular por la paz puede movilizar, más allá del proceso político, con apelaciones simples a la humanidad: “Estamos totalmente desangrados. Estamos en contra de la violencia.” ¿Puede un pequeño grupo (o aunque no sea tan pequeño) de ciudadanos comprometidos y reflexivos cambiar el mundo? Es dudoso, pero pese a ello cabe preguntarse: ¿quién, si no, puede hacerlo?